Además de enseñarme lo que un padre suele enseñar a su hijo, como nadar y montar en bicicleta, me enseñaste cosas tan fundamentales en la vida como la importancia de la palabra empeñada, el respeto como piedra angular de todas las relaciones e incluso y sobre todo, de la relación con mi propio yo. Me enseñaste la razón de la dignidad y de no renunciar a los principios que deberían conducir mi camino. A cuidar a los amigos y a ayudarlos cuando fuese necesario, a anteponer a lo superfluo la importancia de la sangre, y a estar justo donde y cuando mi familia requiriese, pues la familia es mucho más que compartir un apellido.
Y si hay algo que te agradeceré eternamente es el haberme descubierto la belleza en las páginas de un libro. El haberme orientado en las primeras lecturas y el haber hecho de la literatura uno de los bienes que enriquecen cada día mi existencia.
Fuiste paciente y generoso, misericordioso con mis muchos fallos y errores, comprensivo ante mi ignorante rebeldía juvenil y enormemente inspirador cuando decidí al fin ser un hombre y comportarme como tal. Tu legado habita en mi y si algún día llego a ser digno de ti y de los valores que trataste de inculcarme, habré triunfado en la vida y habré merecido el regalo de ser tu hijo,
Me descubriste al bardo inmortal y me guiaste a través de sus obras. Me regalaste la certeza de que todo está en los libros y heredé de ti la habilidad para escribir mis propias preguntas a través de unas páginas donde al vaciarme en negro sobre blanco, puedo encontrar las respuestas que se ocultan en mi ego.
En muchas ocasiones me recordaste los consejos de Polonio a Laertes, atemporales, acertados y beneficiosos para desenvolverme con seguridad en este océano infestado de escualos. Laertes se ha convertido en algo parecido al alter ego de mi madurez y en el seudónimo con el que firmo mis obras.
Junto a ti interioricé que no somos más que polvo y cenizas y que volveremos a vernos, pero aún no. Aún no.
Fuerza y honor. Tu recuerdo vive en mi. Gracias por todo, papá.
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