domingo, 13 de junio de 2021

Al margen de la ley


 Mientras aprieta las bridas en torno a las muñecas y los tobillos de su víctima, Laertes se felicita por haber tomado la decisión acertada al haber optado por realizar el trabajo a primera hora de la mañana y no haberlo demorado. De haber llegado cinco minutos más tarde seguramente la policía encontraría dos cadáveres en lugar de uno.

Se aseguró de que el hombre no pudiera moverse y haciendo caso omiso de las súplicas de este, apenas comprensibles al haberle sellado los labios con cinta adhesiva, sacó la afilada navaja automática que siempre llevaba en el interior de la bota izquierda y le realizó un primer corte longitudinal en el antebrazo derecho. Sangraría, pero no sería más que el principio. Y quería que sufriera por lo menos la mitad de lo que estaba sufriendo su cliente.

Antes de seguir con el festival de la venganza que le aportaría una cifra considerable a su cuenta corriente, Laertes tomó en brazos el cuerpo del niño de once años que yacía inconsciente en el suelo del garaje y lo traslado cuidadosamente al asiento trasero de su coche, donde lo acomodó asegurándose de que no sufriera el menor peligro durante el trayecto hasta el centro de salud más cercano, en cuyo parking lo abandonaría para avisar de inmediato a la policía indicando donde podrían encontrarlo. Una vez se cercioró de que el pequeño seguía respirando, aunque inconsciente por los efectos de la considerable dosis de Lexatín que le había administrado su padre, el rubio asesino de bigote bicolor se preparó para realizar un trabajo impecable.

Su cliente contactó con él tras haber agotado todas las vías legales. La policía llevaba tres semanas buscando a su ex marido y al hijo de ambos y pese a que realmente se habían tomado muchas molestias, no habían conseguido dar con ellos. A Laertes tan solo le costó unas horas, un cuerpo de mujer abandonado en el fondo del Pisuerga y un incremento en el precio final por su trabajo.

La noche anterior esperó a que la nueva novia de su víctima saliera de la oficina de comunicación donde trabajaba, la siguió hasta el chalé donde residía y tras acceder al interior a través de una ventana mal cerrada, no tardó ni diez minutos en conseguir la información que buscaba. Un disparo en el muslo izquierdo de la mujer y la promesa de vaciarle el cargador en el abdomen fueron más que suficientes para que la explosiva morena de pechos operados y exceso de toxina botulínica en los labios cantase como la Callas. Al parecer su nuevo ligue le había ofrecido una vida de lujo en las playas de la  República Dominicana si lo ayudaba a vengarse de su mujer, a desaparecer del país sin dejar rastro y si le ayudaba a ocultar los más de doce millones de euros que había obtenido como pago del rescate del ficticio secuestro del niño.  Laertes a cambio le regaló una muerte rápida efectuando un único disparo en la nuca de aquella mujer que había sentido simpatía por el diablo.

Lo cierto es que el hijo de puta que iba a morir desangrado mientras él se fumaba un pitillo y se tomaba un guisqui disfrutando del show, era de todo menos idiota. Se lo había montado lo suficientemente bien para que su ex mujer, la policía, los medios de comunicación y la opinión pública, creyesen la historia del secuestro del futuro heredero de una de las mayores fortunas de España. Se las ingenió para que no hubiera duda de que una banda internacional especializada en cometer secuestros a lo largo de todo el planeta se había hecho con el niño poco después de que como cada quince días, el secretario de su madre lo hubiese recogido de casa del exmarido y amantísimo padre y lo hubiera llevado a su clase de equitación de los domingos. El pequeño nunca llegó a montar el tordo semental árabe que le regaló su abuelo materno por su undécimo cumpleaños.

Como el hombre silenciado con cinta adhesiva que se desangraba poco a poco en el garaje había planeado, desoyendo las indicaciones de los cuerpos de seguridad del estado y de todos los expertos implicados en este caso, el abuelo ocultó la llamada recibida en su teléfono móvil personal y accedió al pago del rescate con la única condición de que le devolvieran a su nieto sin un solo rasguño. Debía haber matizado su petición. El cuerpo del niño no presentaría el menor rasguño. La fuerte dosis  de ansiolíticos con el que lo sedaría haría que la muerte por asfixia lo encontrase dormido y cuando la policía hallara el cuerpo que sería abandonado en un punto estratégico, discreto a la par que frecuentado por deportistas y gente de vida sana, la autopsia demostraría que no sufrió lo más mínimo. Y su venganza se habría completado. Su hijo no llamaría papá al nuevo marido de su caprichosa, mimada e  infiel ex mujer.

Pero no contaba con que al igual que el abuelo de la criatura, su ex había decidido actuar al margen de la ley y al tener suficiente dinero en efectivo como para comprar almas y voluntades a placer, dio con el número del mejor asesino que el dinero pudiese comprar y tras una conversación de dos minutos escasos, cerró el trato.

Al regresar junto al asustado y dolorido canalla que iba a matar a su propio hijo para infligir el mayor daño posible a su ex mujer, Laertes le realizó un preciso corte en cada muñeca, provocando una abundante hemorragia, sacó la pequeña petaca con escocés de doce años que guardaba en el bolsillo interior de su chaqueta y le dio un largo trago que le calentó el gaznate y el alma y le ayudó a disfrutar del espectáculo. Pero él no es un sádico, sino un profesional, y aunque le encantaría ver como su víctima se desesperaba y lloraba de angustia y dolor, optó por ir bajando el telón y apagando las luces del escenario. Se encendió un pitillo con su mechero de gasolina y fumó con placer y relax, sabedor de que al terminarlo todo estaría consumado. El último corte efectuado en la garganta de su víctima con precisión cirujana, era mortal de necesidad y la fuerte hemorragia, sumada a las anteriores, ayudó a que el telón cayese en menos de tres minutos poniendo al público en pie y cosechando aplausos y grandes ovaciones.

Horas después, al recibir el aviso desde un teléfono público, la policía encontró al pequeño en el lugar indicado y tras realizarle un lavado de estómago y el tratamiento médico adecuado, su familia pudo llevárselo a casa donde crecería sano y feliz. Y a salvo de todo peligro.

Un par de días más tarde, el inspector del grupo de homicidios de la Policía Nacional, Iván Pinacho, comenzó a cotejar informes sobre los cadáveres que lo esperaban en la  sala del anatómico forense. Algo despertó su instinto y lo preparó para volver a enfrentarse a lo que sospechaba podría tratarse de un nuevo trabajo de cierto asesino con el que guardaba una extraña relación y muchas similitudes.

Desde luego con tanto secuestro, crimen y violencia en su ciudad, lo aguardaba una verdadera temporada de mierda.


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