El príncipe patoso montó en su caballo y abandonó el palacio con el corazón triste y el alma encogida. No le gustaba su vida, no le gustaba la vida.
Durante semanas había recorrido el reino de Preciosia disfrazado de titiritero y mezclándose con los habitantes de las aldeas y los pueblos. Gracias al disfraz había conseguido pasar inadvertido y comprobar en primera persona que su pueblo no era feliz. Sus súbditos trabajaban de sol a sol y entregaban a los recaudadores de impuestos gran parte de lo ganado con el sudor de su frente. Con lo que les quedaba después de cumplir con las arcas reales, apenas podían alimentar a sus hijos y mantener a sus familias. Su corazón se encogió al ver la cantidad de pequeños que malvivían de la limosna y la generosidad de algunos, pues habían quedado huérfanos cuando sus padres habían sido reclutados a la fuerza para combatir lejos de casa bajo las banderas del reino, y contribuir con su sangre a la grandeza de la dinastía. Él no quería la corona de dolor que ceñía la cabeza de su anciano y moribundo padre el rey. Patoso no estaba dispuesto a contribuir a la desgracia de su pueblo.
Vestido con ropas de viaje y portando una daga y una pequeña bolsa con monedas de oro para subsistir hasta encontrar quien le diera alguna pista de como hacer del suyo un reino feliz, picó espuelas y galopó durante jornadas hasta abandonar las fronteras de Preciosia. El consejo del reino aguardaba la muerte de su padre para enterrarlo con honores y después celebrar su coronación, en la que se derrocharía oro y joyas suficientes para alimentar al pueblo en festejos y ceremonias a las que invitarían a los reyes, reinas y nobles de reinos vecinos. Su padre lo había dispuesto así y el consejo se encargaría de cumplir con su última voluntad.
Agotado cruzó la sierra que delimitaba al norte Preciosia y se adentró en los bosques de Eternia, un principado vecino que era famoso por la inteligencia, la astucia y la diplomacia con las que la princesa Eterna había sabido mantenerlo ajeno a intrigas y revueltas, a guerras y saqueos, a traiciones y conjuras. En Eternia no había riquezas, nadie quería conquistarlo porque la única riqueza era vivir, disfrutar de la música y el arte que embellecía las calles de todas las aldeas, trabajar honradamente pero sin sufrir al hacerlo y seguir adelante.
La princesa Eterna gobernaba su pueblo con amor, generosidad y prudencia. Ayudaba a todos y jamás abandonó a sus súbditos a la hambruna, la enfermedad o el peligro. Gastó gran parte de lo heredado de sus padres en contribuir a hacer de su principado un pueblo feliz y a evitar que la maldad, la envidia y la crueldad cruzasen sus fronteras y devorasen a sus súbditos. Todos la amaban, la respetaban y estarían dispuestos a matar y a morir por la princesa si así fuese necesario.
Patoso solicitó audiencia con ella y Eterna lo recibió y se sentó junto a él para escucharlo en silencio, comprendiendo su dolor y empatizando con su tristeza. Cuando terminó de hablar, ella lo acarició el rostro con una ternura tal que Patoso sintió como aquel contacto lo redimía de todo sus errores y, tras acercar hasta su boca los labios del emocionado príncipe vecino, lo besó. Aquel beso fue la respuesta a todas las preguntas de Patoso, la cura a todos su males, el antídoto para todos los venenos que la vida pudiera inocularle y la solución a cuantos problemas pudiesen aparecer en el futuro. Aquel fue un beso mágico, uno de esos besos que según la leyenda solo pueden darse una vez por milenio, uno de los míticos besos del milenio. Y tras separar sus bocas y mirar a Eterna directamente a los ojos reconoció en ellos dos soles y Patoso supo que aquel ser no era de este mundo, que era un ser celestial y que él era el hombre más afortunado de la creación, pues había recibido el beso de poder, que ayudaría a hacer de su futuro y del de su pueblo un futuro mejor.
A la muerte del padre de Patoso, el príncipe fue coronado rey, y en efecto gastó oro y joyas en las ceremonias y fiestas de coronación, pero repartiendo las riquezas entre su pueblo para aliviar su corazones y recompensar su esfuerzo. Como primera disposición real eliminó los impuestos y solicitó a sus súbditos que contribuyesen al sustento del reino con lo que considerasen que podían aportar sin pasar penurias. El reino nunca lució más hermoso ni fue más justo ni mejor, y pocos años después, en el momento adecuado, Preciosia y Eternia se unieron en un único reino al desposarse sus gobernantes.
Y fueron felices y comieron perdices. Y bebieron tinto de la Ribera del Duero.
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