Iván decidió
que este año realizaría el ritual de purificación que los pueblos celtas nos
habían legado y acumuló en el jardín del chalé maderas y cartones para hacer
una gran hoguera donde quemar todo aquello que no quería en su vida.
Llegó el
solsticio de verano y supo que aquella noche definitivamente cambiaría su existencia.
De blanco
impoluto y con el rubio cabello recogido en una coleta, se situó junto a las
llamas para arrojar al fuego el papel donde escribió lo que quería que desapareciese
para siempre. Entonces le embargó una terrible angustia. Podría llenar cientos
de folios con todo lo que detestaba de su vida y apenas le quedaban tinta en el
bolígrafo ni ganas de vivir.
Resignado y asustado
al cerciorarse de que eran las doce en punto, tomo aire, apretó los nudillos,
sonrió irónicamente y saltó. Por fin todo cambiaría por completo.
Cuando los
bomberos alertados por los vecinos al ver las llamas en el jardín, echaron
abajo la puerta del chalé adosado, encontraron el cuerpo de Iván carbonizado en
el interior de la hoguera.
Mientras
retiraban el cadáver comenzó a llover. La tormenta había llegado demasiado
tarde, como todo en su vida.