Porque pedir perdón es algo que siempre debe ser sincero. No sirve de otra forma. No limpia de otra forma.
Hay que entender que pedir perdón, cuando nace del deseo real de ser perdonado, es algo que tiene que haberse alimentado del arrepentimiento y del propósito de enmienda. Sino no tiene sentido.
Y no vale que te perdonen porque sí, por no quemar más naves, por no hacer más grande esa bola de nieve que comenzó a rodar ladera abajo con la primera metedura de pata, y que fue creciendo en su camino al arrastrar multitud de errores. El perdón tiene que derretir el hielo, tiene que disolver la nieve, tiene que conseguir que se convierta en el agua que riegue los buenos propósitos y haga brotar ese nuevo ser desinfectado de confusiones, de daño y de corruptas buenas intenciones.
Porque sí. Porque a veces las mejores intenciones se corrompen sin darnos cuenta y ese germen, que pudre lo que creías un hermoso regalo para las personas que quieres, se alimenta de los fallos que cometes al dejarte llevar por la ilusión y al no detenerte a pensar las consecuencias del presente ya podrido.
Y duele.
Duele mucho reflexionar y comprender que te has vuelto a equivocar. Que no querías hacer daño, pero lo has vuelto a hacer. Que tu cariño hacia aquellos que quieres se distorsionó y se transformó en otro motivo más para continuar en el bucle de la disculpa.
Y estás ya cansado de vivir excusándote sin aprender de los errores. Estás agotado de saber que tensas tanto la cuerda que en cualquier momento se terminará rompiendo. Y no quieres que se rompa.
Así que una vez más y deseando abrasarte con ese fuego en el pecho que cauterizará la herida, agacharás la cabeza arrepentido, enterrarás las escusas en el jardín y tratando de que no te tiemble la voz, volverás a pedir perdón.