Hace tan solo unas semanas comenzó a descifrar los sonidos
que le llegaban desde el exterior y aprendió a interpretar la voz de la mujer
que lo alojaba en el interior de sus entrañas y lo alimentaba a través del
cordón umbilical.
Al principio le encantó escuchar la voz de su madre,pero
todo cambió al oírla explicar a un tal “mi abogado” las condiciones de cesión
del fruto de su vientre de alquiler. Hugo aún no había nacido y ya aprendió lo
triste que puede ser la condición humana y lo desesperado de algunas
situaciones.
Al parecer su madre estaba arruinada o algo así (no entendía
muy bien esa palabra) y había alquilado su vientre a un matrimonio que no podía
concebir de forma natural a sus propios hijos y necesitaban instalar los óvulos
fecundados en el vientre de una mujer para que los gestase. Aquel
descubrimiento lo llevó a patear con fuerza la placenta en señal de protesta
tratando de que su madre se lo pensase mejor y cambiase de decisión, pero no
debió de servir para nada pues escuchó a su madre gritar de alegría cuando
comprobó que se había efectuado un ingreso en su cuenta corriente. Hugo buscó
la forma de que su enfado llegase hasta esa desnaturalizada e interesada mujer
y a fuerza de provocarle antojos de lo más absurdos consiguió que sufriese de
un exceso de acidez que la hacía gritar de dolor y encogerse con las manos
sobre el abultado vientre.
Y llegó el día.
Llevaron a su madre hasta el paritorio de un centro de salud
donde la atendió el personal especializado que se esforzó para que aquel parto
que en un principio parecía normal y luego se fue complicando, no se les fuese
de las manos.
Hugo no quería salir, estaba muy bien allí y no le apetecía
lo más mínimo que lo entregasen a unos desconocidos. Más vale lo malo conocido
que lo bueno por conocer y aunque aquella señora que le había gestado lo
hubiese hecho únicamente por interés económico lo cierto es que le gustaba la
calidez de su voz y esas noches en las que se tumbaba junto a la chimenea del
salón y ponía un disco de jazz tras otro. La música amansa a las fieras y Hugo
se relajaba escuchando aquellos discos y abandonaba su fijación por castigar a
la madre a base de patadas.
El ginecólogo que atendía el parto no podía explicarse
porqué costaba tanto que aquel niño terminase de nacer. Hugo tenía ya la cabeza
fuera, pero se agarraba fuertemente al interior de su madre con las manitas y
hacía palanca con los pies apoyándolos en las paredes de la placenta. Cuando la
enfermera le aproximó el fórceps al doctor Hugo se asustó.
La joven madre no paró de resoplar y jadear durante las
horas que duró el parto y no pudo evitar gritar de dolor en más de una ocasión.
Cuando el doctor acercó aquel aparato quirúrgico al pequeño
Hugo, este decidió dejar de oponer resistencia y entregarse a su destino.
En pocos minutos una enfermera limpió el cuerpecito del
recién nacido y ya libre del cordón umbilical, cortado con precisión por el
ginecólogo que lo trajo al mundo, fue depositado en brazos de la llorosa y
extenuada madre.
Al tener a su hijo junto a ella algo cambió en su interior.
No quería desembarazarse de aquel hermoso chiquitín que la miraba con gesto
contrariado, como si conociese sus intenciones.
Ese niño era especial y algo la llevó a pensar en llamar a
su abogado para que comenzase a realizar los trámites pertinentes, para que no la
separasen de su hijo.
Clavo su mirada en los azules ojos del pequeño y sabiendo en
su corazón que ese niño la entendería le dijo: te quiero.
Hugo sonrió y para sorpresa y asombro de los presentes, le
guiño un ojo a su madre.