sábado, 22 de enero de 2022

A golpe de gladio


 La flecha picta se incrustó en el escudo que logró levantar hasta los ojos pese al dolor de su brazo herido por el corte proferido por  la espada del tatuado guerrero que yacía muerto a sus pies.

Lucio Galvano consiguió evitar una muerte segura de nuevo, pero la batalla aún no había terminado y aunque vio como la caballería al mando del experto decurión que había previsto el ataque se lanzaba al galope sobre la posición desde la que llovían las flechas, su cohorte todavía no había acabado con los pocos guerreros britanos que seguían en pie tras el avance de la décima centuria.

El cielo se rasgó con un nuevo y poderoso trueno y el agua comenzó a caer a raudales limpiando la sangre de su coraza y de la hoja de su gladio. Un último esfuerzo, una nueva carga en formación y las legiones del cesar podrán escribir otra gloriosa página en la historia de Roma.

Lucio no recuerda donde perdió la jabalina. Seguramente la dejase hundida en el pecho de alguno de los primeros pictos que impactaron sobre la formación en tortuga con la que el centurión los ordenó avanzar hasta la cima de la verde colina donde los esperaba el enemigo profiriendo gritos y desafiando lo inevitable. Debían llevar horas peleando y aquellos salvajes todavía se negaban a entender que nadie puede detener el vuelo de las águilas del Cesar. 

Clavó su gladio hasta la empuñadura  en el vientre del guerrero que se lanzó contra él dejando el cuerpo al descubierto al levantar el hacha con ambos brazos, y al extraer la hoja esta salió acompañada de los intestinos del enorme salvaje que trató de cortarle en dos.

Los galos habían sido bravos enemigos, no tanto como los hispanos y ni con mucho tanto como estos britanos belicosos y crueles que no dudaron en decapitar a los emisarios del tribuno que solicitó su rendición. Pero las legiones estaban sometiendo las islas una a una, y los salvajes que habían osado desafiar al destino, esta noche  servirían de alimento a los animales del campo.

En Judea conoció a un curioso rabino que afirmaba que solo Dios podía disponer de la vida de los hombres y que cuando alguien te golpease el rostro, no deberías cortar la mano del agresor. sino ofrecer tu otra mejilla. Estaba claro que aquel extraño judío no sabía que su Dios también se sirve del brazo de los legionarios para ordenar el mundo.

Ya no caían flechas del cielo, tan solo gruesas gotas de gélida lluvia britana. El suelo olía a sangre y a humedad. La caballería regresaba victoriosa tras aplastar a los arqueros y ahora la infantería debería terminar de limpiar la zona y asegurar el triunfo.

Su padre lo enseñó a reservar las fuerzas hasta el último segundo de batalla y a no dar a ningún enemigo por derrotado hasta comprobar que su cuerpo inmóvil tendido en el suelo no podría volver a levantar su brazo contra el Cesar. Uno a uno sus compañeros y él fueron rematando a su paso a los salvajes heridos que yacían en la tierra que defendían y que se habían negado a entregar a Roma para mayor gloria del imperio. 

Los gritos y los lamentos de los heridos se unieron al ruido de los tambores y de las sandalias al marcar el paso.

Roma vincit.

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