Y es que de alguna manera podría decirse que concedí tantos bailes a parejas equivocadas que tengo los pies destrozados, y un corazón que al estar tan pisoteado como los pies, ya no quiere bailar.
Mi problema es que soy un amante del baile y sé que aunque intente no escuchar la música y desviar la atención a otra parte, sentiré el ritmo en el interior de mi pecho y no podré evitar dejarme llevar, comenzaré a seguir el compas involuntariamente y volveré a saltar a la pista agarrado a unas caderas que seguramente sean mi perdición.
Pero por favor, por favor (porfa, porfa, porfa), ya no sé cómo pedirlo (y es que no soy de pedir), llévame con dulzura, haz que al girar no tropiece, que al cruzarnos no choquemos y que cada paso sea el acertado, el adecuado y el más delicioso. O lo que viene a ser lo mismo...quiéreme bien.
Adoro los tangos y desde pequeño me hubiera encantado saber bailarlos como un porteño elegante, chulesco, aunque respetable, pero, la única pareja que me propuso que nos apuntásemos a clases de tango, no tardo demasiado en encontrar otra pareja de baile y todo quedó en una de esas ilusiones que acostumbro a perder. Lo que está claro es que me muero por bailar con Ella, pero ni merezco volver a sufrir durante la pieza, ni terminar asociando la música con dolor.
Sé que no hay manual ni libro de instrucciones, que no hay tutoriales ni trucos de ningún tipo, que amar es lanzarse al vació sin red, sin casco ni arnés, y confiar en que la persona amada impida que te destroces el alma contra el suelo.
Tengo vértigo emocional y no me importa reconocer que tengo miedo, mucho miedo, cuando me asomo a contemplar las increíbles vistas de una sonrisa espectacular desde la cornisa del terrible precipicio que es el amor no correspondido, y me niego a perrear el vulgar y rítmico aunque anodino reguetón que es el amor de saldo.
Si hay que bailar, se baila, pero en verdad hay quien no merece intentar ese último tango.
Lo que tenga que ser será.
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