viernes, 25 de octubre de 2019

Finta y estocada

Yago toma la precaución de enfundarse un peto de cuero bajo el jubón y al abotonarse la chaquetilla que termina de completar el atuendo, tras haber decidido prescindir de capa, comprueba que la protección añadida no le resta fleixibilidad ni agilidad en los movimientos.
A unos pocos kilómetros, lo espera el retado contrincante junto a sus padrinos, estudiando el terreno elegido para el duelo.
No suele ser tan visceral ni tan impulsivo, pero en esta ocasión le dolió sobremanera que aquel bocazas pusiera en entredicho sus conocimientos sobre el verdadero movimiento de los astros, aprendido en la universidad donde estudia durante los periodos de entre guerras y que  además, se tomase la libertad de ofender públicamente a su dama, lo que recibió como una ofensa personal, incluso aún más dolorosa.
Siempre hay un botarate dispuesto a arruinarte la jornada y el marqués de Bocachancla, llevaba tiempo rozando lo permisible con sus atrevidos comentarios y sus irónicos modos.
Comprobó el filo del sable y la ausencia de mella en el acero y orgulloso del arma que heredó de su difunto abuelo, lo introdujo con delicadeza y podría hasta decirse que con cariño en el tahalí con hebillas ajustables a la medida del sable. Al ser un combate entre caballeros, descartó proveerse de la muy afiliada daga que lo acompañó en tantas ocasiones en los que tuvo que medirse con villanos de todo tipo, algunos soldados y otros bandidos, pero a quienes dio pronta muerte con ella.
Al montar su alazán para dirigirse al campo de Marte, la memoria lo trasladó a la infancia, cuando comenzó a tomar clases de esgrima con su  maestro francés , pensó en no tener que soportar impertinencias de nadie.
En pocos minutos llega al lugar escogido tras abofetear con su guante al marqués de Bocachancla y, se apresta a saludar a los padrinos que le aguardaban a prudente distancia del marqués y los hombres que salvaguardarían su honor en el duelo.
Yago había escogido a sus padrinos con habilidad, entre los compañeros de las lecciones con el sable y los dos jóvenes de familias de rancio abolengo castellano que aceptaron tal encargo, eran también dos estupendos espadachines, que llegado el caso, podrían cubrir bien sus espaldas.
Tras las necesarias formalidades y presentaciones, los contrincantes  se despojaron de sombreros y guantes y después de saludarse como caballeros, se prestaron al duelo.
La lucha apenas duró unos minutos. Messie Turpin, el maestro de Yago, lo había enseñado bien. Eso, junto a las no menos importantes lecciones que había recibido al entrar en batalla bajo la bandera del rey, llevaron al joven Conde de Riaño a acertar con las fintas y con la estocada final, que atravesó de parte a parte a su oponente.
Los padrinos del finado se aseguraron de lo mortal de las heridas de este, y tras corroborar la muerte del marques en justa lid, exoneraron al conde de cualquier reclamación, reparando su honor maltrecho al derrotar en duelo al mayor de los herederos del señor de Bocachancla.

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