lunes, 20 de septiembre de 2021

Vehemente


 Debería aprender a controlar mi vehemencia a la hora de expresarme. Y de sentir.

Tengo muchos, muchos defectos, pero nadie podrá acusarme jamás de falta de sinceridad, ni de tibieza. Para mi desgracia es esta forma tan mía de decir las cosas lo que me convierte unas veces en un bicho raro, otras en un patoso, y en alguna ocasión en un redicho.

De alguna manera el haber pasado por lo que he tenido que pasar, que recibe el nombre de ECM (en la Wikipedia podéis encontrar una definición muy interesante de lo que simbolizan estas siglas) me ha llevado a despojarme del filtro que la sociedad pide que coloquemos para hablar de aquello que nace de dentro, ese filtro que nos lleva a autocensurarnos para no destacar entre la masa, para no demostrar que a veces se puede dar forma real y casi tangible a un sentimiento en negro sobre blanco, y que a veces las palabras son la herramienta perfecta para traducir suspiros, lágrimas e incluso esos besos que no te atreves a dar.  Y el haber comprobado cuan doloroso puede llegar a ser a dejarse algo en el tintero ha hecho que apenas me mida a la hora de hablar con esas personas que despiertan en mi los sentimientos más hermosos. Que le voy a hacer, la vida se construye a base de experiencias y esas experiencias te marcan y te definen como persona, forjan tu carácter y te llevan a querer compartir con los demás las emociones que supuestamente deberían ser para consumo propio y privado. Pues lo siento, pero no soy capaz de esconderlo, me niego a esconderlo. Una vez un primo carnal al que quiero mucho y con el que he compartido muchos y muy buenos momentos, me acusó de exhibicionismo emocional. Y no le faltó razón. 

Para terminar de rizar el rizo debo confesar, aunque alguno no se lo crea, que soy un hombre bastante tímido. A la hora de enfrentarme a un teclado no hay timidez que valga, y soy capaz de desnudarme por completo y darle la vuelta a mi alma, pero otra cosa bien distinta es mantener mi discurso reflejándome en los ojos de aquella persona para la que he escrito las más bellas palabras, las más acertadas metáforas y los más pasionales textos. Entonces debo encomendarme a todos mis dioses y realizar un verdadero acto de valor y vencer el miedo al ridículo o a quedar como un estúpido. Y aunque pueda parecer presuntuoso por mi parte, soy un tipo tan valiente como sincero. Pero en muchas ocasiones esto no es ni de lejos un punto a mi favor porque pueden suceder dos cosas, que la persona que me escucha se asuste ante tanta vehemencia y se cubra con la coraza del rechazo o  levante el muro de la prudencia, o que simplemente me considere un talentoso escritor con un particular dominio de la lengua. Puede que entonces me vea como una suerte de vendedor ambulante o de mercachifle, que trata de embaucarla esgrimiendo los recursos que ha adquirido con los años en las carreteras de la vida, y prefiera obviar todos las palabras que me nacen del alma, y que sé que únicamente existen con el fin de describirla a ella y de transcribir la belleza de lo que me inspira. En cualquiera de estos dos supuestos debo tomar mi capa y mi sombrero y tratar de mantener la dignidad mientras intentando no hacerme daño acierta a pronunciar las palabras oportunas para mantenerme a una prudente distancia. 

Aquel que piense que esto de tener la habilidad suficiente para saber expresar mi admiración por una persona es una ventaja a la hora de practicar el arte de la seducción, está más que equivocado. Si bien es cierto que para tontear y tratar de conseguir darle rienda suelta a los instintos más carnales, es en verdad un arma muy útil (sobre todo cuando no destacas por tu metro noventa de puro músculo y unos rasgos de modelo de pasarela), pero cuando encuentras a una persona tan especial que es capaz de inspirarte aquello que incluso llega a asombrarte, es un baldón. Es casi podría decirse que hasta una burla del destino; ese destino que te permite sentir algo capaz de hacerte experimentar cosas indescriptibles, pero que te priva de la recompensa de disfrutarlas. 

En cualquier caso por mucho que me atraviese de parte a parte con la aguja y no existan dedales para el corazón, no voy a renunciar nunca a hilvanar las palabras para tejer las frases con las que vestir mis emociones. Supongo que como la vida es aprendizaje, terminaré aprendiendo. Mientras, seguiré leyendo esos poemas y esos textos que otros bichos raros escribieron para entre otras cosas demostrarle al mundo que esto que sufro no lo he descubierto yo, y que no es absoluto una enfermedad.

De todas formas al igual que los cantantes que más admiro, si me lo propongo y me esfuerzo un poco, sé manejar distintos registros y cuando es necesario, puedo llegar a expresarme como el más chungo nini poligonero, el tronista más hortera, el perfecto imitador de Chiquito de la calzada (el más grande) o de Torrente, el brazo tonto de la ley.  Y no se me caerán los anillos ( los sellos de oro propios del disfraz) ni necesitaré tirar de diccionario choni-castellano, castellano-choni. Si Cervantes levantara la cabeza me retaría a un duelo junto a la tapia del cementerio, pero estoy convencido de que se reiría y me invitaría a una jarra de vino  cuando le explicase que debo taponar mi incontinencia oral o camuflarla de vulgaridad, para no alejar de mi a quien no quisiera que desapareciera de mi vida.

Laertes es tan hábil con su Pietro Beretta de 9 mm como con las frases con las que despide a sus víctimas o conquista a las mujeres que, una tras otra, terminan rompiéndole el corazón.


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