jueves, 30 de marzo de 2023

Microrrelato

 


A veces trato de condensar las emociones en relatos de tan solo cien palabras. Obligarme a no sobrepasar ese límite es un ejercicio que implica esfuerzo y concreción en la creatividad, en la emoción y en la contención de mi natural intensidad.

Espero que os guste. 


La última nota.



Anhelina tiene once años, aunque este último año quisiera borrarlo de su existencia.

Sus padres no llegaron a verla al piano en el teatro Lesya Ukrainka. El misil que destrozó la casa terminó con sus vidas y sus ilusiones. Se ha escapado del refugio y se ha colado en el Lesya por una grieta para dedicarle a sus padres un concierto a la luz de la luna en el aniversario de su muerte. Interpreta un nocturno de Chopin cuando una bomba cae sobre el teatro estallando en do menor. Anhelina muere y entonces escucha sus aplausos.

miércoles, 22 de marzo de 2023

¿Algún día aprenderé?

Con la excusa de ir en busca de tranquilidad y de aire puro, de hacer un poco de ejercicio y de relajar mente y alma, Laertes se puso unos vaqueros viejos, desgatados y cómodos, escogió una negra camiseta con el dibujo de un lobo aullando a la luna, sujetó sus cabellos en un moño alto, metió en la pequeña mochila que utilizaba para sus rutas senderistas una  petaca llena de whisky escocés, un paquete de cigarrillos rubios, una libreta y un bolígrafo, se calzó las botas de montaña y tras despedirse del gato con el que compartía piso, vida y noches de angustia y dolor escuchando una canción tras otra, abandonó el hogar en busca de su pequeño utilitario.
Poco más de una hora después aparcó en una calle del pueblo desde donde emprendería su camino encendió un cigarrillo y comenzó a andar.
La primavera había llegado con todo sus esplendor y en un alarde de belleza parecía haber decidido regalar al inseguro y atormentado escritor el día más hermoso de cuantos pudiera ofrecerle y así   reconfortar su alma y consolar su espíritu,
Tras alejarse un par de kilómetros de las viejas casas derruidas de aquel pueblo vaciado en una cada vez más vaciada España, Laertes alcanzó los lindes del  hermoso bosque que aún resiste los envites de la civilización y de la mano del hombre, que durante siglos fue nutriéndose del regalo de los troncos de los arboles centenarios que lo conforman.
Al adentrarse entre la vegetación que crece generosa y exuberante a ambos lados del arroyo que nace en la cima de una de las montañas que constituyen la cordillera que da nombre a la zona, y donde el deshielo y las últimas nieves alimentan su cauce, Laertes sonríe emocionado, pues entre los castaños y las hayas cree haber visto la silueta de un animal que corre a esconderse de él. "No voy a hacerte nada", grita Laertes consiguiendo al hacerlo justo lo contrario de lo que pretendía pues su grito pone en fuga a cuantos pequeños animales del bosque circulaban sigilosos y cautos por las inmediaciones.
Después de un buen  rato de paseo los rayos de sol que se cuelan entre las frondosas ramas calientan su cuerpo cansado demostrándole que esta primavera será tan cálida como los sentimientos que inundan su pecho y decide sentarse a  la sombra de un enorme castaño,  beber un trago del escocés de malta que guarda en la mochila, encender un cigarrillo y sacar el bolígrafo y la libreta. 
Si en algún lugar podría soñar con encontrar la inspiración necesaria para escribir ese poema que sueña con escribir algún día, sin lugar a dudas no habría mejor entorno que aquel.
Laertes lleva muchas noches seguidas tratando de coser las heridas del alma con versos y con palabras adecuadas, pero hay una que no parece cerrar por muchas estrofas de sutura que le aplique. Y esa herida cuya sangre no cesa de manar en forma de lágrimas, le impide dormir bien, sonreír como desea y concederse la oportunidad necesaria para avanzar ligero en busca de la respuesta a la gran pregunta que lleva haciéndose mucho tiempo y cuya explicación parece estarle vetada. ¿Porqué duele tanto amar, si el amor es en verdad algo maravilloso?
El canto de un pájaro cortejando a la hembra con la que desea perpetuar sus genes arropa su momento de introspección. La intensidad que alimenta el alma de confundido escritor agita una vez más su corazón y su cerebro, las palabras comienzan a brotar a borbotones y de forma casi automática transcribe sobre las hojas en blanco de la libreta los primeros versos que como otros muchos versos nacidos de la angustia y del dolor terminaran formando parte de la pira donde quemará sus sueños.
Pensaba que me querías, soñaba que eras sincera,
pero mintieron tus labios,
me besaron con mentiras...
Se detuvo a leer lo escrito, y presa de la desesperación, arrancó las páginas y con extremo cuidado las rodeó de las piedras que encontró en el suelo junto a él y las quemó con el mechero de gasolina que siempre lo acompaña, cuidándose mucho de no provocar un incendio. Está cansado de escribir desde el dolor, desde la angustia y desde la certeza de que por mucho que suplique, el destino se negará a concederle consuelo a su corazón y a permitirle ser feliz junto a ELLA, junto a la única mujer que ama, que representa a todas las que una vez creyó haber amado y  que reúne lo que espera, admira y desea en una mujer. Junto a ese ideal de mujer que creyó merecía encontrar.
Durante unos minutos su cerebro lo golpea con recuerdos que creía haber enterrado bien hondo, lo acuchilla con momentos espantosos en cinemascope, y le traspasa el pecho de parte a parte con la realidad en fotogramas a todo color de una vida de errores y de fracasos. Y a pesar de haberse detenido a relajarse y a escribir en aquel verdadero paraíso en la tierra, Laertes quiere morir. Y se dispone a hacerlo. Sopesa distintas opciones y tras desechar las más complejas opta por buscar una rama accesible y robusta, y extrayendo los recios cordones de las botas de montañas y anudándolos entre si, consigue construir la soga que habrá de ayudarlo a abandonar la tristeza. 
Estaba dispuesto a trepar hasta la rama y a colgarse en aquel improvisado cadalso cuando escuchó unos pasos y unas voces que se acercaban hacia él.
Laertes se ocultó tras el grueso tronco del castaño y vio llegar a una acaramelada y jovencísima pareja que cogida de la mano caminaba disfrutando de la belleza del entorno. Había algo de angelical inocencia en la expresión de sus rostros en el brillo de sus rasgados ojos y en su forma de caminar acompasando los latidos del corazón con los pasos torpes e inseguros.
_¡Andrés, Marta!- gritó una voz a lo lejos–no os separéis del grupo, que si os perdéis u os pasa algo me van a echar del colegio y luego vuestros padres me van a matar....como poco–concluyó riendo la voz del responsable del grupo.
Laertes comprendió entonces. Aquellos seres que irradiaban paz eran dos niños de un colegio de educación especial que habían ido de excursión a aquel bosque encantado, y el monitor les pedía que regresaran junto al grupo.
En la forma de caminar de la mano, de cruzar miradas entre aquellos dos seres de luz y en las sonrisas que se dedicaban, Laertes adivinó que el amor no es solo aquello sobre lo que ha tratado de escribir sin encontrar jamás la rima perfecta. El amor, también puede gestarse en una alteración genética y es el sentimiento puro y real que no entiende de convenciones, de límites y de valoraciones humanas. El amor tiene más de inocencia divina que de prejuicios humanos.
El amor es mucho más que un beso. El amor...no está al alcance de todos.
Al regresar junto a su gato y tras pegarse una ducha, Laertes enciende el ordenador, abre un nuevo documento y comienza a escribir reconfortado un texto que lleva por título, ¿Algún día aprenderé?
Y dando rienda suelta a las emociones que lo embargan recupera la ilusión, la esperanza y el coraje para enfrentar la vida como sea que llegue, como Dios quiera ofrecerle, como el destino decida que ha de vivirla y como su extrema sensibilidad le permita afrontar.




lunes, 13 de marzo de 2023

Apagando luces





Dejó los cincuenta euros sobre el mostrador de recepción del gabinete psicológico y la recepcionista le entregó la factura a cambio. La última de muchas, pero la última al fin y al cabo.

Marcos encendió un cigarrillo nada más salir a la calle y se encaminó a por el coche para regresar a su casa en las afueras y hacerse con todo lo necesario para aquella noche. Cuando hubiese regresado al centro de la ciudad, estacionaría el vehículo en un parking público junto a la catedral y se tomaría una última caña en el bar donde había quedado con una amiga. Ya no temía ir a los bares, ya no temía dejarse ver públicamente, ya no temía a la gente que le rodeaba o con la que se cruzaba al caminar por la ciudad que lo había visto nacer.

Una vida de excesos, un sinfín de errores y las más tortuosas y destructivas relaciones sentimentales, habían dado al traste con sus nervios, con su seguridad y con su autoestima y había pasado los últimos años entre psiquiatras y psicólogos. Entre las muchas alteraciones que le diagnosticaron, se encontraban dos que le llamaron especialmente la atención: agorafobia y fobia social.

Marcos, profano en conocimientos psiquiátricos, pero hombre leído y culto, identificaba la agorafobia con su natural traducción etimológica, es decir, odio o miedo a los espacios abiertos. Y él amaba la naturaleza y pasear por el campo y la montaña.

Según le explicó uno de los especialistas a los que acudió en busca de ayuda, realmente ese diagnóstico asociado a sus problemas, provenía del miedo a moverse libremente de un lado a otro, a visitar establecimientos donde pudiese encontrar a personas a las que no quería ver o donde se sentía inseguro. Le había costado mucho, pero consiguió darle carpetazo a ese diagnóstico y empezar a frecuentar locales y salas de conciertos de nuevo.

Marcos nunca fue un cobarde. Desde muy joven había practicado deportes de contacto y artes marciales, había participado en peleas de todo tipo y se había formado en la utilización de diferentes tipos de armas. Le gustaban tanto las armas que terminó sirviendo voluntario en una unidad operativa del ejército español, donde cada mañana al ponerse el uniforme, le entregaban un subfusil ametrallador y dos cargadores de munición de combate completos. Aprovechó los años en los que sirvió en esa unidad del ejército para obtener todas las licencias necesarias y se hizo con su propio fusil de asalto, un modelo ligero del nuevo Cetme de las tropas españolas al que acopló una mira telescópica. Además de con ese particular capricho, se hizo con una pistola automática de la casa italiana Pietro Beretta. Una automática de nueve milímetros fiable y robusta que era especialmente disuasoria con solo mostrarla ante un agresor o un enemigo.

Marcos dominaba también el manejo del cuchillo y durante estos años de inseguridad y miedos injustificados, cada vez que salía a la calle llevaba un afilado cuchillo oculto en el interior de la bota izquierda.

A la fobia social, un problema sicológico diagnosticado por haber desarrollado un terror total a coincidir con las personas que le habían hecho daño a lo largo de su vida, también terminó dándolo carpetazo el día que decidió que ya estaba bien, que ya había sufrido suficiente y que el mundo era suyo, las calles eran suyas y la decisión de terminar con todo también era suya. Y solo suya.

La ropa conjuntada con acierto, el aspecto limpio y aseado, sus perfectos modales y su amable sonrisa le flanquearon el acceso a las escaleras que conducían al campanario de la torre de la catedral de su ciudad, a la que llegó tras ascender con el pesado maletín negro a la espalda. Era Viernes Santo y el encargado de seguridad de la cofradía penitencial de la catedral, no puso ninguna objeción a su falsa acreditación de reportero gráfico.

Ya en la torre eligió la mejor posición desde donde controlar todo el perímetro procesional y tras abrir el maletín, montó el subfusil, le acopló la mira telescópica y un silenciador, e introdujo un cargador. Dejó la pistola a mano por si algún inoportuno miembro de la parroquia asomaba por allí. Al ver el cañón del arma apuntándolo saldría corriendo sin más, no tendría siquiera que disparar al aire. El aire. El aire de Valladolid estaba impregnado del olor de la cera de las antorchas de los cofrades, de incienso y del sudor de los penitentes que llevaban horas procesionando de un lado a otro, algunos de ellos cargando pesadas cruces de madera.

Escuchó las cornetas y los tambores que indicaban que se acercaba la procesión más famosa de la ciudad y se dispuso a elegir los blancos oportunos.

Esperó pacientemente a que se acercase hasta la puerta de la catedral y cuando vio reunidos varios pasos penitenciales de la impresionante imaginería de los mejores escultores de la historia del arte español, abrió fuego.

La muchedumbre asistió sorprendida al espectáculo de ver como una a una, volaban las luces que iluminaban los pasos. Nadie podía explicarse que estaba sucediendo y algunos pensaron que simplemente estallaban las bombillas por el exceso de potencia o por el contraste entre la gélida temperatura de aquella noche y el calor animal generado por la enfervorecida, curiosa y devota multitud.

Una vez hubo eliminado todos los blancos y se hubo demostrado a si mismo que tenía el poder para derribar a cuanta persona había convertido en un desastre su vida, apoyó el cañón de la automática en su sien y sonriendo y sabiéndose completamente recuperado e incapaz de arrebatar una vida humana, por muy miserable que fuera y por mucho que mereciera la muerte, apretó el gatillo y le dio carpetazo también a una existencia excesivamente compleja y triste.

La prensa divagó teorizando, hipotetizando y tratando de explicar al publico que fue lo que llevó a aquel misterioso tirador a terminar con su propia vida de aquella forma tan teatral. No se encontró junto a su cuerpo carta de despedida, ni tan siquiera hallaron post en redes sociales anunciando sus intenciones, ni la más mínima pista en la que se pudiera adivinar o intuir el deseo de morir. Y es que lo que nadie supo nunca fue que morir se había convertido en la única salida a una vida sin ella. Que  Marcos sabía que al apretar el gatillo terminaría con su desgraciada envoltura mortal, pero que regresaría con otro cuerpo, con otro nombre, con otras circunstancias y volvería a encontrarla y la reconocería en otro cuerpo, en otro nombre, en otras circunstancias. Y quizás en la próxima reencarnación por fin el destino los permitiera ser felices juntos. Y entonces ya no querría morir nunca más.