No busco musas, nunca lo he hecho. He cometido muchos errores, demasiados, pero jamás he necesitado perseguir fuentes de inspiración para mis textos o mis poemas. La vida me ha enseñado que todo arde si le aplicas la chispa adecuada y que es una tontería escupir el exceso de alcohol sobre las llamas de un fuego que arde o sobre las ascuas o los rescoldos de aquel que ardió con intensidad en el pasado , pero que nunca conseguirá apagarse.
Mi problema ( o puede que más bien no sea un problema, sino la solución a muchos de ellos o mi forma de afrontarlos), es que acostumbro a escribir mojando la pluma en el tintero de mis emociones y de mi realidad cotidiana. Y he concedido gustoso el acceso a mi vida a musas, ángeles, valquirias, presencias recurrentes y mujeres que han sido un regalo, una bendición o por el contrario, la maldición más cruel o el peor de los castigos. Y he llenado páginas con el recuerdo de sus besos, la sinceridad de sus abrazos, el ritmo de sus caderas al hacerme el amor y el inmenso dolor que me produjeron sus uñas arrancándome el alma a jirones, y sus colmillos hincándose en lo más profundo de mi corazón y saciando su sed con los litros de sentimientos que bombea ese músculo lleno de remiendos y de parches, pero que pese a todo, aún resiste.
No he necesitado buscar quien me inspirase lo más hermoso ni lo más desagradable, porque para mi suerte y al tiempo mi desgracia, a los quince años descubrí que había nacido para sentir, para amar y para sufrir, y como un cordero en pascua me entregué a ello solícito y deseoso de ofrecer un buen sacrificio.
Cada vez que me adormecieron el inconsciente con caricias y con guiños de ojos y pestañeos logrando subirme al altar donde me abrirían el pecho para ofrecer mi aún latente víscera sanguinolenta a los dioses, me entregué por completo a la catarsis literaria y dependiendo de lo que se buscase conseguir con aquel sangriento, dulce y en ocasiones placentero ritual, alcancé plasmar en negro sobre blanco las frases más hermosas, las palabras más acertadas y las metáforas más sinceras. Y con ellas di forma a los versos más reales y a las páginas más completas y sorprendentes de esta tragicomedia que es mi vida.
Todas y cada una de las mujeres que han pasado por mi existencia, que me han permitido beber de sus labios, que me han acariciado la mejilla y me han revuelto el cabello clavando sus pupilas en mis azules pupilas, han sido adorables sacerdotisas del templo del amor o demoniacas guardianas de las puertas del más tenebroso de los infiernos. Y todas ellas me han inspirado una y otra vez y han alimentado esta creatividad necesitada de pasiones donde se gestan mis obras. Al llegar y al quedarse unas, y al despedirse para marcharse tan lejos como desee que se fueran otras, y en algunas ocasiones, al regresar a mi aquellas que volvieron tras haber escuchado el destino mis plegarias, todas, absolutamente todas, han dado sentido a mi vida y me han ayudado a crecer. Y a no perder la esperanza, ni la ilusión. Porque a pesar de todo sigo creyendo en el amor.
No necesito buscar la inspiración en esas deidades hijas de Zeus nacidas para alimentar las artes. El propio Dios se esmeró en facilitarme el camino para que aún tropezando en ocasiones, llegase allí donde he querido llegar. Y el camino es sinuoso y muchas veces duro, pero la compañía puede llegar a hacer que parezca una alfombra roja extendida para que la recorra descalzo, y puede también confundirte y desviarte hacía el túnel más oscuro y el precipicio más alto.
En cualquier caso y aunque no siempre sea fácil, buscaré alcanzar mi destino y escribir con letras de oro el final de este libro que es vivir.
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