Los más sagaces agentes de las fuerzas de seguridad del estado estaban dispuestos a tirar la toalla, pues a pesar de no haber escatimado en tiempo y en recursos, no habían conseguido dar con el paradero de Laertes, el asesino a sueldo que traía en jaque a los investigadores más refutados, y a los aspirantes a la medalla al mérito en acto de servicio. Ninguno de ellos sabía que desde el pasado mes de octubre, Laertes se había construido una perfecta tapadera, trabajando 5 horas diarias como tramitador de llamadas en una impoluta y aséptica empresa de secretaria virtual.
Ninguno de sus compañeros ni de sus superiores podía sospechar siquiera que aquel educado y sonriente y tímido teleoperador, tenía tantas muescas en la culata de su revolver, que había comenzado a contabilizar sus víctimas como en lo viejos tiempos de Alcatraz, marcando con tiza palitos en la pared.
La edad comenzaba a pasar factura. Con lo años seguía siendo el número uno con las armas de fuego y las armas blancas, uno de los mejores con las manos, y un verdadero figura improvisando maneras para terminar con la vida de sus objetivos y hacer que pareciera un accidente, pero él mismo era consciente de que había algo a lo que no podía poner remedio entrenando ni practicando a diario, el peso de su conciencia. Cada vez le costaba más apretar el gatillo, hundir la hoja, tensar la soga y privar de oxígeno. Por eso, este merecido descanso, lo llevaría a recomponer sus argumentos y a justificar de nuevo moralmente la importancia de su trabajo. Y trabajando en SVAE y por pura coincidencia, como sucede casi todo en esta vida, la muerte llamó una vez más a su puerta.
—Buenos días, le atiende Juan ¿En que puedo ayudarle?—respondió Laertes a la llamada utilizando el alias elegido para esta nueva y discreta identidad.
Para su sorpresa, el vecino que llamaba a la administración de fincas que contrató los servicios de la empresa donde Laertes se ocultaba del mundo, era un procurador de lo común andaluz, que suplicaba que la comunidad cambiase las cerraduras y las claves que permitían el acceso a la urbanización donde residía desde hacía ya muchos años y donde su expareja, demostrando una innegable psicopatía y un feroz cabreo tras una ruptura que se negaba a aceptar, regresaba una y otra vez para rayarle el coche, escribir insultos en la fachada de su chalé y en las zonas comunes, enfrentarse con los vecinos que le afeaban su actos y tratar a toda costa de arruinarle la vida.
Al ser un jurista en ejercicio y conocer la nueva legislación y la situación actual de indefensión del hombre frente a la mujer a la hora de plantearse judicialmente un conflicto en la pareja, bien de intereses, bien en relación o bien durante la propia separación, el llamante dejó escapar una expresión que hizo que Laertes anotara disimuladamente el número de teléfono que reflejaba la centralita.
Una vez salió del trabajo y se despidió de su director y de Salomé, la coordinadora jefe en quien había detectado ciertas habilidades innatas para la investigación, y con quien debía sobreactuar para que no identificara su verdadera condición, condujo hasta el piso franco en el que se había instalado preparando la conversación con el angustiado procurador. Y al llegar, recuperó el teléfono que había anotado en un post it y lo llamó.
Como el desesperado jurista había insinuado que estaría dispuesto a cualquier cosa para quitarse a su ex pareja de encima, y volver así a sentirse libre y feliz, Laertes le ofreció la posibilidad de cumplir sus deseos, cual rubicundo genio de ojos azules salido al frotar la lámpara de un mágico teléfono, y presupuestó la muerte de la mujer sin dejar rastro y haciendo que pareciera un accidente, en menos de veinte mil euros (lo que viene siendo una minucia a cambio de una vida sin preocupaciones).
Al recibir a los pocos días el ingreso del 50% de lo acordado, Laertes solicitó en el trabajo disfrutar de las vacaciones generadas hasta el momento y al concederse su solicitud, viajó hasta Málaga. Allí y haciendo gala de sus indiscutibles habilidades, consiguió que todo diera a entender que la sólida y carísima puerta de seguridad de acceso al garaje del chalé de su cliente, había caído a plomo sobre el cráneo de su objetivo, causando heridas mortales de necesidad y lesiones incompatibles con la vida. El juez de guardia que se personó para firmar el levantamiento del cadáver certificó el fatal accidente y abandonó sin mayores dudas y con mucha prisa dado lo apretado de su agenda, lo que nunca supo fue el lugar del crimen.
Laertes sonrió al ver el ingreso del 50% restante de la cantidad apalabrada entre caballeros y, sonriendo y recordando la llamada que desencadenó su vuelta a los ruedos, tarareó en voz baja haciendo un juego de palabras con las siglas de la asociación de administradores de fincas que paga su nómina , "Yo soy IESA"
A todos mis compañeros en la empresa