viernes, 25 de junio de 2021

Una mala elección


 Laertes apuró la última copa de un único y largo trago mientras trataba de imaginar de qué manera terminará aquella única noche de asueto y excesos, que se había concedido tras varios meses inmerso en un trabajo particularmente peligroso completado con excelentes resultados.

No suele salir de copas. Él acostumbra a disfrutar de los mejores vinos y los más selectos whiskies de malta en la intimidad de su hogar, o en la del hogar de la mujer que hubiera accedido a compartir aventura, descanso, caricias y lecho con el peculiar asesino de bigote bicolor. Pero esta noche aparcó sus prejuicios en el parking junto al escarabajo descapotable y se fue dando un paseo hasta el chiringuito más animado del  paseo marítimo de la población costera donde decidió retirarse unas semanas, y quitarse de en medio para evitar problemas y encuentros innecesarios con quien no debería volver a cruzarse sin tener un arma a mano.

La noche no se había dado mal del todo, una deliciosa morena de no más de treinta años entró a su juego de seducción y, tras sostenerle la mirada durante más de diez segundos, la espectacular y seductora mujer tomó aquello como una invitación a acercarse y tras menos de diez minutos de animada y muy irónica conversación sobre la magia del destino, se aliaron para vaciar juntos una botella del mejor escocés que servían en el garito.

Al terminar la botella, ambos se concedieron un tácito salvoconducto para dejarse llevar por la pasión y, aprovechando la semioscuridad de la esquina de la barra donde se habían acomodado para entregarse al maravilloso destilado, los besos y las caricias más íntimas se adueñaron de la situación. Tras unos sugerentes y muy cálidos minutos como muestra de a donde podía llegar la noche si se decidían a compartirla, la morena de curvas espectaculares le dijo muy seria 

—Te advierto que al despertar por las mañanas doy bastante miedo al hombre con el que he compartido cama.

Laertes sonrió y pensó en cómo había terminado con su último objetivo, a quien literalmente arrancó los ojos para entregárselos al capo napolitano que había exigido que le presentase tan asquerosa y sanguinolenta muestra de que se había ganado los dos millones de euros que ingresó en la cuenta corriente del asesino vallisoletano. A veces él también daba miedo, y no precisamente por despertarse despeinado o con ojeras o el maquillaje corrido.

—Bueno –insiste ella al ver que su ligue sonríe y calla–luego no digas que no te avisé.

En poco más de cuarto de hora, los amantes se entregan al frenesí del sexo desesperado y reponedor en la enorme cama de  la habitación de hotel donde Laertes se registró con documentación falsa y pagando en efectivo un mes con pensión completa para evitar tener que preocuparse de comidas o cenas.

La ropa ceñida con la que aquella diosa del placer resaltaba sus atributos yacía diseminada a lo largo de la habitación y Laertes apenas tuvo tiempo de deshacerse de su Pietro Beretta de 9mm y ocultarla bajo la cama mientras ella se abalanzaba sobre su miembro.

No hubo centímetro de piel que no se  repasaran  con la lengua el uno al otro y entre gemidos y jadeos, dieron rienda suelta a los deseos más secretos sin imponer tabúes de ningún tipo. 

Después de cuatro orgasmos Laertes cayo completamente rendido, pero más que satisfecho. El sueño lo atrapó al minuto de terminar el cigarrillo con el que disfrutó del humo de la victoria, y que ella le retiro de la comisura de los labios para apagarlo en el cenicero de la mesilla de noche. Tras darle un beso en los labios, la escultural belleza de rasgos andaluces le deseo al extenuado galán unos dulces sueños. 

Algo hizo que Laertes despertase de improvisto y lo que vio le hizo jurar no volver a beber y no volver a ignorar las advertencias de una mujer bonita. 

En efecto y como su entregada compañera de cama le había prevenido, al despertar daba bastante miedo. No era una frase hecha. Mientras Laertes buscaba la pistola bajo la cama, ella gateó por el techo en dirección al atemorizado asesino a sueldo.

—Mucho me temo que a esto no te has enfrentado nunca, humanito ridículo –dijo la criatura del infierno con voz de ultratumba y sin siquiera despegar los labios–mi jefe me ha pedido que te agradezca las almas que le has ido enviando desde que te decidiste a ejercer como asesino, y las que le enviaste durante tu tiempo de soldado de élite. En cualquier caso –añadió con tomo lujurioso–creo que anoche supe agradecerte bien tu desinteresada colaboración.

Por primera vez en su vida a Laertes le temblaba el pulso, pero supo hacer de tripas corazón, contener el pánico y enfilar con el alza y el punto de mira la frente que apenas unas horas antes había besado con pasión y apretó el gatillo. El techo se lleno de sangre, de sesos y de restos de hueso, pero la mujer siguió avanzando hacía él.

—No no no...así no vamos a ninguna parte. Creo que has sido un niño muy malo–rio el íncubo antes de alcanzar a su víctima y dejarse caer sobre ella.

El otrora despiadado asesino pensó en como podría acabar con esa criatura del averno, y cuando el demonio cayó sobre él, lo inmovilizó sujetándolo con una mano por el cuello y con la otra se arrancó la medalla del angel custodió que lo pusieron al nacer y que siempre había llevado en torno a su garganta, y se la incrustó en el enorme agujero que la bala de 9mm le había realizado en el cráneo. Al recibir el regalito, el íncubo comenzó a chillar como un gorrino durante la matanza y desapareció entre una nube de humo con olor a azufre. Al final esto de ser católico (pensó Laertes) iba a ser más útil de lo que pensaba.

La medallita de su ángel apareció como por arte de magia sobre las sábanas y ni en el techo, ni en la cama ni en ningún otro lugar quedo resto alguno de la demoniaca presencia.

Laertes se pegó una ducha de agua fría, pidió un café con leche largo de  café al servicio de habitaciones y buscó en internet los horarios de misa de la iglesia más cercana.

Camino de la iglesia donde se reafirmaría en su fe, pediría confesión y rezaría a su ángel de la guarda, decidió no volver a follar con ninguna mujer a la que no hubiese introducido en la bebida un pequeño trocito de hostia consagrada, de las que pensaba robar al término de la misa. Sería su particular burundanga. Por unos segundos se había llegado a plantear incluso dejar de matar y dejar de follar, pero lo descartó en el acto. Al fin y al cabo somos lo que somos y el que nace lechón muere cochino y renace más lechón que nunca.

   


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