lunes, 10 de agosto de 2020

Me enfado y no respiro

 

 Se estaba acercando el momento y el pequeño Hugo aún no tenía claro si quería salir de allí y abandonar el confort de la placenta, aunque fuese de alquiler.

Hace tan solo unas semanas comenzó a descifrar los sonidos que le llegaban desde el exterior y aprendió a interpretar la voz de la mujer que lo alojaba en el interior de sus entrañas y lo alimentaba a través del cordón umbilical.

Al principio le encantó escuchar la voz de su madre,pero todo cambió al oírla explicar a un tal “mi abogado” las condiciones de cesión del fruto de su vientre de alquiler. Hugo aún no había nacido y ya aprendió lo triste que puede ser la condición humana y lo desesperado de algunas situaciones.

Al parecer su madre estaba arruinada o algo así (no entendía muy bien esa palabra) y había alquilado su vientre a un matrimonio que no podía concebir de forma natural a sus propios hijos y necesitaban instalar los óvulos fecundados en el vientre de una mujer para que los gestase. Aquel descubrimiento lo llevó a patear con fuerza la placenta en señal de protesta tratando de que su madre se lo pensase mejor y cambiase de decisión, pero no debió de servir para nada pues escuchó a su madre gritar de alegría cuando comprobó que se había efectuado un ingreso en su cuenta corriente. Hugo buscó la forma de que su enfado llegase hasta esa desnaturalizada e interesada mujer y a fuerza de provocarle antojos de lo más absurdos consiguió que sufriese de un exceso de acidez que la hacía gritar de dolor y encogerse con las manos sobre el abultado vientre.

Y llegó el día.

Llevaron a su madre hasta el paritorio de un centro de salud donde la atendió el personal especializado que se esforzó para que aquel parto que en un principio parecía normal y luego se fue complicando, no se les fuese de las manos.

Hugo no quería salir, estaba muy bien allí y no le apetecía lo más mínimo que lo entregasen a unos desconocidos. Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer y aunque aquella señora que le había gestado lo hubiese hecho únicamente por interés económico lo cierto es que le gustaba la calidez de su voz y esas noches en las que se tumbaba junto a la chimenea del salón y ponía un disco de jazz tras otro. La música amansa a las fieras y Hugo se relajaba escuchando aquellos discos y abandonaba su fijación por castigar a la madre a base de patadas.

El ginecólogo que atendía el parto no podía explicarse porqué costaba tanto que aquel niño terminase de nacer. Hugo tenía ya la cabeza fuera, pero se agarraba fuertemente al interior de su madre con las manitas y hacía palanca con los pies apoyándolos en las paredes de la placenta. Cuando la enfermera le aproximó el fórceps al doctor Hugo se asustó.

La joven madre no paró de resoplar y jadear durante las horas que duró el parto y no pudo evitar gritar de dolor en más de una ocasión.

Cuando el doctor acercó aquel aparato quirúrgico al pequeño Hugo, este decidió dejar de oponer resistencia y entregarse a su destino.

En pocos minutos una enfermera limpió el cuerpecito del recién nacido y ya libre del cordón umbilical, cortado con precisión por el ginecólogo que lo trajo al mundo, fue depositado en brazos de la llorosa y extenuada madre.

Al tener a su hijo junto a ella algo cambió en su interior. No quería desembarazarse de aquel hermoso chiquitín que la miraba con gesto contrariado, como si conociese sus intenciones.

Ese niño era especial y algo la llevó a pensar en llamar a su abogado para que comenzase a realizar los trámites pertinentes, para que no la separasen de su hijo.

Clavo su mirada en los azules ojos del pequeño y sabiendo en su corazón que ese niño la entendería le dijo: te quiero.

Hugo sonrió y para sorpresa y asombro de los presentes, le guiño un ojo a su madre.

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