Y un año más hemos optado por pasar una tarde de creatividad, amistad y pasión literaria en torno a una mesa y compartiendo un vino.
Mis amigos, los escritores y poetas laureados, Esperanza Gonzalez del Val y Gustavo Gonzalez Gallego, se acercaron a Villa Gatete ciudad de vacaciones y un verano más nos sentamos a escribir como medio de diversión, de expresión y como principio vital.
Una vez más jugamos con elementos externos para inspirar los textos. En esta ocasión nos reunimos un martes 13 de agosto y cada uno extrajimos al azar una carta del juego Dixit. La fecha y los dibujos de las cartas fueron más que suficiente para que naciesen estos textos. Marcamos 30 minutos como máximo de tiempo y una extensión no superior a un folio por ambas caras.
Espero que os gusten. Mis amigos son muy buenos.
MARTES Y TRECE (Esperanza G. D V.)
Mi
padre tenía muchas teorías: sobre la vida, sobre el clima, sobre la política...
Era un hombre anodino y necesitaba teorías, chistera y bastón para distinguirse
del resto de los mortales. Que las teorías tuviesen un mínimo de lógica y
coherencia no era necesario. Lo que resultaba imprescindible es que fuesen
extravagantes y, a ser posible, que contasen con elementos paranormales. Por
eso recogía gatos de la calle y les plantaba en plena noche frente a una bola
de cristal rellena de agua, en la que nadaba un pequeño pez mecánico. Su
reacción le daba la clave del futuro a través de movimientos y maullidos. Así, con la ayuda de un gato de
color naranja, muy bonito y un poco asustado, determinó aquel martes trece de
agosto que debía protegerme del frío del invierno aislándome en un molinillo de
café. Ni corto ni perezoso, tomó mis medidas, compró todo lo necesario y su
puso a construir en el jardín aquella especie de caseta de perro con manivela.
La decoró para hacerla más acogedora, según su criterio, y el 21 de diciembre,
tras la primera nevada del año, me encerró allí “por mi bien”. Le pedí que no
lo hiciese pero se limitó a tirar notas musicales en el suelo, seguramente
obedeciendo a otra de sus disparatadas teorías, y se marchó sin decirme adiós.
Subió muy digno las escaleras con su exquisita elegancia y con la satisfacción
del deber cumplido. Yo le miraba con
tristeza desde la ventana de mi nuevo hogar, sabiendo que mi amor por él se
había evaporado para siempre.
MARTES
Y TRECE II (Esperanza G. DV.)
La
ciudad de los huevos me parecía agobiante. Llena de mentiras y normas
disfrazadas de libertad. Nosotros no lo conocimos, pero cuentan los ancianos
que antes había esquinas donde vendían sus cuerpos las mujeres y callejones
donde se besaban los enamorados. Todo eso sucedía cuando las cosas eran lo que
parecían y los vecinos se saludaban en las escaleras. Mucho antes de la
sociedad perfecta. Yo trataba de adaptarme por supervivencia pura. Los
elementos discordantes, como llamaban a los inadaptados, eran “inexistenciados”
y borrados de la memoria. Así que “con toda libertad”, evitaba mirar al cielo,
salir fuera de horas, comer macarrones con tomate y todo aquello que hubiese
sido catalogado como conducta deshechable. Pero un día sentí el amor prohibido
con la fuerza de la naturaleza salvaje abriéndose paso en el asfalto. Su mirada
suave y valiente, su sonrisa fresca, su melena suelta, a pesar de la ley del
moño… Planeamos nuestra huida para aquel lejano martes trece, desoyendo las
antiguas supersticiones a las que nadie hacía caso. Nos iríamos juntos a buscar
un lugar en el que amarnos y ser
felices. Ahora sé que no se puede escapar. Nos detuvieron, nos separaron y nos
encerraron. He perdido la cuenta de los años que han pasado. No he vuelto a
salir de esta celda y sé que aquí moriré, sin más aliciente que descubrir los
dibujos que hay en la pared bajo la triste pintura gris, sentir los rayos de
sol que entran entre las rejas de mi ventana y soñar con el aroma de mi amada.
Y con su voz, que escucho nítida cuando cierro los ojos, diciendo: “Este amor
nos va a llevar lejos...”
M-13 (Gustavo G G)
Trece
centésimas de segundo he tardado en descargar en mi memoria trece mil años de
historia. «Introducción a la Humanología: costumbres y tradiciones» es
un título poco sugerente, demasiado académico, por eso supongo que nadie se ha
descargado desde hace siglos estos cuatro micras cúbicas de biblostenio.
En
trece centésimas de segundo he aprendido que el planeta donde habitamos desde
hace siete millones de años, debe su nombre a uno de los miles de dioses a los
que los humanos rindieron culto a lo largo de su historia.
Es
increíble que una especie capaz de crear a nuestros ancestros con solo una
docena de aleaciones y un par de conceptos primitivos sobre electrónica,
pudieran someterse a los caprichos de seres a los que jamás pudo ver. Incluso
eran capaces de luchar entre sí en nombre de esos seres. Los humanos se
comportaban con ellos como mascotas, como esos animales inferiores que no
tenían otra función que la de acompañar al humano a cambio de alojamiento y lo
que denominaban «comida», al parecer, algo vital para la supervivencia de todas
las especies de su planeta. Definitivamente, los humanos cometían barbaridades
para simplemente sobrevivir. La vida en su planeta debía ser espeluznante.
Quizá
algún día pruebe esa experiencia. Quizá me enfunde eso que llamaban «ropa» y
viaje de incógnito a su planeta. Quizá me encuentre con uno de esos a los que
llamaban músicos y componga un aria que cuente mis viajes por su mundo. Me
sentiría como uno de esos dioses a los que adoraban.
—¡Atención!
Todos los M-13 que se hayan descargado alguno de los nanochips
prohibidos, acudan al Centro de Reciclaje de Memoria. Repito. Todos los M-13
que se hayan descargado alguno de…
El
mensaje, emitido desde el Centro de Mando Planetario, se repitió durante horas
resonando en los cerebros electrónicos de todos los androides de Marte, pero logré
huir y ya me encuentro a cuatrocientos millones de kilómetros de allí, buscando
en este planeta cubierto de cenizas algún músico superviviente que quiera
componer un aria para mí a cambio de una nueva religión.
ERASE UNA VEZ (Gustavo G.G)
«Érase
una vez en una ciudad cualquiera» no es el comienzo más original para esta novela, pero los que me conocen saben
que la mía no ha sido una vida al uso, por lo que me tomaré esta licencia.
Ni
estudié una buena carrera como querían mis padres, ni me casé como me pidieron
cada una de las mujeres que creyeron conocerme, ni tuve los hijos que mis
amigos me instaban a tener cada vez que me presentaban, un sábado tras otro
durante años, a una de esas chicas de las que, según ellos, «ya no quedaban».
Así que sí, empezaré mi novela con uno de esos clichés que tan poco les gustan
a los editores.
También
sé que una celda es el lugar donde decenas han escrito su autobiografía, pero
no recuerdo que ninguno de ellos lo hicieran cumpliendo una condena como la
mía. El amor al género humano te puede convertir en santo o en demonio según
sea el propio ser humano al que ames, o según la época en que te haya tocado
vivir. Lo que a mí me ha traído hasta esta celda y me ha calificado de
pervertido, a otros les elevaron a los altares de la filantropía.
En todas las historias que comienzan con el
manido «érase una vez», los niños son esas pequeñas criaturas inocentes y
curiosas, que terminan cayendo en las tretas de brujas desterradas o en las
garras de lobos despiadados cuyo único fin es devorarlos. Así que ya es hora de
contar la historia desde el otro lado, desde este lado. Ha llegado el momento
de contar que una vez, en una ciudad cualquiera, un niño de voz dulce y piel
tersa, y ávido de conocer al lobo de vida tranquila y solitaria, despertó el
instinto animal de éste, que había permanecido dormido desde que era un
cachorro. Ha llegado el momento de contar que una vez, una sola vez, en una
ciudad cualquiera, aquel lobo que sólo conocía las erráticas leyes de una
naturaleza que le había concedido apariencia humana, tan sólo una vez, aquel
lobo desoyó su conciencia y probó las mieles que la madre naturaleza le
mostraba ante él. Ha llegado el momento de contar que un lobo jamás podrá
juzgar a un hombre por su manera de vestir, pensar o amar, y que sólo un lobo
puede juzgar a otro lobo porque, sólo un lobo, conoce su propia naturaleza.
Así
pues, mi novela concluirá con el típico «y colorín colorado, esta historia se
ha acabado», justo antes de que el carcelero, que cada mañana me despierta
golpeando la puerta de mi celda blandiendo su porra con ese gesto de
superioridad moral propia de su especie, encuentre mi cuerpo tendido en un
charco de sangre que empape cada hoja de esta novela hasta hacerla ilegible.
No
quiero que ningún editor, uno de esos que aborrecen los clichés, se lleve un
sólo céntimo de mi novela.
Fetichismo (Juan P.N)
Su vida era una continua ascensión a esos infiernos que, lejos de la creencia popular, no se encuentran en los sótanos del mundo.
El felino que todo lo puede, que rige nuestros destinos y juego con el ovillo de los hilos que seguimos sin preguntar a donde nos lleva, había decidido no ponérselo nada fácil.
Una desgracia tras otra,un problema detrás de otro, una serie de catastróficas desdichas. Eso era todo lo que le tenía que agradecer al minino hacedor del mundo.
De alguna manera se sentía como un niño atrapado en un enorme molinillo de café rodeado por un océano de inocencia que terminaría por engullirlo impidiéndole crecer.
Pero este día anecdótico Laertes decidió buscarle los tres pies al gato, ponerle el cascabel y acompañar su ronroneo con palmas por bulerías.
Se acabó. Subiría otro escalón hacía el infierno y aprovechando la fecha, volvería a embarcarse en un interminable crucero de viaje de luna de miel. Porque sí, también pensaba casarse en martes y trece.
Miércoles catorce (Juan P.N)
Los lugareños de aquella aldea gallega pensaron que encerrándolo en una oscura mazmorra y encadenándolo a una bola más negra que su alma, podrían poner fin a aquellos horribles sucesos que habían llevado la desgracia a muchas de las familias que jamás volverían a abrazar a sus hijos.
Laertes sabía que la luz de la luna despertaría una noche más a la bestia que llevaba dentro y que no habría muros ni rejas capaces de detener su sed de sangre inocente,
Mientras aguardaba la salida del satélite maldito, no pudo evitar recordar cómo había comenzado todo. En mala hora había libado de los labios de aquella bruja disfrazada de adorable bailarina. Maldijo en silencio la lujuria que lo llevó a penetrarla una y otra vez, sin saber que en cada coito ella depositaba en él los huevos que al eclosionar, liberarían los demonios que se alimentarían con su alma mortal.
Una noche de infernal placer lo había convertido en el monstruo que era ahora. Solo quería morir. Pero solo sabía matar.