sábado, 26 de diciembre de 2020

Noche de paz

 

Estaba claro que esta sería una Navidad muy diferente, pero al fin y al cabo Navidad.

Carmelo aguarda la llegada de sus primos de Cuenca como quien espera una inspección de Hacienda, con esa mezcla de miedo, nervios, esperanza y sentimiento de culpa. Los primos y él nunca se llevaron bien, pero son sus únicos parientes vivos y por imperativo legal no le queda otro remedio que cenar con ellos. El abuelo se empeñó en que se reuniesen cada año en Nochebuena, y así lo hizo constar en su testamento en una cláusula en la que esta era una última voluntad de obligado cumplimiento so pena de que en caso de no cenar juntos en esa fecha en los diez años posteriores a su muerte, sus tres nietos herederos perderían la cuantiosa herencia que les correspondía legítimamente en tres partes exactamente iguales y, toda la fortuna pasaría a manos de una sociedad protectora de gatos de la confianza del finado y designada por el difunto a tal efecto. Desde luego es una vergüenza que en pleno siglo XXI aún haya notarios que consientan semejantes estupideces. Puede que lo hagan únicamente por divertirse y hacer apuestas sobre si los herederos perderán las herencias o no al incumplir las estrambóticas cláusulas de algunos testamentos de los que dan fe.

Las nueve menos cuarto y aún no tiene noticia de los primos. Puede que con un poco de suerte se hayan matado en la carretera. Su primo Fermín lo primero que hizo al conocer la muerte del abuelo fue entregar la entrada del deportivo descapotable con el que pensó que deslumbraría a la mujer de la que se había enamorado hasta las cejas y quien tras un corto coqueteo decidió plantarlo. Todos en la empresa sabían que aquella ambiciosa e interesada advenediza lo largó en el momento en el que el socio del primo Fermín se compró el avión privado, y subió un peldaño más en la escala social de la capital de provincias en la que tenían domiciliada la empresa. Qué bonito es el amor. Sobre todo, cuando lleva detrás muchos ceros.

La prima Olga es una mujer decididamente mala. Lo que viene siendo una mala mujer de esas de las que cantan las coplillas populares. Rabiosamente atractiva y en esa edad tan difícil que son los cuarenta años, Olga había decidido invertir parte de su herencia en retoques de todo tipo para devolver a sus pechos y a sus glúteos la turgencia y la lozanía de veinte años atrás, cuando todos los mozos del entorno se morían por sus huesos y por sus ojazos verdes. Dicen en los mentideros populares que los cirujanos plásticos de Cuenca descorcharon botellas de espumoso al conocer la noticia del fallecimiento del poderoso magnate y del testamento a favor de sus nietos, entre los que se encontraba aquella reina de la noche destronada por los años tras un largo y fructífero reinado.

Carmelo descorcha y decanta el carísimo reserva de la Ribera del Duero con el que piensa agasajar a sus primos. Se sirve una copa y bebe un largo trago delicioso y reponedor. En el buen vino aún encuentra matices de felicidad y de ausencia de problemas. Seguramente la propiedad ansiolítica del vino sea compatible con su deseo de cerrar los ojos, beberse la botella entera y despertar mañana tras haber cumplido con su obligación. Pero las cosas nunca son tan fáciles. En el mismo momento en el que apura la copa suena el telefonillo y al acercarse a la pantalla del portero automático instalado junto a la puerta de entrada, ve a sus primos fingiendo sonrisas ante la cámara. Abre y se resigna, alea jacta est.

Tras los forzados e incómodos besos y abrazos de rigor, Carmelo sirve las copas de sus primos y levanta la suya en un brindis por la memoria del abuelo. Los primos beben y en la boca de Olga descubre una pequeña mueca irónica, casi imperceptible a ojos de quien no sabe reconocer la oscuridad de los corazones en un pequeño gesto fisionómico.

Fermín se acomoda en su puesto y anuncia que tiene hambre y que mejor comenzar la cena tras haber enviado al oficial de la notaria la foto de rigor que servirá de prueba de su obligada reunión. Los torturados comensales tratan de vestir de alegría el rictus de sus rostros ante el selfie y una vez cumplida la primera parte del testimonio, que deberá ratificarse con un vídeo a los postres por los menos noventa minutos después de la primera imagen enviada, se conjuran para hacer de aquel capricho del abuelo algo al menos llevadero.

Carmelo descubre las fuentes colocadas sobre la mesa y deja que sus primos se deleiten con el aroma de los platos encargados al restaurante más caro de la ciudad, donde las estrellas Michelín han conseguido convertir la factura de una cena para tres en algo realmente prohibitivo para un bolsillo de la clase media. Gracias al cielo desde que murió el abuelo esos lujos son simple calderilla para él.

Sirve con esmero el primer plato y una vez a atendido a sus primos se entrega a disfrutar de aquella ensalada de caviar y angulas aliñada con reducción de Moet Chandon y vinagre balsámico de Módena.

 

Olga le felicita por la elección del plato mientras se limpia los recauchutados labios con una servilleta que pasa al instante del blanco inmaculado al rojo pasión extraído de los varios kilos de barra de labios con los que pretende potenciar su atractivo.

La velada es tensa. Fermín y Olga no se llevan precisamente como hermanos, pero ambos parecen haber decidido cerrar filas en contra de Carmelo y si bien no hay más que algún reproche velado y alguna recriminación esporádica, la conversación durante la cena brilla por la frialdad y da el contraste perfecto al calor de los platos elegidos para la ocasión.

Al servir el segundo plato, el anfitrión aprovecha para cambiar las copas. Ha elegido un verdejo de vendimia nocturna de Bodegas Yllera para maridar el rodaballo con patatas asadas y en un alarde de ingenio, horas antes de la cena vertió un incoloro, inodoro e insípido veneno mortal de necesidad en el fondo de las copas para el blanco en las que serviría el vino a sus invitados. Al verlos comer y vaciar una copa tras otra del exquisito caldo, Carmelo respira tranquilo sabedor de que sus primos seguramente ni llegarían a ver amanecer y de que, además, el potente veneno no dejará rastro alguno en las autopsias y nadie podrá relacionarlo con la muerte de sus odiosos primos.

Tras la tradicional sopa de almendra, los turrones y el cascajo, a eso de las doce y media Fermín se levanta y excusa su marcha. Inmediatamente es arropado por su hermana, quien dice que claro, primero tendría que dejarla en su casa y le haría dar un buen rodeo. Carmelo se despide de buen grado mostrándose comprensivo con las circunstancias y emplazándolos a futuras quedadas y a más tardar, a la próxima Noche buena.

Efectivamente Fermín y Olga no llegaron a despertar. La muerte los alcanzó durante el sueño y no llegaron a saber que Laertes, el asesino profesional al que habían pagado una suma considerable, se había ganado el salario al entrar en casa de Carmelo y dispararle una única bala entre ceja y ceja que le causó una muerte inmediata. El disparo fue amortiguado por el silenciador que colocó a su Piettro Beretta de 9 mm y por los petardos que los chavales de la urbanización salían arrojar las noches de fiestas navideñas con el condescendiente beneplácito de su padres. Antes de irse y según lo acordado, se hizo con unos cuantos objetos de valor, con cuanto dinero encontró en casa y con las tarjetas de crédito del difunto, dejando claro a los agentes de homicidios de la Policía Nacional que se ocuparon del caso, que aquel había sido el típico asalto a la vivienda de un millonario.

Esta Noche buena, el abuelo se revolvió en su tumba y la figura del angel custodio que corona el panteón familiar en el cementerio de la villa, se desprendió y se rompió en mil pedazos al estrellarse contra el suelo.


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