sábado, 18 de enero de 2020

Paciencia

Esta es una virtud que me he visto obligado a desarrollar tras una serie de catastróficas desdichas encadenadas. Y ciertamente resulta muy enriquecedora.
Más allá del deseo y de las necesidades imperiosas que se rigen por el aquí y el ahora, he descubierto que al respirar, meditar, sopesar y darle tiempo a las decisiones todo es mucho más acertado.
Quizá es más difícil trabajar la paciencia cuando los resultados no dependen de uno mismo ni de sus actos, sino de que quien deba hacerlo, reaccione, y se ponga en marcha facilitando el buen devenir de los acontecimientos. O el malo, que a veces por mucha calma que le inyectes a las circunstancias, no se ponen de tu lado.
Llevo más de cinco años escuchando eso de "poquito a poco" y "espera, que lo que tenga que ser, será" y si bien es cierto que son dos consejos más que válidos, cuando eres una persona nerviosa, algo irreflexiva y muy pasional, se convierten en algo odioso.
He aprendido que todo termina llegando, incluso lo bueno, y que por mucho que creas que vas a desesperar o a volverte loco, si encuentras en tu interior el prado donde sentarte a respirar y a deleitarte con la paz, el sosiego crece y se convierte en tu aliado.
Sé que la impaciencia también es un síntoma de falta de madurez y que aunque pretenda justificarla con argumentos a mi favor, está demostrado que no es más certero el tirador más rápido, sino el que dedica unos segundos a elegir el blanco y a centrarlo en el punto de mira.
Vivimos en una sociedad en la que según los expertos en salud mental, el ochenta por ciento de la población adulta deberá recurrir a antidepresivos o ansiolíticos en algún momento de su vida. Donde las crisis del pánico derivado de la ansiedad se han convertido en un mal epidémico del siglo XXI
Y no pretendo dar consejitos a nadie ni hacer de esto un texto de auto ayuda. Me encanta un refrán que dice:"No me dé consejos, gracias, se equivocarme solo".
Hoy he dejado que brotase este texto al sentarme ante el teclado con la sana intención de escribir un relato sobre un asesino que llevado por las prisas, olvidaba el arma del crimen en la escena donde se desarrollaban los acontecimientos. Y una cosa me ha llevado a la otra.
Soy uno de esos escritores denominados "brújula" y hasta hace bien poco y pese a la continua insistencia de amigos, familiares, editores y lectores habituales, no acostumbraba a repasar mis textos. Ni mucho menos a leerlos en voz alta tras escribir el final.
Ahora me doy treguas, y cuando me consigo centrar en una de las miles de ideas que me abarrotan la cabeza insistiendo para que las de forma escrita, respiro y busco tiempo para que al hacerlo, nazca algo que merezca la pena. Puede que lo consiga o puede que no, pero al menos si fracaso en el intento, no será por haberme dejado llevar por las prisas. Lo mismo me sucede al hacer el amor. Las prisas solo me han llevado a cometer errores y a terminar mucho antes de lo deseado, con lo que eso conlleva.
Ahora los asesinos de mis textos matan lentamente, besan con dulzura y follan sin prisas. Aunque al final los terminen pillando y acaben pendiendo de una soga o con el cabello chamuscado en una incómoda silla enchufada a la red. Que se lo hubiesen pensado mejor antes de apretar el gatillo, hundir la hoja o acelerar a fondo. Y sino, siempre podré escribirlos atiborrándose de orfidales o de tranquimacines.

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