volar es algo tan maravilloso como aterrador, pues al haberte acostumbrado a caminar afianzando los pies al suelo, solo de pensar en levantar el vuelo el miedo atenaza tus sentidos, agarrota tus músculos, hace que tu estómago se encoja y borra tu sonrisa. Pero créeme, a veces la caída más dura no es la que se produce desde lo más alto, sino esa caída absurda e inesperada al dar un traspiés durante la carrera. Tienes una sonrisa muy bonita, no la pierdas, por favor.
El vértigo es una sensación muy desagradable, pero todos tenemos vértigo en algún momento de nuestra vida y si no lo enfrentamos y tratamos de superarlo, jamás volaremos.
No estás sola. Me consta que somos muchos los que te tenderemos la mano para que te agarres con fuerza y te sientas más segura al despegar. Las previsiones meteorológicas no son nunca excesivamente fiables y aunque los mapas de isobaras apunten cielos nublados con altas presiones, el tiempo es tan cambiante como la voluntad humana. Si te sirve de consuelo, yo comencé a tomar altura en un cielo despejado y aparentemente tranquilo y, unas traicioneras, tristes y fuertes corrientes que aparecieron de la nada estuvieron a punto de derribarme en el momento más peligroso de mi vuelo. Entré en barrena, y me encomendé a mis sueños y mis deseos más profundos para que me sostuvieran en el aire. Mentiría si te dijera que no pasé miedo. Mucho. Pero apreté los dientes, tragué saliva, respiré hondo y conseguí evitar la caída. No esta siendo fácil, pero aquí estoy. Tengo vértigo, pero no me resisto a intentar surcar los cielos.
Sé que ahora lo único que te apetece es gritar, llorar y mandarlo todo a tomar por el culo. Eso es normal. Es muy humano y pese a todo y por voluntad propia has decidido ser muy humana. Renunciaste a tu condición angelical para habitar entre nosotros y hoy te preguntas en qué momento el ser humano creyó estar hecho a imagen y semejanza de Dios sí él, a diferencia de su creación, no teme, no sufre y no se arrepiente de ninguno de sus actos.
Conozco bien esa sensación tan angustiosa de creer que la vida no tiene el menor sentido. Estás en ese punto en el que todos tus sueños parecen haberse convertido en las más espantosas pesadillas y todo aquello por lo que merecía la pena levantarse cada mañana ha perdido la magia. Pero la magia está en ti, en tu ilusión, en tu sonrisa, en tus ganas de regalarte al mundo y en tu valor. Volverás a brillar porque recuerda, nunca has dejado de hacerlo ni aún con el alma rota. Y eso es lo que te hará sanar y tomar altura de nuevo. Y nos encontraremos ahí arriba, puede que mucho más alto y más lejos de lo que piensas. Puede que nos veamos en una estrella y desde ella contemplemos este universo que creíamos terrible, pero que habremos sido capaces de conquistar.
Y no lo escribo, lo hago. Si no te gusta tu vida sé que podré escribirte aquella con la que soñaste cuando eras niña y estoy seguro de que sabrás vivirla. Agárrate a mi mano, permíteme que me sujete entre tus brazos. Convirtámonos en los acróbatas del aire y ayudémonos a planear y a aprovechar el viento a nuestro favor.
Parece difícil, tenemos miedo, tenemos vértigo, pero estamos juntos en esto. No te dejaré sola.
Abrígate bien. Allí arriba hace mucho frio y aunque lleguemos a rozar el sol, el calor que verdaderamente necesitamos y evitará que nos congelemos durante el vuelo no vendrá del poderoso astro que ilumina a los soñadores, sino de dentro de nuestros pechos ahora llenos de angustia y de temor, pero en el que hemos podido salvar un rinconcito para que florezca la esperanza.
Seguramente esta será la entrada más corta de mi blog.
Podría utilizar miles de frases ingeniosas, de palabras acertadas y de metáforas precisas, pero no lo necesito. Te dije que siempre sería absolutamente sincero y la sinceridad absoluta no necesita adornos.
Llévame contigo al espacio, aquí no se nos permite ser felices. Este planeta ya no tiene nada que ofrecernos.
No siempre el destino reparte los naipes más favorables y, en esta mano, Laertes sabe que tendrá que jugar muy bien sus cartas o se verá obligado a abandonar la partida.
Revisa la munición que le queda y al margen de la bala alojada en la recámara y las cuatro que aún conserva el cargador del arma, tan solo cuenta con otro cargador completo en el bolsillo interior de la chupa de cuero. Pocas botellas para una fiesta en la que los invitados sorpresa se han presentado en manada. Pero qué se le va a hacer, la vida es así y como jugador, sabe bien que hasta que no están todas las cartas boca arriba aún queda mucha partida.
Duda por unos segundos entre abandonar su posición de seguridad tras el enorme y macizo contenedor de obra y enfrentarse al descubierto a la media docena de sicarios que han enviado para eliminarlo, o si por el contrario tratar de hacerse fuerte allí y resistir hasta que el tiroteo atraiga a las fuerzas del orden, con todo lo que eso conlleva. Finalmente descarta esa opción por lo arriesgado de las consecuencias aún en el caso de que pudiese mantenerse con vida hasta la irrupción de los agentes de la ley. Dos y dos son cuatro de toda la vida, aún con las últimas reformas educativas, la LOGSE y todas esas mierdas en la que debes subrayar la palabra patata y comentarla con tus compañeros, por lo que hasta el más garrulo de los uniformados procedería a su inmediata detención, o incluso puede que un agente precavido con un poco de experiencia en las calles se asegurase la vuelta a casa metiéndole un tiro en la sesera tras el correspondiente disparo al aire.
Traga saliva, cambia el cargador sustituyendo el mediado por el completo, se persigna encomendando su alma a Dios y calcula la distancia hasta la columna más cercana de los soportales que engalanan la plaza del pueblo al que se desplazó para completar su último trabajo. Si no lo aciertan al salir de su puesto de tirador, puede que aun tenga una oportunidad.
Como último capricho se permite el lujo de dedicar unos segundos al recuerdo de la mujer que de un tiempo a esta parte lo trae por la calle de la amargura y a la que llama cariñosamente ángel, pues realmente se lo parece. Pensar en su sonrisa, en lo intenso de sus abrazos y en lo hermoso de su boca le aporta la energía suficiente para echar un repentino órdago a los pares abandonando su segura posición y enfrentándose a cuerpo descubierto con los que pensó eran sicarios colombianos. Se conoce que estos deben de ser de Móstoles o de Cuenca, pues al verlo avanzar hacia ellos apuntando con precisión y abatiendo un blanco tras otro, los matones que aún siguen en pie se dejan llevar por los nervios y evidenciando su falta de profesionalidad y su afición por el cine de serie B, los que no salen corriendo abren fuego sin molestarse siquiera en apuntar y vaciando los cargadores como los niños que aburridos y hartos de todo despilfarran gusanitos en un cumpleaños infantil.
Uno a uno va acabando con los matones de saldo y tras tomarse su tiempo y apoyar el cañón de su Pietro Beretta sobre el dorso de la mano izquierda, fija la espalda del último que aún corre tratando de salvar la vida entre el alza y la mira del arma, y tras mantener la respiración efectúa un único disparo que da en el blanco poniendo fin a la carrera. Ya está. Todos han caído. Ahora lo inteligente es abandonar la plaza donde se ha celebrado la improvisada verbena lo antes posible, porque por pequeño que sea el pueblo, los paisanos que lo espían a través de los visillos tras las ventanas cercanas no tardarán en dar su descripción y en contar lo sucedido a la Guardia Civil con todo lujo de detalles y algún dato de propia cosecha.
Al volante del pequeño y fiable descapotable automático con el pitillo humeante entre los labios, Laertes reparte sus pensamientos entre la forma de acabar con la vida del cliente que le encargó el trabajo, y que sospecha está en nómina de cierto rencoroso y tuerto criminal que se la tiene jurada, y el ángel al que sin lugar a dudas entregará lo mejor de cuanto anida en su pecho. Porque pese a todo y para sorpresa de aquellos que lo han podido conocer bien, Laertes sigue siendo un romántico empedernido. Y un excelente jugador de Mus.
Al estrecharla entre sus brazos durante unos segundos, supo que ya nunca volvería a tener miedo, que jamás volvería a dudar y que sería capaz de afrontar cualquier cosa, por dura que pareciera y por imposible que resultara. Porque aquel ángel lo estaba transportando con él a un paraíso vedado a los mortales, en el que las almas sanaban, las angustias desaparecían, los corazones se recomponían y los espíritus se reconfortaban. Abrazado a ella, se permitió ser feliz durante un instante y cuando se separaron, no pudo evitar suspirar. Y sonreír.
—¿Mejor? –preguntó aquel ser celestial clavando sus ojos en los del hombre que temblaba de emoción contenida.
Él apenas podía articular las palabras. Era tal el caudal de sentimientos que le inundaba el pecho, que por un momento creyó que iba a perder el conocimiento.
—¿Acaso lo dudas?–consiguió responder con un hilo de voz–creo que jamás me he sentido tan bien. Ni incluso cuando creí haber sido feliz entre otros brazos–añadió con absoluta sinceridad.
Ella sonrió y se ruborizó un poco al percatarse de que el rubio escritor no mentía. Pero entonces la embargó la duda de que él hubiese confundido la intención de aquel abrazo, y con el valor de quien no desea herir, le dijo:
—No te confundas. No se te ocurra enamorarte de mi. Mi corazón es tuyo, pero no lo poseerás en exclusiva. Son muchas las personas que lo necesitan y al compartirlo contigo te estoy recibiendo entre aquellos que deben disfrutar de su porción.
El agradecido mortal sonrió sabedor de que aquel ángel no era solo para él. Dios escribe con renglones torcidos y el hecho de que en su infinita misericordia le hubiera permitido abrazar a uno de sus ángeles, no era más que otra muestra de la grandeza de aquello de lo que debería hacerse merecedor algún día.
—No te preocupes, Ángel. No soy tan estúpido. Eso sí, soy muy humano, mucho, y como humano que soy tiendo a desear aquello que no tengo, y que sé que no me pertenece por derecho, pero he aprendido a diferenciar las cosas y a interpretar las señales del destino. Sé, que si un día soy capaz de merecerte, tú vendrás a mi y me entregarás la ambrosía de tus labios y el maná de tu piel, pero hasta que llegue ese momento, si es que ha de llegar, deberé estar agradecido de que ocultando tus alas al resto de los mortales, me hayas reconfortado en tu pecho y sanado de aquello que no me permitía avanzar y me tenía sumergido en la más negra amargura.
—Deberías comprender que no sufres por amar y haber sido amado, sino porque el tiempo que se te concedió para ese amor se consumió. Pero créeme, volverás a amar con la misma intensidad e incluso con más y, la mujer que te aguarda te querrá tanto que el sentimiento se escapará a tu comprensión.
Ahora he de dejarte con tus libros y tus sueños, con tu esperanza y con tu necesidad de expresar cuanto te colma el pecho. La razón, te aseguro, no solo produce monstruos, y al combinarla con la imaginación y la creatividad, es un poderoso instrumento con el que dar forma a las más hermosas frases en las que volcar aquello que estás deseando regalarle a la pareja para la que llevas tanto tiempo preparándote a base de un intento tras otro, de un fracaso tras otro. Pero ya estás muy cerca, no lo dudes.
—Dios te oiga –dice él esperanzado mientras enciende un pitillo con su mechero de gasolina.
—Me está oyendo, no te quepa duda. Y por cierto –añade en un alarde de enigmática generosidad–deberías ir pensando en dejar de fumar. Como ángel de la guarda fuera de servicio, prefiero que me evites acompañarte a la UCI de un hospital para insuflarle oxígeno a tus pulmones. El tabaco te terminará ganando la partida. Cuando el huracán se encuentra un diente de león en su camino, aunque todos quisiéramos que la pequeña asterácea no sucumbiera ante el viento, hay cosas que por lógica han de suceder y suceden. Tómatelo como el consejo de una amiga.
—Todo a su momento. Dejar de fumar, morir, soñar, tal vez dormir, todo a su momento. Te garantizo que si algo he aprendido –dice expulsando el humo por la nariz en un gesto de inconformista rebeldía–es que todo termina llegando.
—Incluso lo bueno –añade ella acariciándole la mejilla a modo de despedida.
—Incluso lo bueno –repite él agradecido.
Antes de que aquella criatura celestial desapareciese entre las gotas de lluvia que acababan de comenzar a caer, le regaló un pequeño pero increíblemente sabroso beso en los labios.
Aceptando que le va a costar saber si aquello ha sido un regalo de Dios, o simplemente el producto de una mente y un corazón torturados, apura el cigarrillo y decide regresar a su casa, dando por finalizado el paseo por el monte cercano a su hogar donde suele acudir buscando inspiración para sus textos.
Es curioso...aquella adorable criatura que le ha devuelto la ilusión, se parecía demasiado a un amiga suya a la que apenas ve y a la que hoy más que nunca, tiene ganas de volver a abrazar.
El inspector del grupo de homicidios de la Policía Nacional de Valladolid, Iván Pinacho, monta su arma antes de abandonar el coche y disimula con la chaqueta sobre el antebrazo derecho la mano en la que porta su Pietro Beretta de 9mm. Espera a que se cierre el semáforo y cruza hasta el portal del edificio donde acaba de ver entrar al tipo al que lleva investigando más de ocho meses, sin haber conseguido aún las evidencias suficientes para solicitar al juez una orden de registro de su vivienda, donde seguramente encuentre algo que relacione a ese escurridizo y discreto militar retirado del cuerpo de operaciones especiales con los limpios, selectivos y profesionales asesinatos cometidos en el último año en la capital del Pisuerga.
Laertes espera en el rellano de la escalera con su Walter PK montada y sin seguro en la mano derecha. Para su sorpresa identificó al rubio policía de homicidios en el club de golf donde debía reunirse con el cliente que le había solicitado que eliminase a su socio en una conocida empresa inmobiliaria, de forma que pareciese un accidente y nadie pudiera relacionarlo con su muerte. Tras recibir una copia de la llave del coche de empresa del objetivo y un talón al portador por setecientos mil euros, Laertes abandonó el complejo deportivo cercano al hermoso pueblo de Peñafiel y enfiló rumbo a su casa. Entonces vio como el concienzudo y metódico policía lo seguía con disimulo, esta vez sin la compañía de su compañera, la subinspectora Clara Nogueira, una atractiva y resuelta agente de la ley de la que Laertes sabe a ciencia cierta que podría llegar a enamorarse si antes no termina metiéndole una bala en la cabeza.
No le cae nada mal el tal Pinacho, incluso le recuerda mucho a su yo del pasado. hubo un tiempo en el que Laertes cumplía escrupulosamente la ley, hubiera dado sin dudar hasta la última gota de sangre por España e incluso en un par de ocasiones había colaborado en misiones secretas con el CNI, que lo reclutó para que dada su valía como tirador de élite y su impecable expediente donde destacaban las misiones internacionales y la capacidad del joven capitán de bigote bicolor para pasar desapercibido, alcanzase los blancos señalados sin implicar a su país y sin generar conflictos diplomáticos.
El bigote bicolor. La falta de pigmentación en el lado derecho del rostro hacía que le creciera el bigote de un blanco impoluto, mientras en el lado izquierdo le crecía del mismo tono rubio pajizo del abundante pelo que poblaba su cabeza y que acostumbraba a cortar al cepillo. Durante años se sintió un tipo original y tomó aquella anomalía como un rasgo de distinción y de identidad personal, pero aquel madero que estaba a puntito de entrar en el edificio lucia un bigote exactamente igual al suyo, y también consideraba aquella falta de pigmentación conocida técnicamente como vitíligo, como la particular marca de la casa que lo hacía distinto al resto de maduritos rubios con barba y bigote.
¡Manda cojones. lo que es la vida! Quizás aquella extraña particularidad física de alguna manera los hermanaba y quizás eso, más el saber que aquel poli era un honrado servidor público fiel a sus valores morales, a sus principios vitales y a su patria, le llevará a perdonarle la vida hoy.
Pinacho abrió la cerradura del portal con una llave maestra que siempre lo acompañaba entre sus herramientas habituales de trabajo y entró en el portal del edificio decimonónico de la céntrica calle vallisoletana que moría en la Plaza de José Zorrilla. No tardó en encontrar la luz y al presionar el botón apenas tuvo tiempo para reaccionar antes de que el asesino de bigote idéntico al suyo le apoyase el cañón de su automática en la sien y le arrebatase el arma oculta inútilmente bajo la chaqueta de ante, regalo de su última ex novia.
—Hazlo rápido, Laertes –pide Pinacho sabedor de que con este tipo de profesionales no hay segundas oportunidades.
—Hoy es tu día de suerte, Pinacho –responde en voz queda el asesino a sueldo –no voy a matarte. Tu y yo –añade convencido de la veracidad de su discurso –somos dos caras de la misma moneda, y nos necesitamos.
—Pues ya me dirás para qué –suelta Iván sorprendido de seguir aún con vida.
—Yo sigo al igual que tú un código ético que marca mi profesión y que me impide acabar con la vida de nadie que no lo merezca y que no haya cometido crímenes o importantes delitos aprovechando su posición, su poder, su belleza personal o cualquiera de las armas con los que fue dotado por el destino. De hecho mi próximo objetivo acaba de arruinar a docenas de jóvenes parejas que confiaron en sus promesas tras entregarle todos sus ahorros, créeme, la sociedad ganará con su muerte. Yo también ganaré, pero entiende que el buen vino de la Ribera, el whisky escocés y el tabaco rubio se han subido al guindo y de alguna manera tengo que costearme los vicios.
—Joder, Laertes...hasta en eso nos parecemos –contesta Iván sorprendido–ahora dime que te gustan las mujeres creativas y te invito a una copa en el bar más cercano.
—Bueno –responde Laertes–lo cierto es que me gustan prácticamente todas. Eso si –añade sincero –todas las que no utilicen el sexo como moneda de cambio para conseguir lo que desean y todas las que sean sinceras y fieles. Y ahora, si no te parece mal –dice entre risas –voy a tener que golpearte esa cabeza rubita para que pierdas el conocimiento y pueda abandonar este edificio sin que insistas en llevarme detenido o cualquier otra cosa que tuvieras en mente. Y piénsalo bien –concluye antes de golpear a Pinacho con su arma y dejarlo inconsciente en el suelo– si tu me dejas tranquilo yo te dejaré tranquilo a ti, e incluso podré ayudarte cuando necesites de apoyo extra legal.
Pinacho apenas tiene un segundo para pensar su respuesta antes de perder el conocimiento por el golpe, pero al despertar en una camilla del hospital donde lo traslado la UCI móvil a la que llamó una asustada vecino tras encontrar su cuerpo y su arma en el portal de casa, ni duda en contarle a su compañera y al comisario Estévez, su superior directo, que tras haber entrado en aquel portal tras una elegante señora a la que creyó que seguían dos hombres con intención de robarla el bolso o incluso obligarla a dejarlos entrar en su casa para desvalijarla a gusto, bajó la guardia pensando que los habría ahuyentado y al darse la vuelta recibió un inesperado golpe en la cabeza. Puede –concluyó en el relato de los hechos –que hubiera un tercer hombre implicado en el asunto y que al ver que un policía de paisano había tomado cartas en el asunto no se lo pensara dos veces. No obstante hablaría con el Inspector Roldán, de la unidad de delitos contra la propiedad y le daría las descripciones de los hombres de aspecto caucásico que pudo ver .
Aunque Clara no terminaba de creer que su compañero y amigo hubiera bajado la guardia hasta el extremo de ser puesto fuera de combate por unos vulgares ladrones, es cierto que con la llegada de delincuentes del este de Europa, las cosas estaban cambiando, y el trabajo se estaba volviendo mucho más peligroso.
Laertes y Pinacho habían firmado un convenio de colaboración con aquel golpe en la cabeza. La cicatriz de los doce puntos de sutura que adornarían para siempre el cuero cabelludo de Iván Pinacho así lo ratificaba.
El gran Scott Fitzgerald escribió una vez que nuestras vidas se definen por las oportunidades, incluso por las que perdemos, y no puedo estar más de acuerdo con él.
En el cómputo de oportunidades en mi vida he perdido muchas, demasiadas, pero también se me han dado más de las que he merecido y de un tiempo a esta parte he aprendido a agradecerlas y a no hacerme daño al echar la vista atrás y ser consciente de aquello que dejé escapar.
Quizás y como me dijo una amiga, debo recurrir a mi niño interior y no permitir su huida empujado por la madurez y por aquello que realmente lo único que hace es lastrarme e impedirme volar.
Cito sus palabras textualmente :"Los niños no se rinden, escapan con rapidez a la dificultad, buscan siempre la salida y la encuentran, tienen plasticidad, se adaptan. Pregúntale a un niño qué haría frente a tus problemas y te dará una solución simple y rápida. No tienen elaborado el sufrimiento, solo las ganas de volar."
Esta es una verdadera lección vital y creo que en esa búsqueda de algo parecido a la felicidad a la que me estoy entregando en cuerpo y alma, debo armonizar con juicio lo infantil que aún vive en mi y lo maduro que se está implantando, y si consigo que ambas posiciones existenciales sepan convivir sin problemas, estaré más cerca de despegar tras haber recorrido la pista y recogido el tren de aterrizaje.
Últimamente parece que al margen de mis relatos sobre Laertes y sus crueles aventuras, y de mis textos de desamor escritos con la tinta de la amargura, solo escribo textos de autoayuda. Os aseguro que no es mi intención aconsejar ni dar lecciones de vida, ni plasmar aquí una moralina del todo innecesaria. Siempre he sido un puto desastre. Creo que aquellos que me conocen estarán conmigo en que no tengo mal corazón y siempre me empeñé en echar una mano a aquellos de mi entorno que pudieran necesitar de mi ayuda, pero igualmente fui incapaz de dedicarme tiempo, de pensar un poco en mis necesidades reales, más allá de las elementales y algún capricho vital, y de coger el toro por los cuernos cuando las cosas se ponían difíciles. Se me han dado tantas oportunidades que mi leit motiv cotidiano era: "Ya apañaré" y para mi desgracia habitualmente terminaba apañando y si no, alguien me lo apañaba. Y eso no es más que una brutal falta de madurez que nada tiene que ver con el niño interior que quiero recuperar. A ese niño lo quiero para que aporte ilusión y ganas, diversión y esperanza, deseos de volar. Y del madurito de bigote bicolor que se está adueñando de mis actos, solo quiero que sepa escuchar la voz que desde dentro del pecho y el laberinto cerebral le grita, "Vuela".
Al intentar cuadrar a ambos yos sin desvirtuar el conjunto, identifico las oportunidades perdidas y veo que las hay de todo tipo. Desde la oportunidad de convertirme en un buen profesional al haber aprovechado todas las opciones de formación que se me brindaron generosamente, a la oportunidad de compartir vida, sueños y proyectos de futuro con distintas mujeres a las que dejé escapar por creer que entregando solo aquello que no necesitaba de mi sería suficiente para hacerlas felices y, cuando he aprendido que no es así, esos trenes ya habían pasado y cambiado de vía. Y aquí estoy con mi inútil billete arrugado entre las manos y sentado en el andén, lamentándome de no haber sabido subir a bordo y haber perdido un expreso tras otro.
Pero nunca es tarde si realmente se quiere volar. Mi niño me dice que caja impulso, que me olvide de las miserias, que suelte lastre y que me lance al vacío. Y creo que voy a hacerlo. Total...¿Qué puedo perder?. Como me dijo ayer mi amiga ese niño no ha elaborado el sufrimiento, solo las ganas de volar. Y voy a volar, pase lo que pase y le pese a quien le pese. Eso si, no os preocupéis, informaré a los controladores de mis rutas de vuelo para evitar colisiones innecesarias y fatales.
Que el destino y la vida nos sean propicios, os sean propicios.
En la próxima entrada Laertes se enfrentará a otra de esas situaciones complicadas que tanto le gustan, y que al ser yo el dios de su universo, podrá solucionar y salir airoso, sonreír, fumarse un pitillo y tomarse un escocés con hielo. O un buen vino de la Ribera del Duero.
Antonio aprovecha que la profesora de dibujo escribe
en el encerado, de espaldas a la clase, para mirar la hora en su reloj. Las 11.25.
Una terrible angustia se apodera de él y por un instante piensa en diversas
opciones para no tener que bajar al patio durante el recreo. Descarta el
fingirse enfermo porque eso ya lo ha hecho varias veces este mes y no va a
colar. Piensa en esconderse en los baños del pasillo de tercero de la ESO, pero
el bedel ha descubierto que hay niños
que se encierran allí a fumar y se pasa por los servicios de todas las plantas
muy a menudo durante el recreo, buscando jóvenes adictos a tan nociva sustancia.
Ojalá su padre no hubiese ascendido en el trabajo y
nunca lo hubiesen destinado a esa ciudad de mierda. Ojalá no hubiese insistido
en que le acompañase su familia y no le hubiesen sacado del cole donde tenía a
sus amigos de toda la vida y donde era feliz y no le hubiese matriculado en
este colegio elitista donde sufría insultos y palizas a diario.
Al llegar a esta ciudad donde hace tanto frio en la
calle como en el corazón de sus habitantes, Antonio supo que su vida cambiaría
por completo. Echaba de menos su Cartagena natal, el mar y la gente amable.
Allí nadie le había insultado nunca por ser pelirrojo y por tener pecas. Aquí
lo llamaban Panocho desde el primer día y los mayores del patio habían cogido
la costumbre de arrastrarle hasta una zona recóndita y segura del patio para unirle
con rotulador las pecas del rostro como si estuviesen jugando a escapar del
laberinto de sus mejillas, buscando la salida.El primer día que se lo hicieron trató de defenderse y descubrió lo
dolorosas que son las patadas en la entrepierna y los puñetazos en el estómago.
Además, una de las chicas de segundo de la ESO, le escupió un gargajo enorme
que le alcanzó de lleno en el cristal las gafas a la atura del ojo derecho. Al
quejarse asqueado, un chico enorme que siempre estaba con esa niña, le quitó
las gafas, las tiró al suelo y las pisoteó delante de todos, diciendo que era
la mejor manera de limpiarlas. Al llegar a casa con las gafas destrozadas, dijo
que se le habían roto jugando al futbol y su padre lo castigó sin paga esa semana.
Para que tuviese más cuidado la próxima vez. Asumió el castigo sin abrir la
boca. Él no era un chivato.
Cómo no dijo nada a su tutora ni a ningún profesor,
los mayores cogieron por costumbre torturarlo durante el recreo y cada vez que
sonaba el timbre, el estómago le daba un vuelco. Era la hora de salir a la
arena. De lunes a viernes el patio del colegio se convertía en un especial circo
donde lo aguardaban las fieras más terribles.
Ya no sabía qué hacer. Desde luego no iba a delatar a
nadie. En Cartagena aprendió que no hay nada más despreciable que un chivato.
Él mismo había sido uno de los alumnos de cuarto de primaria que formó parte de
la larga fila de collejas, por la que tuvo que pasar con las manos atadas a la
espalda y la cabeza gacha, el compañero que se chivó al director de los nombres
de los cuatro chicos que habían robado el balón de reglamento con las firmas de
los jugadores del Carta que se
guardaba en la sala de trofeos del hall de la entrada principal. A él no le
harían uno de esos humillantes pasillos de castigo.
Últimamente le dolía un poco el pito al hacer pis. Tantas
patadas y rodillazos comenzaban a dejar secuelas. Pero aguantaría el dolor.
Ha convencido a sus padres para que lo apunten en
Kárate y así aprenderá a defenderse y sabrá hacerse respetar. Un día se llevó
una navaja al colegio con la intención de esgrimirla ante los acosadores, pero
tuvo miedo de cortar a alguien sin querer o de que incluso llegasen a
quitársela y se la clavasen a él fingiendo un accidente. No llegó a sacarla del
bolsillo trasero del pantalón. En unos meses sabrá dar patadas y puñetazos como
los de las películas y todos lo dejarían en paz.
Suena el timbre. La profesora deja la tiza sobre la
mesa y les da permiso para abandonar el aula. Todos los compañeros recogen los
libros de dibujo, las láminas, los estilógrafos, los compases y los estuches y
los guardan en las mochilas mientras hablan y bromean. Antonio recoge en
silencio y trata de dar con una solución digna. Entonces se le ilumina la
mente. Despliega el compás y finge tropezar y caer sobre él, clavándoselo en el
cuello. En aquel accidente fingido, tiene la mala suerte de clavarse la punta
en la vena yugular y se produce un enorme desgarro al tirar del compás para
quitárselo. La sangre comienza a manar de forma abundante. La chica que se
sienta a su lado ha visto todo y empieza a gritar: ¡El Panocho se ha rajado el
cuello! Todas las miradas se centran en Antonio y la profesora de dibujo corre
a realizarle un vendaje de urgencia con el pañuelo oscuro que siempre luce
sobre su bata de trabajo. Entre varios compañeros lo llevan a la enfermería del
colegio y le presionan sobre el corte en lo que llega el sanitario que se
encontraba en la cafetería del centro. Al llegar y atender a Antonio, lo primero
que hace es suturarle la herida con unos cuantos dolorosos puntos realizados
sin anestesia. Al quitarle a Antonio la camisa empapada en sangre y ver los
diversos moratones que cubren su torso desnudo, el sanitario lo somete a un
disimulado interrogatorio sobre aquellas señales, pensando que pueda ser una
víctima de la violencia doméstica. Al percatarse de las incongruencias en las
repuestas, le pide que se quite los pantalones para revisar el resto de su
cuerpo y buscar también con mucha discreción, signos de abusos sexuales. Los
enormes cardenales alrededor del escroto y en las caras internas de los muslos,
le llevan a llamar a dirección y a pedir que vengan a ver aquello.
Antonio se pone muy nervioso y sufre un ataque de
ansiedad ante el cariz que ha tomado la situación. Pero él no es un chivato.
El director y la jefa de estudios observan horrorizados
todas esas señales de brutales y persistentes malos tratos y al escuchar las
incoherentes justificaciones de las marcas por parte del alumno pelirrojo y
ante la imposibilidad de contactar telefónicamente con sus progenitores,
consienten en que el sanitario le administre un fuerte ansiolítico y llaman a
la policía.
Dos agentes de paisano, de la unidad de violencia de
género, aparecen en la enfermería media hora después y se sientan junto a la
camilla donde descansa el alumno cubierto por una sábana que retira el
director, para mostrar aquel rosario de hematomas y heridas. Antonio llora
desconsoladamente. No sabe que hacer. Él no es un chivato. Los policías y el
personal del centro asocian aquel llanto desconsolado con la imposibilidad de denunciar
a sus padres y el sanitario lo hace de oficio, en base a las pruebas resultantes
de su examen.
Uno de los agentes que se personaron allí, informado
del nombre y apellidos del alumno y de sus señas, pide por radio que se proceda
a tomar declaración a sus padres en comisaría.
—¡No! —grita Antonio al escucharlo—mis padres jamás me
pegarían. Ellos me quieren. Mi padre me quiere mucho.
—Claro que sí, bonito—dice uno de los policías—seguro
que tu padre te quiere, pero eso que te hace no es la forma de demostrar cariño
entre un padre y un hijo. Lo que te hace no está bien. No es culpa tuya y no
tienes que avergonzarte de ello.
—Pero…Pero no…—gime Antonio sin saber que decir y algo
aturdido por el calmante—. Se están confundiendo ustedes. Mi padre me quiere
mucho.
—A ese le voy a querer yo un poco en la sala de
interrogatorios—dice en voz baja uno de los agentes al otro, pensando que el niño
no puede oírlo. Pero Antonio le ha oído y de forma excepcionalmente ágil y
habilidosa, extrae el arma reglamentaria de la funda de la cadera que asoma
bajo su chaqueta abierta del agente más cercano y los encañona mientras
grita—Mi padre no me ha hecho nada. Como le toquéis un pelo, os mato. Os juro
por Dios que os mato.
El director aprovecha que está en el ángulo muerto de
Antonio y se abalanza sobre él para quitarle el arma. Al caer sobre el atemorizado
y nervioso niño, este se asusta aún más y de forma inconsciente, aprieta el
gatillo.
El sanitario no puede hacer nada para salvar la vida
del director, alcanzado por una bala de nueve milímetros en pleno corazón.
Los titulares de la prensa no dejaron lugar a dudas: Víctima
de acoso sexual en el hogar en pleno ataque de histeria mata por accidente al
director de su colegio.
Laertes apuró la última copa de un único y largo trago mientras trataba de imaginar de qué manera terminará aquella única noche de asueto y excesos, que se había concedido tras varios meses inmerso en un trabajo particularmente peligroso completado con excelentes resultados.
No suele salir de copas. Él acostumbra a disfrutar de los mejores vinos y los más selectos whiskies de malta en la intimidad de su hogar, o en la del hogar de la mujer que hubiera accedido a compartir aventura, descanso, caricias y lecho con el peculiar asesino de bigote bicolor. Pero esta noche aparcó sus prejuicios en el parking junto al escarabajo descapotable y se fue dando un paseo hasta el chiringuito más animado del paseo marítimo de la población costera donde decidió retirarse unas semanas, y quitarse de en medio para evitar problemas y encuentros innecesarios con quien no debería volver a cruzarse sin tener un arma a mano.
La noche no se había dado mal del todo, una deliciosa morena de no más de treinta años entró a su juego de seducción y, tras sostenerle la mirada durante más de diez segundos, la espectacular y seductora mujer tomó aquello como una invitación a acercarse y tras menos de diez minutos de animada y muy irónica conversación sobre la magia del destino, se aliaron para vaciar juntos una botella del mejor escocés que servían en el garito.
Al terminar la botella, ambos se concedieron un tácito salvoconducto para dejarse llevar por la pasión y, aprovechando la semioscuridad de la esquina de la barra donde se habían acomodado para entregarse al maravilloso destilado, los besos y las caricias más íntimas se adueñaron de la situación. Tras unos sugerentes y muy cálidos minutos como muestra de a donde podía llegar la noche si se decidían a compartirla, la morena de curvas espectaculares le dijo muy seria
—Te advierto que al despertar por las mañanas doy bastante miedo al hombre con el que he compartido cama.
Laertes sonrió y pensó en cómo había terminado con su último objetivo, a quien literalmente arrancó los ojos para entregárselos al capo napolitano que había exigido que le presentase tan asquerosa y sanguinolenta muestra de que se había ganado los dos millones de euros que ingresó en la cuenta corriente del asesino vallisoletano. A veces él también daba miedo, y no precisamente por despertarse despeinado o con ojeras o el maquillaje corrido.
—Bueno –insiste ella al ver que su ligue sonríe y calla–luego no digas que no te avisé.
En poco más de cuarto de hora, los amantes se entregan al frenesí del sexo desesperado y reponedor en la enorme cama de la habitación de hotel donde Laertes se registró con documentación falsa y pagando en efectivo un mes con pensión completa para evitar tener que preocuparse de comidas o cenas.
La ropa ceñida con la que aquella diosa del placer resaltaba sus atributos yacía diseminada a lo largo de la habitación y Laertes apenas tuvo tiempo de deshacerse de su Pietro Beretta de 9mm y ocultarla bajo la cama mientras ella se abalanzaba sobre su miembro.
No hubo centímetro de piel que no se repasaran con la lengua el uno al otro y entre gemidos y jadeos, dieron rienda suelta a los deseos más secretos sin imponer tabúes de ningún tipo.
Después de cuatro orgasmos Laertes cayo completamente rendido, pero más que satisfecho. El sueño lo atrapó al minuto de terminar el cigarrillo con el que disfrutó del humo de la victoria, y que ella le retiro de la comisura de los labios para apagarlo en el cenicero de la mesilla de noche. Tras darle un beso en los labios, la escultural belleza de rasgos andaluces le deseo al extenuado galán unos dulces sueños.
Algo hizo que Laertes despertase de improvisto y lo que vio le hizo jurar no volver a beber y no volver a ignorar las advertencias de una mujer bonita.
En efecto y como su entregada compañera de cama le había prevenido, al despertar daba bastante miedo. No era una frase hecha. Mientras Laertes buscaba la pistola bajo la cama, ella gateó por el techo en dirección al atemorizado asesino a sueldo.
—Mucho me temo que a esto no te has enfrentado nunca, humanito ridículo –dijo la criatura del infierno con voz de ultratumba y sin siquiera despegar los labios–mi jefe me ha pedido que te agradezca las almas que le has ido enviando desde que te decidiste a ejercer como asesino, y las que le enviaste durante tu tiempo de soldado de élite. En cualquier caso –añadió con tomo lujurioso–creo que anoche supe agradecerte bien tu desinteresada colaboración.
Por primera vez en su vida a Laertes le temblaba el pulso, pero supo hacer de tripas corazón, contener el pánico y enfilar con el alza y el punto de mira la frente que apenas unas horas antes había besado con pasión y apretó el gatillo. El techo se lleno de sangre, de sesos y de restos de hueso, pero la mujer siguió avanzando hacía él.
—No no no...así no vamos a ninguna parte. Creo que has sido un niño muy malo–rio el íncubo antes de alcanzar a su víctima y dejarse caer sobre ella.
El otrora despiadado asesino pensó en como podría acabar con esa criatura del averno, y cuando el demonio cayó sobre él, lo inmovilizó sujetándolo con una mano por el cuello y con la otra se arrancó la medalla del angel custodió que lo pusieron al nacer y que siempre había llevado en torno a su garganta, y se la incrustó en el enorme agujero que la bala de 9mm le había realizado en el cráneo. Al recibir el regalito, el íncubo comenzó a chillar como un gorrino durante la matanza y desapareció entre una nube de humo con olor a azufre. Al final esto de ser católico (pensó Laertes) iba a ser más útil de lo que pensaba.
La medallita de su ángel apareció como por arte de magia sobre las sábanas y ni en el techo, ni en la cama ni en ningún otro lugar quedo resto alguno de la demoniaca presencia.
Laertes se pegó una ducha de agua fría, pidió un café con leche largo de café al servicio de habitaciones y buscó en internet los horarios de misa de la iglesia más cercana.
Camino de la iglesia donde se reafirmaría en su fe, pediría confesión y rezaría a su ángel de la guarda, decidió no volver a follar con ninguna mujer a la que no hubiese introducido en la bebida un pequeño trocito de hostia consagrada, de las que pensaba robar al término de la misa. Sería su particular burundanga. Por unos segundos se había llegado a plantear incluso dejar de matar y dejar de follar, pero lo descartó en el acto. Al fin y al cabo somos lo que somos y el que nace lechón muere cochino y renace más lechón que nunca.
Lo cierto es que cuando se me dio la opción de reencarnarme y regresar a la vida en la tierra, debí habérmelo pensado mucho mejor. Pero siempre fui un tipo impetuoso y poco reflexivo y aunque esos dos rasgos de mi personalidad fueron los que me llevaron a cruzar navajas con aquel tremendo mulato de más de dos metros y ciento cincuenta kilos curtidos en peleas en el malecón de la Habana, parece que nunca terminaré de aprender de mis errores.
El destino, caprichoso y juguetón, me hizo elegir entre regresar a la tierra en el cuerpo de un colaborador del Sálvame de luxe o en el de un gato común europeo y uno, que siempre ha sido gatólico practicante, no se lo pensó dos veces. Quizás, visto lo visto, no me hubiera ido tan mal viviendo de airear mis miserias y de criticar a todo perro picha a cambio de cierta popularidad y unos cuantos ceros en mi cuenta corriente, pero es que uno siempre ha tenido su orgullo y su dignidad y seducido por la creencia popular de que los gatos tienen siete vidas, pensé que podría jugársela al fatun y salirme de rositas pillando un siete por uno, pero que va. Yo que fui un hombre culto debería haber meditado un poquito más la elección y haber descartado tópicos y creencias directamente opuestas al razonamiento científico. Pero ya veis. Así me las gasto.
Al optar por la felina apariencia, en menos de lo que canta ese molesto pájaro que no entiende de más horarios que los que le marca la salida del sol, me enviaron de vuelta a este valle de lágrimas convertido en un adorable gatito de gesto amable, afiladas uñas y corazón inquieto. A los pocos meses de despertar a la vida, una vecina del humano que se ocupaba de mi preciosa madre de angora, me metió en una caja con agujeros, me llevó a un chalé cercano y me regaló a su hermano como presente en el día de su cumpleaños. Unas risas, oiga.
Mi humano de compañía era un tipo muy particular con el que sinceramente me sentía muy identificado. Era igual de impetuoso y poco reflexivo que yo, igual de amante de la cultura y de experto en equivocarse de mujer una vez tras otra. Sé que en alguna ocasión también se vio obligado a tirar de faca y a hacer bailar el acero ante otro individuo, pero esa vez ninguna hoja se bañó en sangre y todo quedo en baladronadas, pintorescas coreografías más propias de una película de Carlos Saura, y en el consabido "sujetadme que lo mato" gritado por su oponente y el agónico y lastimero "contente, Juan, contente", proferido por la garganta de la joven por la que se había producido la riña y que al final terminó mandando a la mierda a los dos contendientes.
Mi humano se pasaba el día leyendo, escribiendo y degustando vinos de distintas denominaciones de origen y whiskies de malta, y lo que él no sabía era que yo devoraba sus libros cuando se quedaba dormido, corregía y completaba sus relatos y novelas cuando no me veía y, daba buena cuenta de los restos de Ribera y escoceses de malta de más de doce años. Una vez incluso me zampé una de esas pastillas que se tomaba cuando la cosa se le había ido de las manos la noche anterior, o cuando algo no había salido como le hubiera gustado, Orfidal, creo que se llamaba. No veáis que riseras, de repente se me quitaron las ganas de salir por la ventana a hacer el gato, el mundo me parecía un lugar maravilloso y dormí como un bendito.
Conocí a algunas de las mujeres con las que fracasó al creer que estaba enamorado, y que eran las mujeres de su vida, e incluso llegué a compartir lecho con ellas, pues la mayoría aceptaban de buen grado que me acostase junto a ellos aunque claro, en cuanto veía que la cosa se animaba salía corriendo. Pasaba de ver a mi humano de compañía tratando de levantar aplausos y grandes ovaciones con desigual resultado.
Un día resulta que su prima favorita vino a buscarme y me llevó a su casa donde me instaló durante dos o tres meses junto a una gata algo arisca y muy territorial y una humana jovencita y encantadora. Resulta que el torpe de mi humano no había interiorizado eso de "si bebes no conduzcas" y el golpe contra el asfalto tras perder el control de la moto lo dejó en estado de coma durante una temporadita y luego en silla de ruedas. Cuando por fin vino a por mí con su bastón y una cojera de lo más sandunguera, yo salí por patas porque con esas dos humanas estaba encantado de la vida, y él se rayó y comenzó a decir estupideces como que yo me había ido corriendo porque al haber estado clínicamente muerto unos minutos, le había cambiado el aura o no sé que hostias y yo no lo había reconocido. Anda que...el tipo era majete pero muy peliculero. Yo corrí porque no quería que me devolviera a su hogar, no por tonterías metafísicas. Qué sabría él de la muerte y de auras y demás mandangas. Algún día le contaré como funciona esto.
La que me gustaba un rato y me caía genial era una amiga suya zamorana, una tal Estíbaliz de ojos de gata y sonrisa de diosa griega, a la que siempre le enseñaba fotos y vídeos míos y al parecer se encaprichó conmigo y me hubiera llevado con ella de buen grado, pero una vez más mi atolondramiento y mi falta de acierto me privó de semejante delicia.
No recuerdo muy allá lo que sucedió cierta noche de verano, pero al salir por la ventana y pirarme del chalé para hacer el gato con mis nuevos colegas de la urbanización, maullando en los jardines de las gatitas más monas, haciendo rabiar a los perros encadenados en las casetas y, robando comida de aquellas cocinas que tenían las ventanas abiertas; en el camino de vuelta a casa de mi humano un coche me atropelló y me rompió la columna a la altura de esa vertebra que separa el rabo del resto del cuerpo. No tenia que haberme bebido aquel vaso de Cardhu con hielo que encontré en la mesa del porche del chalé de al lado, pero joder...la tentación era demasiado grande. La verdad es que la culpa fue mía porque volví a casa dando tumbos y sin reflejos de ningún tipo y claro, una cosa llevó a la otra.
Mi humano trató de ayudarme, me llevó de urgencia al veterinario y me pincharon todo tipo de medicación y me administraron pastillas de diferentes colores y un sabor nauseabundo, pero nada. No hubo nada que hacer y poco a poco me fui quedando inválido. Y comenzó a doler tanto que no pude disimular el sufrimiento y, mi humano me vio llorar y aquello le rompió el corazón. Y tomó la decisión acertada. Tras despedirse de mi con un discurso de lo más lacrimógeno y un montón de incómodos besos y achuchones, permitió al veterinario que me administrase la inyección letal y se acabó lo de ser un lindo gatito.
Y aquí estoy esperando. Parece que al cachondo que dirige el departamento de retornos en la sede celestial del destino ahora le ha dado por tocarme los cojones a mala leche, y me ha dado a elegir entre regresar como un radical del independentismo catalán, como una lombriz de tierra o como una cebra de la sabana. De momento me inclino por lo de la cebra, porque siempre me gustó montar a caballo y además las rayas estilizan. Lo de que se me quieran comer todos los leones ya de por sí mola lo justo, y lo de que las hienas se puedan jugar mis despojos a los dados me echa mucho para atrás. Pero como lombriz la verdad es que no me veo y como independentista catalán ni de coña, para que engañarnos. Da igual el tipo de gusano, no quiero volver ni como lombriz ni como CDR. Creo que voy a rellenar la instancia por triplicado y volveré como una cebra. Esperemos que en mi próxima reencarnación pille con un jefe de departamento del destino menos cachondo que me proponga alguna opción más digna. Lo de gato no ha estado nada mal, Mi humano era majete, me lo he pasado pirata y dentro de lo que cabe y si no fuera por lo de castrarme y, por el ridículo tamaño de los penes de la especie, seguramente firmaría para repetir.
De humano ya paso, solo trae disgustos, malos rollo, estrés y pandemias,
Volveremos a vernos ( a no ser que regrese como topo, claro).
A ver...yo soy el primero que celebraré poder quitarme la mascarilla, respirar sin agobios y con el tiempo, volver a besar a los míos sin miedo a transmitir algo más que cariño. Pero quizás nos empeñamos en correr demasiado y en repetir errores del pasado.
Esto de retirar las mascarillas el 26 de junio me recuerda demasiado a "Hemos derrotado al virus" y al "Salgan y disfruten del verano sin miedo". Después de estas desafortunadas afirmaciones y recomendaciones de nuestro presidente del gobierno, vinieron unas cuantas docenas de miles de muertes más, las ucis se volvieron a saturar, los sanitarios se desesperaron y los epidemiólogos se tiraron de los pelos ante tanta estupidez y prepotencia humana.
Si he aprendido algo de la más dura de mis experiencias vitales, es que las prisas no son buenas consejeras y que tenemos que aprender a frenar, porque si no frenas tú, la vida te terminará frenando, y os garantizo que no será una suave deceleración que apenas notaremos, no, más bien será como si alguien tira del freno de emergencia en un AVE a 300 kilómetros por hora, o si frenas con la cabeza contra el asfalto. Y os aseguro que no mola nada.
Todos estamos deseando quitarnos las mascarillas y recuperar nuestras vidas, poder socializar como en el pasado y, disfrutar de esas cosas a las que entonces apenas dábamos importancia, pero que ahora nos parecen el no va más de la felicidad, como el bailar abrazado a alguien en una fiesta o en un bar, acudir con un grupo de amigos a un concierto o a un espectáculo teatral, o conseguir un hueco en la barra de un bar atestada de clientes para que el saturado camarero por fin te haga caso. Pero o mucho me equivoco o esto no ha sido una decisión adoptada por las recomendaciones de expertos en la pandemia. Bueno...esto de los expertos es algo tan relativo como que a lo mejor la decisión la ha tomado ese misterioso comité de expertos que asesoró al gobierno desde el principio de la pandemia, y de los que nunca supimos nombres, formación o cometidos en el mundo de la sanidad. Pero eso es otra historia. A lo que voy es que no hay más que escuchar a eminencias en distintos campos sanitarios para echarse a temblar. La inmensa mayoría de ellos coinciden en que hasta que no haya avanzado mucho más la campaña de vacunación o haya disminuido el índice de incidencia acumulada hasta el riesgo bajo, lo mejor sería mantener las medidas de seguridad que se han demostrado funcionan, como la mascarilla, el continuo lavado de manos y la distancia social.
Personalmente, creo que el principal riesgo que corremos es que al retirar el uso obligatorio de la mascarilla, muchas personas y sobre todo la gente joven (joder...hablo como un pureta. Me hago mayor) le pierdan el respeto a este virus asesino que ya se ha cepillado a cuatro millones de personas a lo largo de todo el planeta y a cerca de cien mil españoles.
Yo me vacunaré el 21 de junio y lo estoy deseando, para que os voy a engañar. Estoy deseando que todos nos vacunemos. Respiré cuando vacunaron a mi madre, quien a sus 73 primaveras y como prácticamente todos los miembros de su generación, ha sido absolutamente escrupulosa con las medidas de seguridad frente a la Covid 19, y daba cosica verla salir a la calle ahogándose con la mascarilla y fatigándose en exceso al no respirar con facilidad. Respiraré cuando se decidan a vacunar a mi hermana Silvia, que tiene Síndrome de Down y ha pasado una temporada muy delicada, pues solo hemos conseguido que comprenda que no podemos darnos besos ni abrazos y que todos tenemos que llevar mascarillas porque "estamos malitos". Pero respiraré a pleno pulmón el día que hayamos conseguido la tan ansiada inmunidad de rebaño (manda cojones que llevo toda la vida tratando de no ser un aborregado más y ahora suspiro por pertenecer a un rebaño inmune).
Mientras tanto seguiré extremando precauciones, utilizando la mascarilla, lavándome las manos, evitando dejarme llevar y abrazar y besar a algunas de las personas que más quiero y a las que hace demasiado que no abrazo ni beso, y respetando las recomendaciones de aquellos que saben que esto no es un juego, que la gente se muere y que nadie ha resucitado a base de aplausos y bailecitos en los balcones.
Y de verdad, tengo tantas ganas de recuperar la vida pre-Covid como el que más, pero algo me dice que ya nada será igual. Esta es la guerra que decían nuestros abuelos que teníamos que pasar para darnos cuenta de la suerte que teníamos al haber nacido durante el desarrollo de España, en democracia, con todas las necesidades fundamentales cubiertas, y con la arrogancia de quien se permite destrozar el planeta y esquilmar los recursos naturales por el mero hecho de que nos hemos creado unas necesidades tan superficiales y triviales como peligrosas.
No soy en absoluto el adalid de la razón, ni pretendo estar en posesión de una verdad absoluta. Solo aplico la lógica y, al darme cuenta de que nuevas variantes del virus como la Delta (la india de toda la vida) son mucho más contagiosas y se están haciendo con el mercado de humanos a extinguir, me aterra pensar que volvamos a caer en la desgracia de un nuevo confinamiento, que terminará de destrozar la economía que tratamos de levantar y la ya dañada salud mental de los ciudadanos.
Pero aunque no confíe en el raciocinio de mi especie, detesto las censuras y las imposiciones, y si la ley lo permite, adelante. Y si no lo permite, con indultar a quien la infrinja en nombre de la magnanimidad y la concordia, lo apañamos (nótese la sutil ironía).
En cualquier caso, aprovecho para desearos a todos lo mejor. Algunos ya hemos descubierto que eso no es más que gozar de buena salud y de ver sanos a los que queremos,