jueves, 20 de mayo de 2021

Rodeado de libros




 La razón es muy peligrosa, aunque te ayude a entender las cosas y te explique claramente que nada pasa porque sí, sino porque tiene que pasar.

Agarrado a la razón exploras el devenir de los acontecimientos, identificas los errores y los triunfos y aprendes a asumir que cada acto tiene una consecuencia y que, al no poder viajar en el tiempo, rebobinar, o dar marcha atrás, el reconocer los fallos cometidos ayer, te servirá al menos para aprender de ellos, intentar corregirlos y si es posible y hay verdadero acto de contrición y propósito de enmienda, no volver a repetirlos.

Identificar con acierto los errores sea quizás la mejor de las formas de aprender de ellos y sobre todo de conocer las razones que te han llevado a cometerlos  y el porqué de cada motivo que te hizo errar. 

Supongo que todo esto es parte del asfalto que se pisa en el camino hacía la felicidad, ese asfalto pegajoso y negro que supuestamente nos facilitará el viaje, aunque harto y extenuado de poner un pie detrás de otro, a veces solo quieras buscar una sombra y detenerte a descansar. 

Errare humanum est y dejar de errar es la parte recta del sendero, aunque es fácil perderse o desviarse si no se pone la suficiente atención a las señales que nos indican las curvas peligrosas que nos llevan hasta él, las zonas de moral mal iluminada e incluso el peligro de desprendimiento emocional, de animales sueltos que están deseando devorarte y el de un paso a nivel sin barrera donde puedes resultar atropellado por las circunstancias más absurdas. 

Y cada vez que cometes un error, recibes el justo castigo existencial, a veces más leve, a veces más severo, pero siempre doloroso. El destino es un maestro muy exigente y no duda en corregir a los alumnos descarriados o poco aplicados. Aunque intentes aprender de los errores y te esfuerces en no volver a repetirlos, sabes que vas a sufrir al no haber hecho lo correcto. Y más allá de pagar con sangre, con miserias, con pérdidas o con abandonos, el menor de los sufrimientos es esa pena que te devora por dentro, que se te aloja en el interior del pecho y del cerebro, y que no se irá por mucho que quieras que se vaya, que te deje, que desaparezca. La tristeza duele porque cuando le abres la puerta tiende a pasar y a ponerse cómoda y es jodidamente difícil conseguir que se retire. Hay diversas formas de combatirla y de enfrentarla manteniendo la dignidad, pero todas ellas suponen esfuerzo, sacrificio, desgaste, lágrimas y noches sin dormir. Todas, incluso hacer uso de la razón para ponerle fin a su estancia y pedirle amable, pero seriamente que se vaya. Y mientras ves que se dispone a marcharse, aún te dolerá el alma y seguirás teniendo ganas de llorar, sin saber porqué.

Entonces hay que agarrarse a los restos de coraje que aún conserves y utilizar las últimas reservas de fuerza y honor, y plantarle cara a la vida decidido a superar cada escollo, a calentarte las manos en la hoguera del reproche y a pelear sin tregua hasta que consigas derribar al adversario o por lo menos que suene la campana y te permitan retirarte a tu rincón.

Estoy triste, sí. Pero estoy triste porque quiero ser feliz y cuanto más lo intento más difícil parece conseguirlo y más sé que me va a costar hacerlo. Y esta tristeza nace de haber utilizado la razón, de haber reconocido mis limitaciones y mi recurrente falta de acierto, y de haberme regalado momentos de bajón, de excesiva introspección y de luto.

Ahora toca pedirle a esta desagradable ocupa vestida de gris que se vaya por donde ha venido, que deje sitio a todo lo bueno que está por venir, a todo lo que quiero en mi vida  y a todo lo que voy a conseguir, porque cada dolor me hace más fuerte y cada error más sabio, cada castigo más libre, cada recompensa más inteligente y cada abrazo de uno de esos ángeles con los que los hados permiten que te cruces, más seguro de mi mismo.

Y siempre, siempre tendré la literatura como medicina, como tratamiento y como terapia y siempre, siempre, podré realizar la necesaria catarsis a través de los textos que brotan sin contención y que me permiten dejar salir todo lo que mana por dentro aumentando el caudal de los sentimientos hasta que peligra la presa que los contiene, y que de no abrir estas ocasionales esclusas terminaría por reventar, destruyéndolo todo.

Una vez más tengo muy claro que la literatura salva vidas y una vez más le agradezco a mis padres el haberme educado rodeado de libros, de lapiceros y de folios en blanco.


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