Es tan importante como saber perder. O incluso más.
Puede que celebrar una victoria sea un acto moralmente tolerable siempre y cuando no te vanaglories de tu triunfo ante el enemigo vencido. Lo que sí que podemos calificar como el mayor de los errores es celebrar el éxito antes de conseguirlo, fundamentando la celebración tan solo en las expectativas creadas, en las promesas de quien puede cambiar de parecer, o en indicadores sujetos al azar o la fortuna.
Al aceptar una derrota aceptas también las consecuencias de los actos erróneos que te llevaron a ella, y al celebrar un triunfo celebras el haber sabido tomar las decisiones acertadas que te llevaron a él.
Mi propósito de año nuevo es vivir con los pies en el suelo. Esto no quiere decir que vaya renunciar a ilusiones y sueños (si lo hiciera, no sería yo), pero si que evitaré dar un triunfo por conseguido antes de haberlo alcanzado, celebrar una victoria antes de comprobar la derrota o la rendición del adversario y proclamarme vencedor basándome en lo que debería suceder y no en lo que sucede.
Puede que esto sea un nuevo síntoma de madurez que sumar a los que para mi sorpresa voy incorporando a mi condición, o simplemente una nueva pieza de la armadura que he decidido vestir para proteger mi corazón y mi alma, que ya no soportarían más heridas y que no tienen espacio para añadir más cicatrices.
He aprendido que el tiempo hizo de mi el continuo derrotado en las lides amorosas y que en más de una ocasión estúpidamente llegué a creer que había salido victorioso del encuentro con unas perfectas caderas, con unos ojos del color del sol o con la más hermosa de las sonrisas, pero el destino se ocupó de abrirme los ojos , de mostrarme la más cruda realidad y de confirmarme que si hay un terreno en el que por mucho que lo intente nunca conseguiré celebrar una victoria, ese es el amor. Y es que tras muchas noches en vela, tras muchas horas de lectura, tras muchos versos y muchos párrafos escritos y tras docenas de angustiosas tardes de lluvia entregado a la introspección, al fin aprendí que en el amor no hay vencedores ni vencidos, que nadie gana, que todos pierden y que todos consiguen alzarse con un trofeo.
Y tampoco hay tablas. Siempre que te entregas a ese emocional combate que es el amor, llegará el momento en el que sentirás que tus lágrimas saben como Ella, que tus silencios más tristes se conjugan con su nombre y que con uno solo de sus besos cuando menos lo esperas, es capaz de levantarte del suelo y llevarte a lo más alto del podio. Y pedirás clemencia, bendecirás su piel y descorcharás una botella para saborearla a su lado. Y suplicarás a los hados que el tiempo se detenga y que nunca, nunca, se termine ese momento.
O no. O yo que sé.
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