domingo, 6 de octubre de 2019

Corregir el alza

El sargento de la bandera de la legión que llegó a reforzar nuestra posición, y que se ocupó del destacamento de la trinchera en la que nos ubicó el teniente Gonzalez, me devolvió el fusil con un guiño de ojos y una sonrisa tras haber graduado el alza. Los últimos disparos se me iban demasiado altos y al parecer los rojos tratarían de abrirse camino a través de nuestras lineas antes de que cayese la noche, y no podíamos permitir que lo consiguiesen.
Odio esta guerra.
Yo no quería participar en ella. En ningún momento escogí bando y en ningún momento me creí nada de lo que contaron en el pueblo los agitadores de ambos lados que pretendieron convencernos de que su verdad era la absoluta. Mi pueblo era pequeño. Y digo era porque la aviación y la artillería de ambos ejércitos lo han destruido por turnos.
Primero los nacionales se ocuparon de fusilar al alcalde,a los concejales, al farmacéutico y al maestro, porque al no haber querido sumarse al alzamiento, los consideraron unos rojos, unos masones y un peligro para esa unidad de destino en lo universal que es España. Pero apenas una semana depues de aquella gesta de la cruzada, las tropas republicanas se presentaron a liberarnos de los golpistas. Y mi hermano Ramón, quien fue uno de los primeros en echarse al monte al ver aparecer a los nacionales, regresó guiando a los de Lister y disparando sobre todos los que opusieron resistencia, vecinos o no.  Ramón no tenía ni puta idea de quien era Lenin, ni Marx, ni le importaba una mierda conocer los derechos de los proletarios. Tampoco sabía lo que era el fascismo ni el nazismo y a él eso le importaba un gran mojón. Tan solo le preocupaba recuperar las dos hectáreas que el cabrón del alcalde que supuestamente era un señorito y un facha (cosa que para desgracia del munícipe, no supieron ver a tiempo aquellos que lo fusilaron), le había robado a nuestro padre al reajustar los lindes de sus campos de cereal. Yo no había querido morir ni matar por un trozo de tierra y pese a que Ramón intercedió por mi, el comisario político que acompañaba a quienes nos habían venido a devolver la libertad y la tierra, estuvo a punto de volarme la cabeza. De no ser por aquel primer pepino de los bombarderos alemanes que cayó sobre el ayuntamiento justo cuando el camarada comisario estaba amartillando su automática checa junto a mi nuca, ahora estaría criando malvas en una zanja. Porque los soldados de las dos Españas se están convirtiendo en expertos en el acondicionamiento de zanjas y cunetas.
Una vez más, el pueblo se vio ubicado en zona nacional. Y con él todos sus habitantes, por lo que cuando los falangistas hicieron la leva, no hubo opción ni explicación posible. Me convertí en uno de los aguerridos cruzados que salvarían a España de la hidra roja y me dieron la instrucción justa para aprender a matar a tiros o a bayonetazos a los vecinos envenenados por el marxismo y a cualquier otro que osara enfrentarse a los salvadores de la patria.
Es un asco ver como la guerra es algo que hacemos aquellos que nunca quisimos matarnos en nombre de aquellos que si quieren matarse pero no se atreven a hacerlo.
Y cada día, con cada marcha, veo al atravesar un pueblo tras otro a mujeres y niños llorando a sus padres, hijos, hermanos y primos, caídos o presos en nombre de la moral y los principios de los primeros en conquistar el terreno.
Tan solo espero que dentro de unos años, los españoles hayan podido olvidar este horror y no lo alimenten con revanchismos ni deseos de venganza. Gane quien gane.

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