Relato inspirado por la obra homónima de la artista bogotana afincada en Valladolid, Sandra Gamboa.
Laertes lleva más de dos horas tumbado en el sofá del salón de casa sin hacer el menor ruido, pensando en cómo solucionaría su problema con Germán, el abusón de primero de BUP, que se había empeñado en amargarles la vida a él y a sus amigos cuando salen al recreo en el patio del colegio.
Todo comenzó un par de semanas antes, cuando al volver a clase tras las vacaciones de navidad, Germán le echó el ojo al balón nuevo de su amigo Rafa, "el Topillo" (los compañeros de séptimo C lo llaman así dada la tremenda miopía que sufre y que le obliga a llevar gafas desde quinto) un Tango del Madrid firmado por Raul y por Iker Casillas que le trajeron los Reyes por mediación del padre de Rafa, que es periodista deportivo en El Norte de Castilla. Germán, al que los niños del cole llaman Conan por su tamaño y su fuerza, se encaprichó del balón y trató de llevárselo ignorando las súplicas del Topillo, pero tuvo que desistir cuando este se lo dijo al hermano Josué, el jesuita que controla el patio durante los recreos. El hermano Josué amenazó a Germán con expulsarlo del cole tres días y con llamar a sus padres si no devolvía el balón y se disculpaba con Rafael. Germán accedió de malos modos a devolver el esférico objeto del deseo, pero se negó a estrechar la mano de Rafael en un intento por hacer las paces. Cuando el hermano Josué no miraba, Conan le dijo a Rafael que lo esperaría a la salida, y le explicaría como funcionan las cosas en la calle y, aquel día Marcos y Laertes acompañaron a Rafael hasta casa saliendo por la puerta pequeña que da a la plaza grande donde está el colegio de chicas con las que los mayores han iniciado un fructífero acercamiento.
Desde aquella funesta mañana los tres son objeto de todo tipo de insultos, desprecios y empujones por parte del abusón y sus amigos, y también desde aquella funesta mañana, Rafael no ha vuelto a llevar al colegio el balón más chulo con el que Laertes ha jugado nunca. Aunque bien es cierto que su interés por el futbol es mínimo, comparado con otros deportes como el Karate, al que lo apuntaron sus padres en el gimnasio de al lado de casa y que lleva practicando ya tres años los lunes miércoles y viernes de siete a nueve. Laertes es cinturón marrón y ha ganado unas cuantas medallas en Kumite. Se le da bastante bien y los maestros del gimnasio dicen que es una promesa del Karate vallisoletano.
Lo de hoy ha sido la gota que ha colmado el vaso, Germán les ha cogido el balón a unos niños de sexto y le ha pegado un balonazo tremendo a Rafael en toda la cara. El golpe ha sido tal, que las gafas del Topillo han salido volando y cuando estaban en el suelo uno de los amigos de Conan ha fingido no darse cuenta, y las ha pisado rompiendo los dos cristales. Ante la denuncia de los compañeros de Rafael, el hermano Josué ha aplicado el derecho a la presunción de inocencia y de nada le han servido las acusaciones y testimonios de los presentes, pues un Germán nada sobreactuado y reamente creíble, se ha metido por completo en su papel encarnando a un desolado compañero de juegos que al despejar un balón que se dirigía con peligro a al área pequeña ha alcanzado al niño de las gafas en toda la cara. Solo le ha faltado llorar al explicar al jesuita que él no tiene la culpa de pegarle tan fuerte al balón y de que el gafotas se haya cruzado en su trayectoria. Y en cuanto a lo de las gafas había sido algo normal, pues ya había sonado el timbre y los chicos del patio corrían a formar filas junto a la puerta del patio y, en el caos, el compañero no pudo evitar pisar unas gafas que no deberían estar en el suelo.
Cuando el hermano Josué ha disuelto el corro de acusados y acusadores y se ha marchado a controlar la vuelta a las clases, Germán se ha girado y con una impresionante sangre fría y una mirada demoníaca le ha dicho a Rafael: "Te jodes, llorica. Y esto es solo el principio. Tus colegas y tú vais a suplicar que os cambien de cole".
Pero Laertes no va a consentirlo. Va a conseguir que expulsen definitivamente a Germán, que Rafael vuelva a traer el balón del Madrid y que por supuesto no les pase absolutamente nada ni a él ni a sus amigos.
Al principio había pensado en esperar a Germán en el pasillo pequeño de los baños y darle una lección al abusón, sin ruidos innecesarios, sin testigos y sin piedad, pero descartó la idea ante la posibilidad de que algún niño con urgencias fisiológicas pudiera presenciar la acción y diera parte de ello. Tras mucho cavilar, Laertes llegó a la conclusión de que él no sería la mano ejecutora. Si su plan salía bien, el hermano Josué se ocuparía de expulsar a Germán y para ello trazó un plan tan simple como efectivo.
Por medio de un amigo en primero de BUP se había hecho con el horario de la clase del abusón y aprovecharía que mañana a primera hora este tenía Educación física para colarse en el vestuario y hacerse con uno de sus libros de texto de la mochila. Los alumnos del cole tienen la obligación de llevar los libros con el nombre y apellidos escritos en mayúsculas en la primera página para evitar pérdidas y sustracciones y al estar German y su clase en el gimnasio, no habría testigos del hurto. Una vez se hiciera con el libro se dirigiría con rapidez a la capilla para robar el Cáliz del sagrario y profanarlo orinando dentro y dejándolo después junto a la puerta de la capilla, en la que escribiría imitando la letra de Germán, "me meo en Dios". Luego abandonaría el libro robado a Conan en el suelo junto a las escaleras de acceso a la pequeña capilla donde se oficiaba misa todos los martes.
Si todo salía bien, los jesuitas aplicarían al malévolo alumno como mínimo un severo correctivo físico y lo expulsarían del centro, tras abrirle expediente disciplinario.
Laertes escuchó a su madre llamarlo para ir a merendar y tras contestar que iría enseguida, que se había despistado porque estaba relajado en su mundo pensando en sus cosas, se levantó y sonriendo de medio lado acudió a recoger su bocadillo de Nocilla.
A la mañana siguiente y mientras entregaba a su tutor el justificante falso en el que se lo excusaba de la ausencia a primera hora por haber tendido que ir a hacerse análisis, escuchó los bofetones que el hermano Josué le pegaba a Conan tratando de conseguir una confesión ante el terrible sacrilegio y la abominable afrenta a Dios padre, confesión que no sería necesaria, pues habían encontrado el libro con su nombre y desde luego esa forma de escribir la D mayúscula como la de su apellido, Dámaso, era inconfundible.
De nada le sirvieron a Conan los llantos y las protestas, jamás volvió al colegio y Laertes escuchó al año siguiente en el patio a uno de los amigos del expulsado contar que no lo admitieron en ningún otro colegio privado de Valladolid, y que tras pasar unos meses en un instituto de los más problemáticos de la ciudad, comenzó a meterse en líos con gente peligrosa y acababa de ingresar en el Zambrana, el correccional para menores, que es la antesala de la cárcel.
Desde entonces cada vez que Laertes se tumba a relajarse en su mundo, el mal tiembla.