viernes, 3 de septiembre de 2021

De ciencias


 Siempre se había vanagloriado de ser un hombre de letras con tendencia al humanismo y de tener habilidades y cierta destreza en distintas artes. Se consideraba, lo consideraban, una persona inteligente y con altas capacidades, pero en su fuero interno él supo siempre que en parte, aquella imagen de hombre ilustrado que transmitía a los demás, era un fraude y que simplemente en el país de los ciegos el tuerto es el rey.

Si bien es cierto que era un tipo muy leído y con una cultura extensa, cada vez que salía la matemática, la física o la química en una conversación, trataba de disimular su falta de conocimientos y de derivar la charla hacía otros derroteros en los que poder embaucar a los contertulios con la palabra acertada, la anécdota oportuna y la cita apropiada.

De alguna manera su poco disimulado desprecio a las ciencias se alimentaba de la falta de seguridad y de la total ausencia de un bagaje intelectual específico en ellas que lo hubiera ayudado a alcanzar ese lugar que llevaba años reclamando por el derecho que se atribuía al saber distinguir entre  la pedantería y la estupidez y al poder afirmar con rotundidad que un pedante no es más que un tonto instruido.

Hasta que la conoció y sintió como se derrumbaban los cimientos que sostenían el palacio de sus aspiraciones.

La cortejó enamorado y deslumbrado por ser una mujer que transmitía seguridad e inteligencia cada vez que abría la boca.  Desplegó todos sus recursos de seducción para atraerla hacia él y, no dudo en escribir y regalarle cientos de páginas en las que construyó un mundo ideal en el que ambos eran capaces de ser felices juntos, pese a la diferencia de las fuentes de conocimiento en las que habían bebido con ansia los dos.

Nunca le ocultó la distancia existente entre aquellas doctrinas a las que se habían entregado y jamás pretendió ni supo disimular ante ella ni ofrecerle el personaje público que había sido capaz de diseñar para ocupar un puesto en la sociedad reservado solo a unos pocos.

Cuando la policía encontró su cuerpo rígido y frío con un único disparo en la sien y caído sobre la mesa de trabajo donde había gestado sus mejores obras, en el escritorio del ordenador encendido pudieron leer un archivo que llevaba por nombre  Sediento de ti y en el que probablemente estuviese trabajando cuando decidió rendirse a la evidencia de la dolorosa asíntota de unos labios que creía nunca llegaría a besar.

El subinspector de la Policía Nacional que leyó en voz alta lo escrito, no pudo evitar sonreír con cierta lástima al realizar la lectura de un texto que le parecía prometer algo más que interesante de no haberse quedado a medias.

"Ciertamente me gustaría dominar las ciencias porque hay analogías y metáforas preciosas que me darían mucho juego a la hora de escribir.

Me gustaría conocer la explicación científica de por qué se atraen los polos opuestos. Por qué el corazón puede funcionar de forma opuesta al cerebro y por qué siempre se nos presenta más delicioso aquello que nunca podremos probar. Por qué se nos antoja la luna como el lugar más romántico si no hay posibilidad de vida en ella y cómo es posible que alguien con quien no has disfrutado nunca del placer  se convierta en el placer más deseado. Podrías ayudarme a entenderlo, tu, que eres de ciencias. Y de paso facilitarme la fórmula de la felicidad. Por favor, enséñame a sonreír con los ojos y a disfrutar de cada momento feliz que me regale el destino. Y ya puestos...dame las coordenadas del lugar exacto donde pueda encontrar la respuesta a todas las preguntas que me torturan al cerrar los ojos e intentar dormir."

Los agentes de la científica ratificaron la teoría de los policías del grupo de homicidios, y al ordenar el levantamiento del cadaver, el juez de guardia firmó el suicidio como causa de la muerte. Lo que nunca descubrieron es que no se suicidó, lo asesinaron su curiosidad y su extremadamente sensible personalidad, al saber que aquel hombre había decidido enfrentarse a la humanidad al revelarse contra su condición humana. Y eso no lo podían consentir.

Allá en lo alto del cielo, el destino borró otro nombre en la pizarra de estrellas repleta de tachones, apagando el brillo de un prometedor asteroide.


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