viernes, 31 de enero de 2020

Temporada de setas

Se acerca el momento.
Esta novela que pronto verá la luz y llegará a lectores de toda España es mucho más que un libro.
La idea y la necesidad de escribir Temporada de setas nació hace más de cinco años, unos pocos meses después de darle plantón a la pálida señora cuando ya había coqueteado con ella y me llevaba de la mano a un lugar donde todos tendremos que instalarnos al llegar nuestra hora.
Uno de los primeros días en los que me animé a salir bastón en mano tras aquello, Juan, mi tocayo y propietario de uno de esos bares especiales y muy culturales que podemos encontrar en Valladolid, me arrojó un guante que recogí presto y decidido. Juan me preguntó qué sería capaz de hacer con la frase temporada de setas y qué me inspiraba ese concepto.
Yo acababa de salir de la lesión cerebral axonal difusa, lesión con una estadística demoledora: un noventa por ciento de muerte directa y muchos pacientes en estado vegetal entre ese diez por ciento superviviente. Al parecer y según me informaron los neurólogos del hospital donde pasé mas de mes y medio entre el estado comatoso, la UCI y la recuperación en planta, mi cerebro se había salvado gracias a leer tanto y a escribir tanto. Necesitaba escribir la novela que me había inspirado el reto de Juan. Y me puse a ello.
No tardé demasiado en tener un primer manuscrito donde di rienda suelta a las ideas que me abarrotaban la cabeza y de alguna forma aquel primer borrador era una catarsis de multitud de sentimientos que iban desde el miedo a la vida, el dolor ante al traición, el amor mal entendido y el deseo más feroz, mezclado y agitado en una batidora agujereada que perdía un poco de contenido y no terminaba de lograr la mezcla perfecta.
Aquel primer borrador lo revisé después con la directora de la editorial que publicó mi primer libro y que sabiamente me dijo que aún no estaba listo para ver la luz. Entonces, algo triste y desilusionado, lo dejé en barbecho y me dediqué a otros textos, otras metas y otras catarsis. Pero hace unos meses volví a sentir la necesidad de terminar lo empezado y le pedí ayuda a una estupenda amiga, también editora y además novelista premiada. Y junto a ella me senté a trabajar duro y a dedicarle a Temporada de setas el tiempo que le había escamoteado en un principio, donde más allá de como debía contar mi historia se impuso el contarla a cualquier precio. Y la novela tomó la forma adecuada, que es la que un valiente editor vallisoletano que apuesta por los autores locales ha decidido publicar bajo su sello.
Mi querida amiga la exitosa  escritora ovetense Eugenia rico, novelista con una gran andadura en los prados literarios y con un amplio y exquisito bagaje cultural, ha escrito el prólogo de esta mi primera novela. Eugenia, conocedora de mi historia, me envió el prólogo que os voy a dejar aquí en primicia.
He de reconocer que cada vez que lo leo  me emociono.

Desde que leí por primera vez a Juan Pizarro supe que era un verdadero escritor. Un gran escritor. Fui la presidenta de un jurado que descubrió su cuento después de leer miles, y en la entrega de premios le dije:  «tú tienes verdadero talento y el verdadero talento es responsabilidad». Como dice Rilke en las Cartas a un joven poeta, uno debe escribir tan sólo si cualquier otra posibilidad sería un suicidio. Bueno, Rilke lo expresa de otro modo, pero yo prefiero decirlo así. La literatura es ir en contra de una sociedad que nos invita a no pensar, a no detenernos, a seguir adelante, a no vivir nunca porque nunca pensamos en la muerte. A no amar nunca porque confundimos el amor con el placer. Leer y escribir es el oficio de no conformarse nunca, de cuestionarlo todo, de descubrirlo todo de nuevo. Y eso es lo que hace Juan Pizarro en la vida y en la novela. Una persona extraordinaria este Juan al que leí antes de conocer. Un escritor que dará mucho que hablar. Un escritor que hará el mundo mejor escribiendo. 
Eugenia Rico Enero, 2020

Eugenia es una mujer generosa de muy hábil pluma y de una ternura muy especial. Puede que no se haya dado cuenta aún de que con este texto sobre mí y sobre mi novela, ha conseguido lo que años de medicación no han terminado de lograr, ME HA DEVUELTO LA CONFIANZA EN MI MISMO.
Espero que logre estar a la altura de las espectativas generadas.
Esta novela es también un canto a la amistad y un homenaje a mis amigos, que con su hospitalidad, su inmenso cariño, sus vinos, sus bombones y su música, enriquecen el contenido de mi obra.
Prueba de ello es la canción que os dejo a continuación y que es parte de la BSO original  de Temporada de setas  una BSO integrada en un 95% por amigos músicos vallisoletanos.
Tengo además la inmensa fortuna de que todos estos amigos que integran la banda sonora de mi novela, han accedido a tocar durante la presentación de la misma en el LAVA (Laboratorio de las Artes de Valladolid). Os avisaré de la fecha de este evento tan especial.
Que ustedes la disfruten.

miércoles, 22 de enero de 2020

Solo por Miedo

"Una vida más tarde comprenderemos, que la vida perdimos, solo por miedo".
Laertes pensó que cuando lo canta María Salgado, resulta hasta bonito, pero que él no iba a permitir que se le escapase la vida solo por miedo. No. Pasara lo que pasara y le pesara a quien le pesara, iba a vivir todos y cada uno de los minutos que le concediera el destino.
El brazo del tocadiscos levanto la aguja y volvió a su lugar, y el aparato detuvo el giro del vinilo de la cantante toresana. 
Laertes ajustó el revolver en la funda tobillera y solo por precaución guardó en el interior del bolsillo del chaleco un tambor completo de balas del calibre treinta y ocho con la punta hueca. Nunca se sabe lo que puede pasar y aunque iba a ser un trabajo fácil, en ocasiones los hados son caprichosos. 
El plan de acción estaba más que estudiado y en las últimas semanas había aprovechado la afluencia de turistas en busca de sol y playa para recorrer a pie y ataviado con un pantalón corto, una simpática camiseta de Futurama y  chanclas a modo de uniforme de camuflaje, el trayecto desde el apartamento alquilado en el paseo marítimo hasta el chiringuito donde su víctima solía celebrar las entregas de mercancía. Apenas diez minutos entre la multitud y a paso de sufrido comprador en las rebajas lo separaban entre la tranquilidad del hogar vacacional y lo que los detectives de criminalística denominarían como escena del crimen.
El empresario ruso que le había encargado el trabajo había entregado ya diez mil euros en billetes de cincuenta y según lo acordado, una vez que Laertes hubiese eliminado a su competidor colombiano, recibiría treinta mil euros más en billetes sin marcar y de distinto importe.
Marbella se estaba convirtiendo en el patio de recreo de la mafia rusa y no iban a tolerar que colombianos, turcos o chinos les arrebatasen los clientes. Los niños bien que abarrotaban los bares y discotecas en Marbella, Puerto Banús, San Pedro de Alcántara y Estepona se dejaban en copas y farlopa de primerísima calidad el dinero horadamente ganado por sus padres en los bufetes, oficinas bancarias, estudios, clínicas y consultas donde trabajaban duro para ofrecer a sus familias una vida sin estrecheces. En esto se ha convertido el ocio de los cachorros de las clases privilegiadas; en noches de fiesta a todo trapo, whisky y ginebra de a cincuenta euros el cubata y rayas de cocaina sobre el vientre de modelos, compañeras de la facul, o buscavidas de rostro agraciado, pechos  de silicona y glúteos tan firmes como su voluntad de medrar en una vida difícil.
Había elegido la noche del martes porque siempre le habían gustado para actuar, dado que incluso en periodos vacacionales, la gente se cuidaba de alternar en exceso un martes pudiendo maquillar las borracheras los fines de semana o los jueves, los nuevos viernes.
Al llegar  al lugar elegido aguardó unos minutos hasta que vio aproximarse el descapotable del ostentoso y nada disimulado  narcotraficante colombiano y cuando lo estacionó en el parking privado para clientes VIP, se acercó con paso firme y decidido, extrajo el revolver de la funda del tobillo, lo apoyó sobre la rapada sien del objetivo y disparó dos veces.
Misión cumplida. La música house  que vomitaban los altavoces del chiringuito de moda amortiguó el estruendo de las detonaciones. Confirmó que como había previsto antes de ejecutar a su víctima nadie había podido verlo, emprendió una rápida retirada por la trasera del parking y antes de regresar a casa, entró en otro local de moda donde pidió un escocés con mucho hielo y cocacola light en copa de balón. Misión cumplida. 
Seguía viviendo y nunca dejaría de hacerlo solo por miedo. Sonriendo de medio lado como los marrajos de las costas andaluzas, tarareó la canción de María Salgado y se deleitó con el sabor del whisky con nombre de irreductible clan escocés. Una vez hubo apurado el combinado regresó al apartamento y se entregó al placer de la lectura de la última novela de Eugenia Rico. Laertes era un asesino de exquisito paladar y exigente cerebro. Había desarrollado con esmero su gusto por las buenas novelas y su afición por los destilados de malta.

sábado, 18 de enero de 2020

Paciencia

Esta es una virtud que me he visto obligado a desarrollar tras una serie de catastróficas desdichas encadenadas. Y ciertamente resulta muy enriquecedora.
Más allá del deseo y de las necesidades imperiosas que se rigen por el aquí y el ahora, he descubierto que al respirar, meditar, sopesar y darle tiempo a las decisiones todo es mucho más acertado.
Quizá es más difícil trabajar la paciencia cuando los resultados no dependen de uno mismo ni de sus actos, sino de que quien deba hacerlo, reaccione, y se ponga en marcha facilitando el buen devenir de los acontecimientos. O el malo, que a veces por mucha calma que le inyectes a las circunstancias, no se ponen de tu lado.
Llevo más de cinco años escuchando eso de "poquito a poco" y "espera, que lo que tenga que ser, será" y si bien es cierto que son dos consejos más que válidos, cuando eres una persona nerviosa, algo irreflexiva y muy pasional, se convierten en algo odioso.
He aprendido que todo termina llegando, incluso lo bueno, y que por mucho que creas que vas a desesperar o a volverte loco, si encuentras en tu interior el prado donde sentarte a respirar y a deleitarte con la paz, el sosiego crece y se convierte en tu aliado.
Sé que la impaciencia también es un síntoma de falta de madurez y que aunque pretenda justificarla con argumentos a mi favor, está demostrado que no es más certero el tirador más rápido, sino el que dedica unos segundos a elegir el blanco y a centrarlo en el punto de mira.
Vivimos en una sociedad en la que según los expertos en salud mental, el ochenta por ciento de la población adulta deberá recurrir a antidepresivos o ansiolíticos en algún momento de su vida. Donde las crisis del pánico derivado de la ansiedad se han convertido en un mal epidémico del siglo XXI
Y no pretendo dar consejitos a nadie ni hacer de esto un texto de auto ayuda. Me encanta un refrán que dice:"No me dé consejos, gracias, se equivocarme solo".
Hoy he dejado que brotase este texto al sentarme ante el teclado con la sana intención de escribir un relato sobre un asesino que llevado por las prisas, olvidaba el arma del crimen en la escena donde se desarrollaban los acontecimientos. Y una cosa me ha llevado a la otra.
Soy uno de esos escritores denominados "brújula" y hasta hace bien poco y pese a la continua insistencia de amigos, familiares, editores y lectores habituales, no acostumbraba a repasar mis textos. Ni mucho menos a leerlos en voz alta tras escribir el final.
Ahora me doy treguas, y cuando me consigo centrar en una de las miles de ideas que me abarrotan la cabeza insistiendo para que las de forma escrita, respiro y busco tiempo para que al hacerlo, nazca algo que merezca la pena. Puede que lo consiga o puede que no, pero al menos si fracaso en el intento, no será por haberme dejado llevar por las prisas. Lo mismo me sucede al hacer el amor. Las prisas solo me han llevado a cometer errores y a terminar mucho antes de lo deseado, con lo que eso conlleva.
Ahora los asesinos de mis textos matan lentamente, besan con dulzura y follan sin prisas. Aunque al final los terminen pillando y acaben pendiendo de una soga o con el cabello chamuscado en una incómoda silla enchufada a la red. Que se lo hubiesen pensado mejor antes de apretar el gatillo, hundir la hoja o acelerar a fondo. Y sino, siempre podré escribirlos atiborrándose de orfidales o de tranquimacines.

viernes, 10 de enero de 2020

Al cole


Antonio aprovecha que la profesora de dibujo escribe en el encerado, de espaldas a la clase, para mirar la hora en su reloj. Las 11.25. Una terrible angustia se apodera de él y por un instante piensa en diversas opciones para no tener que bajar al patio durante el recreo. Descarta el fingirse enfermo porque eso ya lo ha hecho varias veces este mes y no va a colar. Piensa en esconderse en los baños del pasillo de primero de la ESO, pero el bedel  ha descubierto que hay niños que se encierran allí a fumar y se pasa por los servicios de todas las plantas muy a menudo durante el recreo, buscando jóvenes adictos a tan nociva sustancia.
Ojalá su padre no hubiese ascendido en el trabajo y nunca lo hubiesen destinado a esa ciudad de mierda. Ojalá no hubiese insistido en que le acompañase su familia y no le hubiesen sacado del cole donde tenía a sus amigos de toda la vida y donde era feliz y no le hubiese matriculado en este colegio elitista donde sufría insultos y palizas a diario.
Al llegar a esta ciudad donde hace tanto frio en la calle como en el corazón de sus habitantes, Antonio supo que su vida cambiaría por completo. Echaba de menos su Santander natal, el mar y la gente amable. Allí nadie le había insultado nunca por ser pelirrojo y por tener pecas. Aquí lo llamaban Panocho desde el primer día y los mayores del patio habían cogido la costumbre de arrastrarle hasta una zona recóndita y segura del patio para unirle con rotulador las pecas del rostro como si estuviesen jugando a escapar del laberinto de sus mejillas, buscando la salida.  El primer día que se lo hicieron trató de defenderse y descubrió lo dolorosas que son las patadas en la entrepierna y los puñetazos en el estómago. Además, una de las chicas de segundo de la ESO, le escupió un gargajo enorme que le alcanzó de lleno en el cristal las gafas a la atura del ojo derecho. Al quejarse asqueado, un chico muy grande que siempre estaba con esa niña, le quitó las gafas, las tiró al suelo y las pisoteó delante de todos, diciendo que era la mejor manera de limpiarlas. Al llegar a casa con las gafas destrozadas, dijo que se le habían roto jugando al futbol y su padre lo castigó sin paga esa semana. Para que tuviese más cuidado la próxima vez. Asumió el castigo sin abrir la boca. Él no era un chivato.
Cómo no dijo nada a su tutora ni a ningún profesor, los mayores cogieron por costumbre torturarlo durante el recreo y cada vez que sonaba el timbre, el estómago le daba un vuelco. Era la hora de salir a la arena. De lunes a viernes el patio del colegio se convertía en un especial circo donde lo aguardaban las fieras más terribles.
Ya no sabía qué hacer. Desde luego no iba a delatar a nadie. En Santander aprendió que no hay nada más despreciable que un chivato. Él mismo había sido uno de los alumnos de cuarto de primaria que formó parte de la larga fila de collejas, por la que tuvo que pasar con las manos atadas a la espalda y la cabeza gacha, el compañero que se chivó al director de los nombres de los cuatro chicos que habían robado el balón de reglamento con las firmas de los jugadores del Racing que se guardaba en la sala de trofeos del hall de la entrada principal. A él no le harían uno de esos humillantes pasillos de castigo.
Últimamente le dolía un poco el pito al hacer pis. Tantas patadas y rodillazos comenzaban a dejar secuelas. Pero aguantaría el dolor.
Ha convencido a sus padres para que lo apunten en Kárate y así aprenderá a defenderse y sabrá hacerse respetar. Un día se llevó una navaja al colegio con la intención de esgrimirla ante los acosadores, pero tuvo miedo de cortar a alguien sin querer o de que incluso llegasen a quitársela y se la clavasen a él fingiendo un accidente. No llegó a sacarla del bolsillo trasero del pantalón. En unos meses sabrá dar patadas y puñetazos como los de las películas y todos lo dejarían en paz.
Suena el timbre. La profesora deja la tiza sobre la mesa y les da permiso para abandonar el aula. Todos los compañeros recogen los libros de dibujo, las láminas, los estilógrafos, los compases y los estuches y los guardan en las mochilas mientras hablan y bromean. Antonio recoge en silencio y trata de dar con una solución digna. Entonces se le ilumina la mente. Despliega el compás y finge tropezar y caer sobre él, clavándoselo en el cuello. En aquel accidente fingido, tiene la mala suerte de clavarse la punta en la vena yugular y se produce un enorme desgarro al tirar del compás para quitárselo. La sangre comienza a manar de forma abundante. La chica que se sienta a su lado ha visto todo y empieza a gritar: ¡El Panocho se ha rajado el cuello! Todas las miradas se centran en Antonio y la profesora de dibujo corre a realizarle un vendaje de urgencia con el pañuelo oscuro que siempre luce sobre su bata de trabajo. Entre varios compañeros lo llevan a la enfermería del colegio y le presionan sobre el corte en lo que llega el sanitario que se encontraba en la cafetería del centro. Al llegar y atender a Antonio, lo primero que hace es suturarle la herida con unos cuantos dolorosos puntos realizados sin anestesia. Al quitarle a Antonio la camisa empapada en sangre y ver los diversos moratones que cubren su torso desnudo, el sanitario lo somete a un disimulado interrogatorio sobre aquellas señales, pensando que pueda ser una víctima de la violencia doméstica. Al percatarse de las incongruencias en las repuestas, le pide que se quite los pantalones para revisar el resto de su cuerpo y buscar también con mucha discreción, signos de abusos sexuales. Los enormes cardenales alrededor del escroto y en las caras internas de los muslos, le llevan a llamar a dirección y a pedir que vengan a ver aquello.
Antonio se pone muy nervioso y sufre un ataque de ansiedad ante el cariz que ha tomado la situación. Pero él no es un chivato.
El director y la jefa de estudios observan horrorizados todas esas señales de brutales y persistentes malos tratos y al escuchar las incoherentes justificaciones de las marcas por parte del alumno pelirrojo y ante la imposibilidad de contactar telefónicamente con sus progenitores, consienten en que el sanitario le administre un fuerte ansiolítico y llaman a la policía.
Dos agentes de paisano, de la unidad de violencia de género, aparecen en la enfermería media hora después y se sientan junto a la camilla donde descansa el alumno cubierto por una sábana que retira el director, para mostrar aquel rosario de hematomas y heridas. Antonio llora desconsoladamente. No sabe que hacer. Él no es un chivato. Los policías y el personal del centro asocian aquel llanto desconsolado con la imposibilidad de denunciar a sus padres y el sanitario lo hace de oficio, en base a las pruebas resultantes de su examen.
Uno de los agentes que se personaron allí, informado del nombre y apellidos del alumno y de sus señas, pide por radio que se proceda a tomar declaración a sus padres en comisaría.
—¡No! —grita Antonio al escucharlo—mis padres jamás me pegarían. Ellos me quieren. Mi padre me quiere mucho.
—Claro que sí, bonito—dice uno de los policías—seguro que tu padre te quiere, pero eso que te hace no es la forma de demostrar cariño entre un padre y un hijo. Lo que te hace no está bien. No es culpa tuya y no tienes que avergonzarte de ello.
—Pero…Pero no…—gime Antonio sin saber que decir y algo aturdido por el calmante—. Se están confundiendo ustedes. Mi padre me quiere mucho.
—A ese le voy a querer yo un poco en la sala de interrogatorios—dice en voz baja uno de los agentes al otro, pensando que el niño no puede oírlo. Pero Antonio le ha oído y de forma excepcionalmente ágil y habilidosa, extrae el arma reglamentaria de la funda de la cadera que asoma bajo la chaqueta abierta del agente más cercano y los encañona mientras grita—Mi padre no me ha hecho nada. Como le toquéis un pelo, os mato. Os juro por Dios que os mato.
El director aprovecha que está en el ángulo muerto de Antonio y se abalanza sobre él para quitarle el arma. Al caer sobre el atemorizado y nervioso niño, este se asusta aún más y de forma inconsciente, aprieta el gatillo.
El sanitario no puede hacer nada para salvar la vida del director, alcanzado por una bala de nueve milímetros en pleno corazón.
Los titulares de la prensa no dejaron lugar a dudas: Víctima de acoso sexual en el hogar en pleno ataque de histeria mata por accidente al director de su colegio.