jueves, 30 de enero de 2025

¿En que puedo ayudarle?


 Los más sagaces agentes de las fuerzas de seguridad del estado estaban dispuestos a tirar la toalla, pues a pesar de no haber escatimado en tiempo y en recursos, no habían conseguido dar con el paradero de Laertes, el asesino a sueldo que traía en jaque a los investigadores más refutados, y a los aspirantes a la medalla al mérito en acto de servicio. Ninguno de ellos sabía que desde el pasado mes de octubre, Laertes se había construido una perfecta tapadera, trabajando 5 horas diarias como tramitador de llamadas en una impoluta y aséptica empresa de secretaria virtual.

Ninguno de sus compañeros ni de sus superiores podía sospechar siquiera que aquel educado y sonriente y tímido teleoperador, tenía tantas muescas en la culta de su revolver, que había comenzado a contabilizar sus víctimas como en lo viejos tiempos de Alcatraz, marcando con tiza palitos en la pared.

La edad comenzaba a pasar factura. Con lo años seguía siendo el número uno con las armas de fuego y las armas blancas, uno de los mejores con las manos, y un verdadero figura improvisando maneras para terminar con la vida de sus objetivos y hacer que pareciera un accidente, pero él mismo era consciente de que había algo a lo que no podía poner remedio entrenando ni practicando a diario, el peso de su conciencia. Cada vez le costaba más apretar el gatillo, hundir la hoja, tensar la soga y privar de oxígeno. Por eso, este merecido descanso, lo llevaría a recomponer sus argumentos y a justificar de nuevo moralmente la importancia de su trabajo. Y trabajando en SVAE y por pura coincidencia, como sucede casi todo en esta vida, la muerte llamó una vez más  a su puerta.

—Buenos días, le atiende Juan ¿En que puedo ayudarle?—respondió Laertes a la llamada utilizando el alias elegido para esta nueva y discreta identidad.

Para su sorpresa, el vecino que llamaba a la administración de fincas que contrató los servicios de la empresa donde Laertes se ocultaba del  mundo, era un abogado andaluz que suplicaba que la comunidad cambiase las cerraduras y las claves de acceso que permitían el acceso a la urbanización donde residía desde hacía ya muchos años y donde su expareja, demostrando una innegable psicopatía y un feroz cabreo tras una ruptura que se negaba a aceptar, regresaba una y otra vez para rayarle el coche, escribir insultos en la fachada de su chalé y en las zonas comunes, enfrentarse con los vecinos que le afeaban su actos y tratar a toda costa de arruinarle la vida.

Al ser un jurista en ejercicio y conocer la nueva legislación y la situación actual de indefensión del hombre frente a la mujer a la hora de plantearse judicialmente un conflicto en la pareja, bien de intereses, bien en relación o bien en la propia separación, el llamante dejó escapar una expresión que hizo que Laertes anotara disimuladamente el número de teléfono que reflejaba la centralita.

Una vez salió del trabajo y se despidió de su director y de Salomé, la coordinadora jefe en quien había detectado ciertas habilidades innatas para la investigación, y con quien debía sobreactuar para que no identificara su verdadera condición, condujo hasta el piso franco en el que se había instalado preparando la conversación con el angustiado procurador. Y al llegar lo llamó.

Como el desesperado jurista había insinuado que estaría dispuesto a cualquier cosa para quitarse a su ex pareja de encima, y volver así a  sentirse libre y feliz, Laertes le ofreció la posibilidad de cumplir sus deseos, cual rubicundo genio de ojos azules salido al frotar al lámpara de un mágico teléfono, y presupuestó la muerte de la mujer sin dejar rastro y haciendo que pareciera un accidente, en menos de veinte mil euros.

Al recibir a los pocos días el ingreso del 50% de lo acordado, Laertes solicitó en el trabajo disfrutar de las vacaciones generadas hasta el momento y al concederse su solicitud, viajó hasta Málaga. Allí y haciendo gala de sus indiscutibles habilidades, consiguió que todo diera a entender que la sólida y carísima  puerta de seguridad de acceso al garaje del chalé de su cliente, había caído a plomo sobre el cráneo de su objetivo, causando heridas mortales de necesidad y lesiones incompatibles con la vida. El juez de guardia que se personó para firmar el levantamiento del cadáver certificó el fatal accidente y abandonó sin mayores dudas y con mucha prisa dado lo apretado de su agenda, lo que nunca supo fue el lugar del crimen.

Laertes sonrió al ver el ingreso del 50% restante de la cantidad apalabrada entre caballeros y, sonriendo y recordando la llamada que desencadeno su vuelta a los ruedos, tarareo en voz baja, "Yo soy IESA"


A todos mis compañeros en la empresa


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