Cuando su centuria se instaló en el campamento de Astúrica, el veterano legionario Lucio Galvano no supo que la más dura batalla habría de librarla contra su corazón.
Durante semanas la legión enviada por Cesar Augusto se mantuvo en alerta preparada para avanzar hacía el norte apoyando a la legión que combatía en las guerras contra los cántabros.
Durante las incursiones de reconocimiento y pacificación por las montañas que separaban Astúrica de los verdes valles del norte, Lucio encontró a una mujer muy especial que se desplazaba con parte de su pueblo escapando de las incursiones de los guerreros celtas que venían de más allá del mar. Ella y su pequeña hija, fruto de la unión con un guerrero muerto al despeñarse por un acantilado en la defensa del paso del norte, viajaban buscando un lugar seguro donde instalarse y poder vivir sin necesitar de un hombre que cuidara de ellas.
Lucio se apiadó del cansancio que reflejaba el rostro de la mujer que con una mano tiraba de la cuerda atada al cuello de la mula sobre la que transportaba sus pertenencias, y con la otra sujetaba con fuerza la mano de su hija. La mula no ocultó sus nervios al cruzarse con la partida de reconocimiento a caballo y encabritándose se puso de manos y algunos de los bultos que transportaba cayeron al suelo haciendo detener la marcha a la mujer y a la niña.
Lucio desmontó y se acercó hasta ella para ayudarla a recoger las pieles y los utensilios caídos y ella lo miró durante unos segundos, hizo un gesto de agradecimiento y le dijo algo en su idioma que aunque el romano no pudo comprender pues no hablaba la jerga de esa tribu, si supo interpretar que le estaba dando las gracias y contestó con una sonrisa. Los ojos de aquella hermosa hispana llamaron poderosamente su atención, pues brillaban con una luz muy especial. Era como si esos ojos encerrasen todo el sol de Hispania.
Volvió a verla días después durante una excursión en uno de los permisos del servicio de guardia. La encontró junto a media docena de hispanos instalados en un asentamiento de pescadores cerca del rio que bañaba las tierras de Astúrica. En esta ocasión fue ella quien se acercó a él tras haberlo reconocido y le ofreció agua y una escudilla con algo parecido a un guiso de pescado con vegetales. Lucio aceptó de buen grado y compartió la comida que ella le ofreció con la pequeña que correteaba en torno a su madre. En los ojos del color de sol de la hispana encontró algo de lo que jamás podría olvidarse. Decidió llamarla eterna y gracias a la ayuda de uno de los pescadores del asentamiento que hablaba la lengua del imperio y los sirvió de intérprete, pudo mantener con ella algo parecido a una conversación.
Cupido lo atravesó el corazón de parte a parte con una certera saeta y desde aquel día todos sus permisos los pasaba junto a ella y su hija.
Meses después de su primer encuentro la legión recibió órdenes de emprender la marcha hacia el norte y sabedor de que tardaría en regresar o quizás nunca lo haría, Lucio intentó entregarle las monedas que había guardado de sus estipendios para que Eterna negociase que algunos de los hombres le construyeran una cabaña más grande y segura donde resguardarse, pero ella rechazó su ofrecimiento. Era una mujer tan digna y orgullosa como bonita y especial.
Habían construido un rudimentario lenguaje entre los dos y a base de signos y de algunas palabras en su arcaica lengua y otras en el idioma de los césares, podían comunicarse sin la ayuda de terceras personas.
Ella le hizo saber que podía marchar tranquilo, que sabría cuidar de la niña y de ella misma sin que nadie tuviera que preocuparse por su supervivencia, y que quizás también se marcharan de allí en busca de un lugar mejor donde instalarse. Aquella confesión rompió el alma a Lucio que durante unos segundos consideró muy seriamente la opción de desertar y marcharse con ellas. Había comprendido que su hogar estaría siempre donde estuviera Eterna y poco le importaba que lo encontrasen y le aplicasen el castigo que se imponía a los desertores durante las campañas, la crucifixión.
Eterna leyó en su mirada. Era una mujer terriblemente intuitiva e inteligente, no tardó en interpretar su silencio y su melancólica mirada. Entonces le puso un dedo en los labios, lo acarició el rostro con ternura y lo besó durante unos segundos. Después de separar sus bocas Lucio sabía que la querría el resto de sus vidas y que aunque ahora tuvieran que separarse volverían a encontrarse una y otra vez y volverían a amarse con otros nombres, en diferentes siglos y en distintas tierras.
Y así fue. El destino los permitió cruzarse a lo largo de milenios y en unas ocasiones fueron felices juntos, en otras apenas se regalaron unas noches de pasión, en muy contadas oportunidades pudieron envejecer viendo crecer su amor y en las más dichosas supieron interpretar las señales que les prometían que su amor sería inmortal.
Los dioses bendijeron el amor entre aquellos miembros de distintas creencias, pero de corazones idénticos. Aún hoy en día siguen encontrándose y a veces, al hacer el amor, se descubren entre besos.