Laertes pensó que cuando lo canta María Salgado, resulta hasta bonito, pero que él no iba a permitir que se le escapase la vida solo por miedo. No. Pasara lo que pasara y le pesara a quien le pesara, iba a vivir todos y cada uno de los minutos que le concediera el destino.
El brazo del tocadiscos levanto la aguja y volvió a su lugar, y el aparato detuvo el giro del vinilo de la cantante toresana.
Laertes ajustó el revolver en la funda tobillera y solo por precaución guardó en el interior del bolsillo del chaleco un tambor completo de balas del calibre treinta y ocho con la punta hueca. Nunca se sabe lo que puede pasar y aunque iba a ser un trabajo fácil, en ocasiones los hados son caprichosos.
El plan de acción estaba más que estudiado y en las últimas semanas había aprovechado la afluencia de turistas en busca de sol y playa para recorrer a pie y ataviado con un pantalón corto, una simpática camiseta de Futurama y chanclas a modo de uniforme de camuflaje, el trayecto desde el apartamento alquilado en el paseo marítimo hasta el chiringuito donde su víctima solía celebrar las entregas de mercancía. Apenas diez minutos entre la multitud y a paso de sufrido comprador en las rebajas lo separaban entre la tranquilidad del hogar vacacional y lo que los detectives de criminalística denominarían como escena del crimen.
El empresario ruso que le había encargado el trabajo había entregado ya diez mil euros en billetes de cincuenta y según lo acordado, una vez que Laertes hubiese eliminado a su competidor colombiano, recibiría treinta mil euros más en billetes sin marcar y de distinto importe.
Marbella se estaba convirtiendo en el patio de recreo de la mafia rusa y no iban a tolerar que colombianos, turcos o chinos les arrebatasen los clientes. Los niños bien que abarrotaban los bares y discotecas en Marbella, Puerto Banús, San Pedro de Alcántara y Estepona se dejaban en copas y farlopa de primerísima calidad el dinero horadamente ganado por sus padres en los bufetes, oficinas bancarias, estudios, clínicas y consultas donde trabajaban duro para ofrecer a sus familias una vida sin estrecheces. En esto se ha convertido el ocio de los cachorros de las clases privilegiadas; en noches de fiesta a todo trapo, whisky y ginebra de a cincuenta euros el cubata y rayas de cocaina sobre el vientre de modelos, compañeras de la facul, o buscavidas de rostro agraciado, pechos de silicona y glúteos tan firmes como su voluntad de medrar en una vida difícil.
Había elegido la noche del martes porque siempre le habían gustado para actuar, dado que incluso en periodos vacacionales, la gente se cuidaba de alternar en exceso un martes pudiendo maquillar las borracheras los fines de semana o los jueves, los nuevos viernes.
Al llegar al lugar elegido aguardó unos minutos hasta que vio aproximarse el descapotable del ostentoso y nada disimulado narcotraficante colombiano y cuando lo estacionó en el parking privado para clientes VIP, se acercó con paso firme y decidido, extrajo el revolver de la funda del tobillo, lo apoyó sobre la rapada sien del objetivo y disparó dos veces.
Misión cumplida. La música house que vomitaban los altavoces del chiringuito de moda amortiguó el estruendo de las detonaciones. Confirmó que como había previsto antes de ejecutar a su víctima nadie había podido verlo, emprendió una rápida retirada por la trasera del parking y antes de regresar a casa, entró en otro local de moda donde pidió un escocés con mucho hielo y cocacola light en copa de balón. Misión cumplida.
Seguía viviendo y nunca dejaría de hacerlo solo por miedo. Sonriendo de medio lado como los marrajos de las costas andaluzas, tarareó la canción de María Salgado y se deleitó con el sabor del whisky con nombre de irreductible clan escocés. Una vez hubo apurado el combinado regresó al apartamento y se entregó al placer de la lectura de la última novela de Eugenia Rico. Laertes era un asesino de exquisito paladar y exigente cerebro. Había desarrollado con esmero su gusto por las buenas novelas y su afición por los destilados de malta.
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