Antonio aprovecha que la profesora de dibujo escribe
en el encerado, de espaldas a la clase, para mirar la hora en su reloj. Las 11.25.
Una terrible angustia se apodera de él y por un instante piensa en diversas
opciones para no tener que bajar al patio durante el recreo. Descarta el
fingirse enfermo porque eso ya lo ha hecho varias veces este mes y no va a
colar. Piensa en esconderse en los baños del pasillo de tercero de la ESO, pero
el bedel ha descubierto que hay niños
que se encierran allí a fumar y se pasa por los servicios de todas las plantas
muy a menudo durante el recreo, buscando jóvenes adictos a tan nociva sustancia.
Ojalá su padre no hubiese ascendido en el trabajo y
nunca lo hubiesen destinado a esa ciudad de mierda. Ojalá no hubiese insistido
en que le acompañase su familia y no le hubiesen sacado del cole donde tenía a
sus amigos de toda la vida y donde era feliz y no le hubiese matriculado en
este colegio elitista donde sufría insultos y palizas a diario.
Al llegar a esta ciudad donde hace tanto frio en la
calle como en el corazón de sus habitantes, Antonio supo que su vida cambiaría
por completo. Echaba de menos su Cartagena natal, el mar y la gente amable.
Allí nadie le había insultado nunca por ser pelirrojo y por tener pecas. Aquí
lo llamaban Panocho desde el primer día y los mayores del patio habían cogido
la costumbre de arrastrarle hasta una zona recóndita y segura del patio para unirle
con rotulador las pecas del rostro como si estuviesen jugando a escapar del
laberinto de sus mejillas, buscando la salida.
El primer día que se lo hicieron trató de defenderse y descubrió lo
dolorosas que son las patadas en la entrepierna y los puñetazos en el estómago.
Además, una de las chicas de segundo de la ESO, le escupió un gargajo enorme
que le alcanzó de lleno en el cristal las gafas a la atura del ojo derecho. Al
quejarse asqueado, un chico enorme que siempre estaba con esa niña, le quitó
las gafas, las tiró al suelo y las pisoteó delante de todos, diciendo que era
la mejor manera de limpiarlas. Al llegar a casa con las gafas destrozadas, dijo
que se le habían roto jugando al futbol y su padre lo castigó sin paga esa semana.
Para que tuviese más cuidado la próxima vez. Asumió el castigo sin abrir la
boca. Él no era un chivato.
Cómo no dijo nada a su tutora ni a ningún profesor,
los mayores cogieron por costumbre torturarlo durante el recreo y cada vez que
sonaba el timbre, el estómago le daba un vuelco. Era la hora de salir a la
arena. De lunes a viernes el patio del colegio se convertía en un especial circo
donde lo aguardaban las fieras más terribles.
Ya no sabía qué hacer. Desde luego no iba a delatar a
nadie. En Cartagena aprendió que no hay nada más despreciable que un chivato.
Él mismo había sido uno de los alumnos de cuarto de primaria que formó parte de
la larga fila de collejas, por la que tuvo que pasar con las manos atadas a la
espalda y la cabeza gacha, el compañero que se chivó al director de los nombres
de los cuatro chicos que habían robado el balón de reglamento con las firmas de
los jugadores del Carta que se
guardaba en la sala de trofeos del hall de la entrada principal. A él no le
harían uno de esos humillantes pasillos de castigo.
Últimamente le dolía un poco el pito al hacer pis. Tantas
patadas y rodillazos comenzaban a dejar secuelas. Pero aguantaría el dolor.
Ha convencido a sus padres para que lo apunten en
Kárate y así aprenderá a defenderse y sabrá hacerse respetar. Un día se llevó
una navaja al colegio con la intención de esgrimirla ante los acosadores, pero
tuvo miedo de cortar a alguien sin querer o de que incluso llegasen a
quitársela y se la clavasen a él fingiendo un accidente. No llegó a sacarla del
bolsillo trasero del pantalón. En unos meses sabrá dar patadas y puñetazos como
los de las películas y todos lo dejarían en paz.
Suena el timbre. La profesora deja la tiza sobre la
mesa y les da permiso para abandonar el aula. Todos los compañeros recogen los
libros de dibujo, las láminas, los estilógrafos, los compases y los estuches y
los guardan en las mochilas mientras hablan y bromean. Antonio recoge en
silencio y trata de dar con una solución digna. Entonces se le ilumina la
mente. Despliega el compás y finge tropezar y caer sobre él, clavándoselo en el
cuello. En aquel accidente fingido, tiene la mala suerte de clavarse la punta
en la vena yugular y se produce un enorme desgarro al tirar del compás para
quitárselo. La sangre comienza a manar de forma abundante. La chica que se
sienta a su lado ha visto todo y empieza a gritar: ¡El Panocho se ha rajado el
cuello! Todas las miradas se centran en Antonio y la profesora de dibujo corre
a realizarle un vendaje de urgencia con el pañuelo oscuro que siempre luce
sobre su bata de trabajo. Entre varios compañeros lo llevan a la enfermería del
colegio y le presionan sobre el corte en lo que llega el sanitario que se
encontraba en la cafetería del centro. Al llegar y atender a Antonio, lo primero
que hace es suturarle la herida con unos cuantos dolorosos puntos realizados
sin anestesia. Al quitarle a Antonio la camisa empapada en sangre y ver los
diversos moratones que cubren su torso desnudo, el sanitario lo somete a un
disimulado interrogatorio sobre aquellas señales, pensando que pueda ser una
víctima de la violencia doméstica. Al percatarse de las incongruencias en las
repuestas, le pide que se quite los pantalones para revisar el resto de su
cuerpo y buscar también con mucha discreción, signos de abusos sexuales. Los
enormes cardenales alrededor del escroto y en las caras internas de los muslos,
le llevan a llamar a dirección y a pedir que vengan a ver aquello.
Antonio se pone muy nervioso y sufre un ataque de
ansiedad ante el cariz que ha tomado la situación. Pero él no es un chivato.
El director y la jefa de estudios observan horrorizados
todas esas señales de brutales y persistentes malos tratos y al escuchar las
incoherentes justificaciones de las marcas por parte del alumno pelirrojo y
ante la imposibilidad de contactar telefónicamente con sus progenitores,
consienten en que el sanitario le administre un fuerte ansiolítico y llaman a
la policía.
Dos agentes de paisano, de la unidad de violencia de
género, aparecen en la enfermería media hora después y se sientan junto a la
camilla donde descansa el alumno cubierto por una sábana que retira el
director, para mostrar aquel rosario de hematomas y heridas. Antonio llora
desconsoladamente. No sabe que hacer. Él no es un chivato. Los policías y el
personal del centro asocian aquel llanto desconsolado con la imposibilidad de denunciar
a sus padres y el sanitario lo hace de oficio, en base a las pruebas resultantes
de su examen.
Uno de los agentes que se personaron allí, informado
del nombre y apellidos del alumno y de sus señas, pide por radio que se proceda
a tomar declaración a sus padres en comisaría.
—¡No! —grita Antonio al escucharlo—mis padres jamás me
pegarían. Ellos me quieren. Mi padre me quiere mucho.
—Claro que sí, bonito—dice uno de los policías—seguro
que tu padre te quiere, pero eso que te hace no es la forma de demostrar cariño
entre un padre y un hijo. Lo que te hace no está bien. No es culpa tuya y no
tienes que avergonzarte de ello.
—Pero…Pero no…—gime Antonio sin saber que decir y algo
aturdido por el calmante—. Se están confundiendo ustedes. Mi padre me quiere
mucho.
—A ese le voy a querer yo un poco en la sala de
interrogatorios—dice en voz baja uno de los agentes al otro, pensando que el niño
no puede oírlo. Pero Antonio le ha oído y de forma excepcionalmente ágil y
habilidosa, extrae el arma reglamentaria de la funda de la cadera que asoma
bajo su chaqueta abierta del agente más cercano y los encañona mientras
grita—Mi padre no me ha hecho nada. Como le toquéis un pelo, os mato. Os juro
por Dios que os mato.
El director aprovecha que está en el ángulo muerto de
Antonio y se abalanza sobre él para quitarle el arma. Al caer sobre el atemorizado
y nervioso niño, este se asusta aún más y de forma inconsciente, aprieta el
gatillo.
El sanitario no puede hacer nada para salvar la vida
del director, alcanzado por una bala de nueve milímetros en pleno corazón.
Los titulares de la prensa no dejaron lugar a dudas: Víctima
de acoso sexual en el hogar en pleno ataque de histeria mata por accidente al
director de su colegio.