Estaba claro
que esta sería una Navidad muy diferente, pero al fin y al cabo Navidad.
Carmelo
aguarda la llegada de sus primos de Cuenca como quien espera una inspección de
Hacienda, con esa mezcla de miedo, nervios, esperanza y sentimiento de culpa. Los
primos y él nunca se llevaron bien, pero son sus únicos parientes vivos y por
imperativo legal no le queda otro remedio que cenar con ellos. El abuelo se
empeñó en que se reuniesen cada año en Nochebuena, y así lo hizo constar en su
testamento en una cláusula en la que esta era una última voluntad de obligado
cumplimiento so pena de que en caso de no cenar juntos en esa fecha en los diez
años posteriores a su muerte, sus tres nietos herederos perderían la cuantiosa
herencia que les correspondía legítimamente en tres partes exactamente iguales
y, toda la fortuna pasaría a manos de una sociedad protectora de gatos de la
confianza del finado y designada por el difunto a tal efecto. Desde luego es
una vergüenza que en pleno siglo XXI aún haya notarios que consientan
semejantes estupideces. Puede que lo hagan únicamente por divertirse y hacer
apuestas sobre si los herederos perderán las herencias o no al incumplir las estrambóticas
cláusulas de algunos testamentos de los que dan fe.
Las nueve
menos cuarto y aún no tiene noticia de los primos. Puede que con un poco de
suerte se hayan matado en la carretera. Su primo Fermín lo primero que hizo al
conocer la muerte del abuelo fue entregar la entrada del deportivo descapotable
con el que pensó que deslumbraría a la mujer de la que se había enamorado hasta
las cejas y quien tras un corto coqueteo decidió plantarlo. Todos en la empresa
sabían que aquella ambiciosa e interesada advenediza lo largó en el momento en
el que el socio del primo Fermín se compró el avión privado, y subió un peldaño
más en la escala social de la capital de provincias en la que tenían
domiciliada la empresa. Qué bonito es el amor. Sobre todo, cuando lleva detrás
muchos ceros.
La prima
Olga es una mujer decididamente mala. Lo que viene siendo una mala mujer de
esas de las que cantan las coplillas populares. Rabiosamente atractiva y en esa
edad tan difícil que son los cuarenta años, Olga había decidido invertir parte
de su herencia en retoques de todo tipo para devolver a sus pechos y a sus
glúteos la turgencia y la lozanía de veinte años atrás, cuando todos los mozos
del entorno se morían por sus huesos y por sus ojazos verdes. Dicen en los
mentideros populares que los cirujanos plásticos de Cuenca descorcharon
botellas de espumoso al conocer la noticia del fallecimiento del poderoso
magnate y del testamento a favor de sus nietos, entre los que se encontraba
aquella reina de la noche destronada por los años tras un largo y fructífero
reinado.
Carmelo
descorcha y decanta el carísimo reserva de la Ribera del Duero con el que
piensa agasajar a sus primos. Se sirve una copa y bebe un largo trago delicioso
y reponedor. En el buen vino aún encuentra matices de felicidad y de ausencia
de problemas. Seguramente la propiedad ansiolítica del vino sea compatible con
su deseo de cerrar los ojos, beberse la botella entera y despertar mañana tras
haber cumplido con su obligación. Pero las cosas nunca son tan fáciles. En el
mismo momento en el que apura la copa suena el telefonillo y al acercarse a la
pantalla del portero automático instalado junto a la puerta de entrada, ve a
sus primos fingiendo sonrisas ante la cámara. Abre y se resigna, alea jacta
est.
Tras los
forzados e incómodos besos y abrazos de rigor, Carmelo sirve las copas de sus
primos y levanta la suya en un brindis por la memoria del abuelo. Los primos
beben y en la boca de Olga descubre una pequeña mueca irónica, casi
imperceptible a ojos de quien no sabe reconocer la oscuridad de los corazones
en un pequeño gesto fisionómico.
Fermín se
acomoda en su puesto y anuncia que tiene hambre y que mejor comenzar la cena
tras haber enviado al oficial de la notaria la foto de rigor que servirá de
prueba de su obligada reunión. Los torturados comensales tratan de vestir de
alegría el rictus de sus rostros ante el selfie y una vez cumplida la primera
parte del testimonio, que deberá ratificarse con un vídeo a los postres por los
menos noventa minutos después de la primera imagen enviada, se conjuran para
hacer de aquel capricho del abuelo algo al menos llevadero.
Carmelo
descubre las fuentes colocadas sobre la mesa y deja que sus primos se deleiten
con el aroma de los platos encargados al restaurante más caro de la ciudad,
donde las estrellas Michelín han conseguido convertir la factura de una cena
para tres en algo realmente prohibitivo para un bolsillo de la clase media.
Gracias al cielo desde que murió el abuelo esos lujos son simple calderilla
para él.
Sirve con
esmero el primer plato y una vez a atendido a sus primos se entrega a disfrutar
de aquella ensalada de caviar y angulas aliñada con reducción de Moet
Chandon y vinagre balsámico de Módena.
Olga le
felicita por la elección del plato mientras se limpia los recauchutados labios
con una servilleta que pasa al instante del blanco inmaculado al rojo pasión
extraído de los varios kilos de barra de labios con los que pretende potenciar
su atractivo.
La velada es
tensa. Fermín y Olga no se llevan precisamente como hermanos, pero ambos
parecen haber decidido cerrar filas en contra de Carmelo y si bien no hay más
que algún reproche velado y alguna recriminación esporádica, la conversación
durante la cena brilla por la frialdad y da el contraste perfecto al calor de
los platos elegidos para la ocasión.
Al servir el
segundo plato, el anfitrión aprovecha para cambiar las copas. Ha elegido un verdejo
de vendimia nocturna de Bodegas Yllera para maridar el rodaballo con patatas
asadas y en un alarde de ingenio, horas antes de la cena vertió un incoloro,
inodoro e insípido veneno mortal de necesidad en el fondo de las copas para el
blanco en las que serviría el vino a sus invitados. Al verlos comer y vaciar
una copa tras otra del exquisito caldo, Carmelo respira tranquilo sabedor de
que sus primos seguramente ni llegarían a ver amanecer y de que, además, el
potente veneno no dejará rastro alguno en las autopsias y nadie podrá
relacionarlo con la muerte de sus odiosos primos.
Tras la
tradicional sopa de almendra, los turrones y el cascajo, a eso de las doce y
media Fermín se levanta y excusa su marcha. Inmediatamente es arropado por su hermana, quien dice que claro, primero tendría que dejarla en su casa y le haría dar un buen rodeo.
Carmelo se despide de buen grado mostrándose comprensivo con las circunstancias
y emplazándolos a futuras quedadas y a más tardar, a la próxima Noche buena.
Efectivamente
Fermín y Olga no llegaron a despertar. La muerte los alcanzó durante el sueño y
no llegaron a saber que Laertes, el asesino profesional al que habían pagado
una suma considerable, se había ganado el salario al entrar en casa de Carmelo
y dispararle una única bala entre ceja y ceja que le causó una muerte
inmediata. El disparo fue amortiguado por el silenciador que colocó a su Piettro
Beretta de 9 mm y por los petardos que los chavales de la urbanización salían arrojar
las noches de fiestas navideñas con el condescendiente beneplácito de su padres. Antes de irse
y según lo acordado, se hizo con unos cuantos objetos de valor, con cuanto
dinero encontró en casa y con las tarjetas de crédito del difunto, dejando
claro a los agentes de homicidios de la Policía Nacional que se ocuparon del
caso, que aquel había sido el típico asalto a la vivienda de un millonario.
Esta Noche
buena, el abuelo se revolvió en su tumba y la figura del angel custodio que
corona el panteón familiar en el cementerio de la villa, se desprendió y se
rompió en mil pedazos al estrellarse contra el suelo.