Laertes se siente mal.
El tiempo pasa y pesa, como la vida, y su vida comienza a ser una cuenta atrás demasiado rápida. Antes apenas pensaba en la muerte, pero la muerte, su muerte, se ha convertido en el recurrente pensamiento que le vuelve una y otra vez a la cabeza aunque trate de llenarla con mil y una cosas, con una novela tras otra, con multitud de películas, de canciones, de cualquier cosa que consiga distraerlo de ese negro pensamiento. Pero no es capaz. La continua introspección le atenaza el corazón por las noches y le impide conciliar el sueño y descansar. Descansar. Tan solo quiere descansar.
Tras echar un par de cubitos de hielo en el vaso, vuelve a llenarlo de whisky escoces y tras sostenerlo unos segundos frente a sus ojos, se lo lleva a los labios y lo apura de un solo trago. Intenta embotar su cerebro con el delicioso brebaje de malta para matar el veneno de la conciencia, pero no hay antídoto que pueda acabar con este mal que lo devora y lo desespera. El escocés resbala por su gaznate quemando las raíces del grito de auxilio que lucha por florecer, y calienta su estómago expandiendo esa destilada y efímera sensación de confort por todo su cuerpo.
Apenas le queda un cuarto de litro en la botella de Cardhu gold reserve y cuando se sentó en la cama con la cabeza entre las manos estaba llena. Apenas le quedan sentimientos en el interior del pecho y cuando aparcó junto a la puerta de la casa de su última víctima, hace tan solo unos días, estaba lleno.
Fue algo rápido, discreto, efectivo y muy profesional. Abrió la puerta con una llave maestra, localizó a su víctima en su dormitorio y antes de que pudiera suplicar clemencia siquiera, le descerrajó dos balazos en la frente con su Walter PK con silenciador. Hasta ahí hubiera sido un trabajo más, un éxito más, unos cuantos ceros más en su cuenta bancaria, pero al escuchar un ruido a su espalda la cosa cambió por completo. Mierda. No contaba con que el marido de su víctima no se hubiera llevado al pequeño al colegio como cada mañana. El niño no debería haber estado en casa. No debería haber visto morir a su madre. No debería haberle visto la cara. Supo lo que como profesional debía hacer y antes de que el niño rompiera a llorar le apoyó el cañón en el pecho y cerrando los ojos apretó el gatillo. Murió en el acto. Y el alma de Laertes también. Acababa de saltarse una de sus reglas de oro, nada de menores. Esa norma, junto a la de solo eliminar a aquellas mujeres que se hubiera demostrado con pruebas reales que habían participado a su vez en un crimen, eran las dos premisas que habían marcado su carrera. y que le habían permitido dormir y vivir con la culata llena de muescas.
Nunca se había visto en la tesitura de tener que eliminar a un niño, pero no le había quedado más remedio. Aquel pequeño lo habría identificado en una rueda de reconocimiento sin dudarlo. A los niños siempre les había llamado la atención su bigote bicolor, y aunque había pensado un millón de veces en afeitárselo, el poderoso ego que le hacía conservar esa seña de identidad como algo mucho más allá que un rasgo de distinción, siempre se había opuesto a ello. Y el niño había muerto. Su madre merecía morir. Aquella arpía ambiciosa había contratado a dos sicarios colombianos para acabar con los socios de su marido y que este obtuviera el pleno control de la empresa y las acciones familiares subieran como la espuma permitiendo pagar sus caprichos más absurdos, su deportivo descapotable, su yate de recreo con helipuerto y su residencia en la costa azul. Pero el niño tan solo tenía seis años y hoy debería haber estado en ese colegio elitista en el que lo matricularon sus padres, donde en el recreo jugaba al futbol con los hijos de los delanteros del Real Madrid. Y ya no volverá a jugar al futbol. Ni a nada.
Apuró el contenido de la botella bebiendo directamente de ella hasta que tragó solamente aire y al vaciarla la arrojó furioso contra la pared rompiéndola en mil pedazos.
Laertes es un asesino a sueldo. Eligió esa profesión como medio de vida al estar muy capacitado para ella y al haber demostrado que podía vivir y permitir morir sin el menor reparo. Pero siempre había jugado según sus propias reglas y eso le había llevado a construirse un código de honor en el que terminar con otras vidas estaba justificado, siempre y cuando sus víctimas fuesen escoria de la sociedad. Y hasta este trabajo lo habían sido todas.
Había estrangulado, apuñalado, disparado y envenenado a cerca de ochenta blancos en total. Y cada noche dormía como un niño pequeño. Un niño pequeño. La razón es muy irónica. Y produce monstruos.
El rubio asesino cogió la el revólver que guardaba en el cajón de la mesilla de noche. Un Astra del 38, el arma que utilizaban las fuerzas de seguridad del estado y que estaba completamente limpio y no dejaría pistas en caso de tener que utilizarlo. y se planteó usarlo. Contra él mismo.
Se dio cuenta de que esta era la segunda vez que había empuñado un arma con la idea de quitarse la vida. Y en ambas ocasiones se debía a que se le había roto el corazón. La primera vez fue por una mujer a la que había querido hasta la saciedad y no supo demostrárselo, perdiéndola sin remedio. Poco antes de volarse los sesos recibió la llamada de un ángel que lo salvó, y le permitió seguir existiendo, pero en esta ocasión no habría ángel capaz de salvarlo. Cinco días antes había perforado el corazón de un simpático querubín con los ojos llenos de lágrimas al ver a su madre muerta en la cama y al atravesarlo con una bala de nueve milímetros, impidiéndole desplegar sus alas y salir volando, Laertes se había convertido en lo que nunca quiso ser.
Sin pensarlo más abrió la boca e introdujo el cañón del revolver en ella, provocándose una arcada salvaje que a punto estuvo de hacer que vomitase por toda la cama el whisky de a cien euros la botella, pero pudo controlarla y amartilló el arma con el pulgar de su mano derecha.
En ese instante, justo antes de que terminase con todo, los Radio Head volvieron a cantar Creep en el teléfono móvil que había abandonado junto a la almohada. Su felina curiosidad lo hizo girar la cabeza con el arma aún en la boca y lo que vio en la pantalla estuvo a punto de hacerle perder el conocimiento.
En efecto la vida pasa y pesa, pero a veces también sabe sorprender y compensarte de todo lo malo.
Tenía que llamarlo ahora, justo ahora. Se sacó el arma de la boca y descolgó tragando saliva.
—Pensé que nunca volvería a saber de ti –dijo con un hilo de voz.
—Pues aquí me tienes –contestó la voz al otro lado del teléfono –y te necesito.