sábado, 11 de abril de 2020

Calma

Laertes decide aprovechar el confinamiento.
En el pasado él ya vivió confinado en una prisión birmana durante exactamente dos años y un día. Aquello si que fue realmente duro. Uno de sus primeros trabajos terminó reventándole en la cara y cuando el juez birmano golpeó con su mazo al dictar sentencia, el golpe no solo se escuchó en toda la sala. Retumbó fuerte en el interior de su pecho. Aunque al haber fallecido el único testigo del crimen, solo pudieron condenarlo por tenencia ilícita de armas y asociación criminal, se juró a si mismo que nunca volvería a cometer un error y que en caso de cometerlo, no se dejaría atrapar con vida.
Pero ha llovido mucho desde entonces y el atrevimiento y las prisas propias de los primeros trabajos dejaron paso a la reflexión, a la prudencia y a un meticuloso diseño de los detalles de cada plan.
En aquella sucia celda de dos metros cuadrados que debía compartir con un eunuco malayo al que enseñó modales a golpes  diez minutos después de que el carcelero cerrase la puerta tras él, aprendió a optimizar el tiempo, a no volverse loco, a mantener la forma física y a charlar con sus demonios.
Por eso ahora este obligado confinamiento en su chalé de una urbanización casi desconocida, poco habitada  y muy alejada del  núcleo urbano, le resulta más un periodo vacacional que otra cosa. Tiene la despensa bien aprovisionada, tabaco de sobra, jardín y ganas de que el caos en el que se encuentra la práctica totalidad del planeta sea el estímulo que necesita para ajustar cuentas y terminar de una vez por todas con un par de cabos sueltos del pasado que aunque no pueden perjudicarlo ya de ninguna forma, está deseando ejecutar, más que nada, por darse el gusto y quitarse la espinita.
Quédate en casa, le dicen a todas horas y por todos los medios, y él no será quien desobedezca a la OMS.
Cada tarde a las ocho en punto sale al jardín puntualmente a aplaudir a los sanitarios y a los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado. Al margen de su trabajo, Laertes cumple estrictamente con las normas exigidas para vivir en sociedad y es un ciudadano ejemplar y modélico. Hasta que se demuestre lo contrario.
En estos días de confinamiento la gente ha decidido permitir que afloren todos los buenos sentimientos frenados por la vorágine de una vida moderna que no concede apenas tiempo para pensar en uno mismo. Como para pensar en los demás. Ahora todos se echan de menos, todos se mandan wasaps, abrazos virtuales y libres de contagios, canciones, vídeos de niños que quieren salir a la calle y  planean reencuentros maravillosos, Pero él no. Él tiene muy claro a quien quiere abrazar. Y a quien quiere matar,
Laertes ha aprendido a vivir sin acelerarse. Ya pasó por ello, ya aprendió que si no frenas tú, te frenará la vida de la forma que sea; con un infarto, un accidente, una crisis de ansiedad en el mejor de los casos o una espantosa enfermedad degenerativa en el peor. A él ya lo frenaron con un certero disparo con agujero de entrada en el pectoral izquierdo y agujero de salida por la espalda que rozó peligrosamente su médula espinal y que de haberla alcanzado, lo hubiese dejado tetraplégico de por vida. Tras varias operaciones en la intimidad de una clínica privada regentada por una familia de la camorra napolitana y una larga y costosa recuperación en un hotel de Capri perteneciente a los mismos mafiosos, Laertes puede decir que volvió a nacer.
Ahora, que sabe mantener el pie lejos del acelerador vital y que disfruta de la soledad, del tiempo y de todo lo que una mente cultivada puede sacar de él cuando sobra; pasa los días leyendo, haciendo ejercicio en el gimnasio que se instaló en la habitación junto al garaje y diseñando los dos asesinatos por los que cobrará en una moneda que no cotiza en bolsa pero vale más al cambio que el bitcoin: tranquilidad de espíritu. En realidad no los considera asesinatos, sino la demorada ejecución de la sentencia de dos condenados a muerte por el tribunal existencial, al haber cometido unos delitos tan graves que ni el mejor abogado celestial podría conseguir su absolución.
Tiene a los dos objetivos perfectamente localizados desde que ya hace unos años comenzó a controlar todos sus movimientos. Sabe donde viven, donde trabajan, lo que acostumbran a comer, cuando follan y si alguno de ellos ha fingido el orgasmo o no. Ella suele fingir...siempre fue una embustera. Él sin embargo se corre a gusto sabedor de que ese coño que lo aloja dos o tres veces por semana no le pertenece y, cada vez que alcanza el zenit, sigue felicitándose por haber sido capaz de robárselo a su dueño original como tantas otras cosas que le quitó, entre ellas la inocencia.
Las circunstancias se lo han puesto muy fácil, quizás demasiado. 
Lunes 13 de abril, diez en punto de la noche. Laertes escoge una Walther P8 con silenciador, comprueba que el cargador está completo de munición de 9 mm con la punta hueca y elije un DNI falso cuyo nombre es idéntico al que figura en un carné sanitario donde consta su especialidad como médico neumólogo. En caso de que algún control rutinario lo haga parar para comprobar si se está moviendo justificadamente, no tendrá ningún problema.
Conduce hasta el barrio obrero de Valladolid donde los objetivos han fijado su residencia. Una vez aparca el coche lo más cerca del portal donde va a realizar el trabajo que por primera vez más que trabajo es ocio, se coloca una mascarilla FPP2 y unos guantes de cirujano y sonriendo, se prepara emocionalmente para ello. Va a disfrutar y no quiere que el placer lo confunda y le lleve a cometer algún error. 
Hace falta que no se abandone a la emoción del momento. Calma. Mucha calma.
Con suma facilidad fuerza la puerta de acceso al edificio. Sube los dos pisos por las escaleras y al llegar a la puerta de un piso pequeño, barato y sin encanto alguno, tarda aproximadamente cinco segundos en abrir la cerradura sin hacer el menor ruido. 
Los encuentra cenando en la cocina. En ese momento ella se está llevando a la boca el tenedor con algo parecido a tortilla francesa, pero no tiene tiempo para saborearlo. El silenciador de la automática ahoga el estruendo de las dos detonaciones que la destrozan el rostro. Una bala entra por la boca rompiéndole los dientes y saliendo por la nuca, la otra le atraviesa el ojo izquierdo esparciendo por la pared azulejada sangre, huesos y trocitos de cerebro.
Con él se deleita un poquito, pero lo justo para no dejarse llevar en exceso. De un culatazo le rompe la boca impidiéndole gritar y haciéndole caer al suelo de rodillas con las manos tratando de detener la hemorragia y sollozando sin poder llorar como le gustaría. Le apoya el cañón en la frente y antes de apretar el gatillo se levanta la mascarilla con la mano izquierda para que pueda saber de donde vienen los tiros(nunca mejor dicho). La víctima lo mira con sorpresa y podría decirse que con incredulidad. Está claro que no puede creerlo capaz de aquello. Y no le falta razón. El Laertes del pasado, aquel al que habían destrozado la vida, hubiera sido incapaz de esto. Pero la vida da muchas vueltas y si no te agarras bien, sales volando en una curva. O el destino se coloca a tu lado y te dispara a través de la ventanilla.
Una hora después, Laertes termina de darse una ducha reponedora. Se tumba en la cama desnudo y feliz, pone la canción de Drexler "Todo se transforma" en el estéreo del dormitorio y enciende un pitillo con su mechero de gasolina. Plácido como un bebé, piensa: Hay  que ver,nada tan agradecido como el acostarse feliz, satisfecho y con el deber cumplido.



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