Que Spielberg es un genio del cine no es algo que vaya a desvelaros ahora, queridos lectores, pero sí quiero resaltar algo que cuando se habla de él y de su labor cinematográfica no se acostumbra a destacar: la sutileza de su arte, lo sobrecogedor de su metáforas. Supongo que la mayoría de vosotros habrá visto La lista de Schindler, esa impresionante película que narra la historia real de alguien que quiso salvar vidas en un momento y en un mundo en el que lo más fácil era arrebatarlas o simplemente mirar hacia otro lado. Dado que Spielberg es judío, muchos de los que aplaudieron su película simplemente entendieron que la denuncia del film venia tan solo de la condición semita de su director, pero al fin he entendido. Da igual la fe del cineasta, es su humanidad la que se puso tras las cámaras y nos regaló esta cinta triste, angustiosa, dura, cruel, pero con un mensaje esperanzador. Todos recordaréis a la niña del abrigo rojo. En una cinta rodada íntegramente en blanco y negro, en ocasiones podíamos ver a una pequeña niña judía con abrigo rojo que caminaba en el gueto de la mano de su padre, que corrían angustiada junto a las largas filas donde los soldados de las SS separaban a los que iban a morir de los que se iban a convertir en ,mano de obra esclava y en uno de los momentos más duros de la película, vemos su cuerpecito ataviado de rojo quemándose en la gran pira con miles de cuerpos que los nazis prenden para deshacerse de despojos humanos. Es niña sigue caminando angustiada de la mano de sus padres hoy en día. Sigue corriendo despavorida junto a otras largas hileras en distintos países del mundo. Esta pobre niña y su abrigo rojo arden en cientos de piras a lo largo del planeta. Ya no son los fanáticos soldados de las sanguinarias SS los que han encendido los fuegos. Hoy son el fanatismo islámico, los cárteles de la droga, las guerrillas que forman niños soldados, los sicarios a sueldo del capital y distintos colectivos sin alma los que prenden la hoguera arrojando a ella a un sinfín de mujeres y hombres a los que carbonizar el futuro. Vemos también ese abrigo empapado envolviendo el cadáver del cuerpecito ahogado en el Mediterráneo al tratar de escapar de las hileras de la muerte y haberse encontrado con demasiadas fronteras entre la guerra y la esperanza. Ese mismo abriguito rojo cubre otro cuerpo separado de sus padres que yace a los pies del muro que un líder norteamericano se ha empeñado en levantar en el nombre de su petroleo, del dolar y de la enmienda nosecuantos. Demasiados abriguitos rojos sobre demasiadas niñas muertas. En Bolivia, Colombia, El Congo, Venezuela, Corea, Siria, Turquía, Marruecos... El eterno sastre está harto de coser el patrón de una prenda para la muerte y la ignominia, pero sobre todo está harto de que no nos demos cuenta de que ese abrigo nunca estuvo de moda, por mucho que se venda a lo largo del globo terráqueo (ya hablaremos en otra ocasión de esa sandez del terraplanismo). Puede que a raíz de cierta ECM que me tocó vivir, me haya cambiado por completo la visión de la vida. puede que el haberme atiborrado de química durante más de cinco años con la sana intención de erradicar penas, miedos y nervios, me haya abierto algo que tenía cerrado, pero esta noche he vuelto a llorar dormido. He llorado por la niña del abrigo rojo. Por ella...por todas ellas. Algo se podrá hacer digo yo. Por favor...que además de impermeables parecemos daltónicos al sufrimiento ajeno. Por favor, empapaos de literatura, de música, de arte, teatro y de danza. Por favor, empapaos de cine.
Ya está, ya lo he dicho. Disculpen mis modales, pero entenderán ustedes que esta postura mía es bastante incómoda y que aparte de los nervios destrozados, tengo las lumbares fatal. Y es que no se porque el Ser humano ha desarrollado es habilidad tan especial para diezmar a los de mi especie. No crean que nos vamos a dejar erradicar así por las buenas. De momento ya hemos conseguido convencer al gobierno (a cambio claro, de ceder más tierras) de que reduzcan la velocidad máxima a ciento diez por hora, aunque claro, conociendo el carácter español y la natural voluntad patria para acatar las leyes, en este país el que baja de los ciento treinta, es que es tonto. Con la benemérita tenemos un acuerdo especial: ellos se hacen más visibles, (por aquello de acojonar a los infractores) y nosotros destruimos todos los documentos gráficos sobre agentes entrando en puticlubs de carretera a las diez de la mañana y saliendo de los mismos a las tres de la tarde (ya se...no me lo digan: el café del funcionario). No les basta con dejarnos sin espacios naturales con su manía de construir tanta autopista, que encima siempre hay un gilipollas que tira la colillita por la ventana y ala...a tomar por culo media familia. No se ustedes, pero a mi ese cuento de la pirámide evolutiva me parece un chorradón ¡¡si los hombres son todos idiotas!! A ver díganme ¿que especie animal se pasa el día conspirando para destrozar su propio hábitat? ¿que especie animal reelige al jefe de su manada cuando se demuestra que ya no sirve para nada? ¿que especie animal gasta los recursos del grupo en alimentar a unos pocos, dejando morir de hambre a los demás? No se, algo no va bien entre ustedes. Yo por el momento, les rogaría que extremaran la precaución al volante, porque cada día que pasa perdemos a cientos de erizos en edad de trabajar y a diferencia de ustedes españoles, que tienen a cinco millones de personas en el paro, nosotros no damos a basto. También les agradecería que trataran de trasladar los focos de prostitución de cunetas y rotondas a edificios habilitados a tal efecto, porque nuestros pequeños se pasan el día más salidos que la punta de una lanza y no ganamos para bromuro. Sería estupendo que eliminaran las cuatro ruedas y todo el mundo se moviera en Vespa, que además es más vistoso y aporta mucho glamour, pero se que eso es pedir un imposible...están cotizadísimas. Hagan el favor de poner de su parte, porque ya se nos están empezando a hinchar las gónadas y el paso siguiente va a ser aliarnos con los mineros asturianos y leoneses y empezar a cortar carreteras. No vean ustedes, lo bien que les va a sentar cuando paren en un arcén con la vejiga reventona y en medio del alivio se lleven media docena de puas en la punta del banano. El que avisa no es traidor, y les dejo, que viene un Seat León amarillo conducido por un muchacho con camiseta de tirantes y con estos hay que esmerarse. Suyo afectuosamente. Un erizo cabreado.
-Siéntese y pruebe la cerveza de Hans. Sé bien que los españoles sois más aficionados al vino que a nuestra bebida, pero os garantizo que dará vigor a vuestra lengua, así que contadme lo que habéis descubierto. Lo que digáis quedará entre nosotros, aquí nadie podrá oírnos. No os preocupéis, caballero. Tras decir esto el editor, impresor y librero, Crostobal Plantino, bebió un trago de su jarra de cerveza y tomó acomodo como pudo en una de las toscas sillas de madera sin labrar que amablemente había colocado en aquel sótano de su establecimiento su amigo Hans, el dueño de aquel tugurio. La taberna de Hans era el lugar donde había decidido citar al espía para pasar desapercibidos entre los soldados y burgueses de la zona. Plantino se dispuso a escuchar el relato de su interlocutor, el mercenario español Tomás de Ronda. Tomás era el típico caballero español de mediados del siglo XVI. Orgulloso, extremadamente susceptible y con un turbio pasado que le había llevado a alejarse de su patria y a poner su vida y su espada al servicio de quien estuviese dispuesto a entregarle una buena bolsa. El español era lento con la lengua, pero ágil y habilidoso con la espada, como bien podrían confirmar allá en la cruel y cálida España unos cuantos maridos cornudos de seguir con vida. -Vuestro yerno os ha traicionado, señor impresor. Llegó a su conocimiento que se os había escogido por su majestad, Felipe II, para imprimir con exclusividad todos los textos religiosos y en uno de vuestros viajes a Paris tomó los tipos de vuestra nueva tipografía y colocándolos en la imprenta imprimió con ellos las tesis de Lutero. Al disponer de vuestro sello y ser una tipografía única en el mundo, hizo llegar lo impreso a la Santa Inquisición y el inquisidor supremo de Flandes lo ha enviado a Madrid. En cuanto llegue a las manos de su majestad el rey se os privará de ese contrato en exclusiva y vuestro yerno optará a él, con el beneplácito y el apoyo del santo oficio. El flamenco editor apuró la jarra de rubia cerveza y se secó los húmedos bigotes con la manga del jubón. Haciendo un tremendo esfuerzo, mantuvo la compostura. -Jan, perro traidor. Desconfié de él desde que comenzó a cortejar a mi Claudia, mi hija, mi tesoro más preciado. Por desgracia su dote era más que generosa y los costes de la imprenta, la linotipia, los tipos y todo el material eran muy elevados, por lo que prostituí su amor y lo vendí por un cofre lleno de monedas de oro. El diablo acuñó esas monedas, no lo dudo. - -La mano ociosa es el instrumento del diablo- dijo Don Tomás de Ronda santiguándose al tiempo- y vuestro yerno pasa demasiado tiempo mesándose las barbas y prestando oídos a esas nuevas doctrinas, que para él se traducirían en más propiedades y joyas, si consiguiese hacerse con el favor del rey de España y lo que es más importante aún si cabe, con el de la única y verdadera fe. - -Tendré que esconderme, buen caballero. Si la inquisición ha puesto sus ojos en mí, no tardará en poner también sus manos. Ya no tengo edad para el potro. - gimió lastimero el editor- Las falsas acusaciones de mi yerno me podrían costar la vida por lo que quiero agradecerle el favor pagándole con la misma moneda. Matadlo, Don Tomás, atravesadle el pecho de lado a lado con vuestro acero, poned el precio que más os acomode, lo pagaré con gusto. No escatiméis en el tamaño de la bolsa que pidáis por su vida. Os la entregaré gustoso y por adelantado. - Cristobal Plantino notó por el gesto de alarma del caballero andaluz que estaba comenzando a hablar demasiado alto y se obligó a si mismo a controlar la rabia y a bajar la voz. -Partid de inmediato. Seguramente lo encontraréis preparando la marcha, pues mi hija y él tienen costumbre en estas fechas en visitar a unos parientes de Jan que viven en la costa. Matadlo y me haréis justicia. - No os cobraré por ello, señor impresor. - Dijo Don Tomás - De ninguna manera. Insisto en el pago-añadió interrumpiendo Cristobal Plantino El caballero de Ronda le hizo un gesto con el dedo índice pidiéndole silencio y mirándole fijamente a los ojos y con la mano derecha apoyada sobre el pomo de su acero toledano, dijo con voz sensiblemente afectada por la desesperación y la tristeza del impresor belga: - Los españoles somos hombres de honor y vuestro yerno se ha comportado como el más rastrero y avaro de los judíos que entregaron a Cristo. Este trabajo correrá de mi cuenta y será un placer y una satisfacción personal quitarle la vida a tan vil serpiente. Sin embargo sí que os agradecería que llamaseis a vuestro amigo Hans y le pidieseis otras jarras de este brebaje. No es como nuestros caldos españoles, pero está francamente delicioso. Bebamos y brindemos por la reparación de vuestro honor y vuestro nombre. Mi espada se ocupará de ello, no os preocupéis. Y ya que dejaré viuda a vuestra hermosa hija Claudia, para mí sería el más hermoso pago por los servicios prestados. Cristobal Plantino accedió a su pretensión con una enorme sonrisa y un fuerte apretón de manos con el que selló el acuerdo. Pocos días después, Jan Moretus, yerno y heredero de Cristobal Plantino, fue encontrado muerto junto a las caballerizas de su casa, al parecer víctima de un robo. El ladrón lo había despojado de la bolsa tras haberle atravesado el corazón de parte a parte. Recibió cristiana sepultura y su suegro, el impresor y editor Cristobal Plantino, pagó generosamente más de un centenar de misas por su alma.
Con mucho cuidado ensartó el cadáver del roedor en el afilado hierro que había seleccionado para preparar la comida y lo colocó sobre el fuego.
Era una rata bastante hermosa, de unos dos kilos y medio, y una vez estuviese lista y –acompañada por un buen tinto de la zona–, se daría un festín a la salud de los muertos del caudillo y de los de la nueva España.
Nini siempre le conseguía las mejores piezas. El zagal se había convertido en el más consumado cazador de ratas de la comarca, mucho más hábil que su tío, el ratero, si bien es cierto que comenzaban a escasear los mejores ejemplares, pues otro joven de la zona había empezado a cazar también ratas de agua visto que el hambre se estaba apoderando de Castilla. Los pocos pastores que vivían cerca se cuidaban mucho de no perder su ganado y lo mantenían incuso a costa de pasar penalidades ellos mismos, pues con cada cordero o cada vaca que vendían a los comerciantes de Valladolid podían alimentar a sus hijos unos días más.
Justito, el alcalde, decía que las ratas bien fritas con una puntita de vinagre eran más sabrosas incluso que las codornices. Pero el muy cabrón tampoco renunciaba a apretarse unas codornices o unas perdices de vez en cuando. Las comidas con los gerifaltes del movimiento y con el cura que oficiaba las misas en el pueblo vecino, siempre ponían los dientes largos a los vecinos que, envidiosos, trataban de arruinarlas con cualquier excusa, presentándose en casa del alcalde solicitando su presencia para dirimir fingidas disputas de lindes o denunciar ficticios avistamientos de maquis o de “topos” escondidos en graneros cercanos. Incluso una vez varios vecinos, conocedores de la celebración del día de la victoria con un lechazo asado en el horno de leña del señor alcalde, se compincharon para presentarse en su casa indignados por el supuesto intento de envenenamiento de los silos de grano por parte de un nutrido contingente de rojos que se negaban a aceptar al generalísimo como caudillo de España por la gracia de Dios. Para dar más efectismo a la historia y hacerla creíble, habían cortado ellos mismos las cadenas que impedían el acceso a los silos y llegaron a disparar cartuchazos al aire, fingiendo haber puesto en fuga a comunistas y masones quienes, como perros cobardes que eran, habían huido por evitar el enfrentamiento.
El plan fue un éxito y, con el jaleo de las detonaciones, los gritos y la puesta en escena de los vecinos compinchados, el alcalde y los falangistas salieron de la casa con las pistolas en la mano dando vivas a Franco y a España, dispuestos a unirse a la batalla.
El cordero lechal abandonado a su suerte a más de trescientos grados termino arruinándose y la comilona tuvo que ser sustituida por pan y unas lonchas de queso algo rancio.
Tras darle otra vuelta al hierro donde se asaba la suculenta rata, Laertes bebió un buen trago del porrón a la salud de sus ingeniosos vecinos.
España había sufrido una herida muy profunda del treinta y seis al treinta y nueve y, desde el día en que cayó Madrid, agonizaba lentamente envuelta en la bandera nacional.
Laertes no había luchado en la guerra: apenas era un niño. Pero perdió a su abuelo y a dos de sus tíos a manos de los milicianos republicanos que no hicieron distingos a la hora de pasar a cuchillo a cuantos se encontraban del lado de los nacionales, aunque solo fuesen hombres reclutados a la fuerza por encontrarse en el lugar equivocado.
Aquellas pérdidas familiares habían generado un resentimiento brutal y un odio a los republicanos que derivaron en la denuncia por parte de su abuela y de su padre de cuantos parecieran sospechosos de abrazar el comunismo o de coquetear con la masonería. Más de una cuneta del término municipal se habitó con los cadáveres de quienes fueron denunciados sin pruebas. Al igual que –sabía– había pasado en la zona roja, donde curas, señoritos, banqueros, militares y presuntos fascistas habían muerto fusilados o degollados a manos de pelotones de ejecución o de la encolerizada turba.
La rata ya estaba en su punto y, sacando la navaja, procedió a trincharla.
Tras aderezarla con sal y vinagre, Laertes se sirvió un muslo y reservó los huesos para los gatos que pululaban a su alrededor esperando las sobras.
“La muerte son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir»… recordó haber escuchado una vez en boca del maestro. Y se sonrió al pensar en las ratas que habitaban esos ríos y que ahora lo alimentaban
Se acerca el momento. Esta novela que pronto verá la luz y llegará a lectores de toda España es mucho más que un libro. La idea y la necesidad de escribir Temporada de setas nació hace más de cinco años, unos pocos meses después de darle plantón a la pálida señora cuando ya había coqueteado con ella y me llevaba de la mano a un lugar donde todos tendremos que instalarnos al llegar nuestra hora. Uno de los primeros días en los que me animé a salir bastón en mano tras aquello, Juan, mi tocayo y propietario de uno de esos bares especiales y muy culturales que podemos encontrar en Valladolid, me arrojó un guante que recogí presto y decidido. Juan me preguntó qué sería capaz de hacer con la frase temporada de setas y qué me inspiraba ese concepto. Yo acababa de salir de la lesión cerebral axonal difusa, lesión con una estadística demoledora: un noventa por ciento de muerte directa y muchos pacientes en estado vegetal entre ese diez por ciento superviviente. Al parecer y según me informaron los neurólogos del hospital donde pasé mas de mes y medio entre el estado comatoso, la UCI y la recuperación en planta, mi cerebro se había salvado gracias a leer tanto y a escribir tanto. Necesitaba escribir la novela que me había inspirado el reto de Juan. Y me puse a ello. No tardé demasiado en tener un primer manuscrito donde di rienda suelta a las ideas que me abarrotaban la cabeza y de alguna forma aquel primer borrador era una catarsis de multitud de sentimientos que iban desde el miedo a la vida, el dolor ante al traición, el amor mal entendido y el deseo más feroz, mezclado y agitado en una batidora agujereada que perdía un poco de contenido y no terminaba de lograr la mezcla perfecta. Aquel primer borrador lo revisé después con la directora de la editorial que publicó mi primer libro y que sabiamente me dijo que aún no estaba listo para ver la luz. Entonces, algo triste y desilusionado, lo dejé en barbecho y me dediqué a otros textos, otras metas y otras catarsis. Pero hace unos meses volví a sentir la necesidad de terminar lo empezado y le pedí ayuda a una estupenda amiga, también editora y además novelista premiada. Y junto a ella me senté a trabajar duro y a dedicarle a Temporada de setas el tiempo que le había escamoteado en un principio, donde más allá de como debía contar mi historia se impuso el contarla a cualquier precio. Y la novela tomó la forma adecuada, que es la que un valiente editor vallisoletano que apuesta por los autores locales ha decidido publicar bajo su sello. Mi querida amiga la exitosa escritora ovetense Eugenia rico, novelista con una gran andadura en los prados literarios y con un amplio y exquisito bagaje cultural, ha escrito el prólogo de esta mi primera novela. Eugenia, conocedora de mi historia, me envió el prólogo que os voy a dejar aquí en primicia. He de reconocer que cada vez que lo leo me emociono.
Desde que leí por primera vez a Juan Pizarro supe que era un verdadero escritor. Un gran escritor. Fui la presidenta de un jurado que descubrió su cuento después de leer miles, y en la entrega de premios le dije: «tú tienes verdadero talento y el verdadero talento es responsabilidad». Como dice Rilke en las Cartas a un joven poeta, uno debe escribir tan sólo si cualquier otra posibilidad sería un suicidio. Bueno, Rilke lo expresa de otro modo, pero yo prefiero decirlo así. La literatura es ir en contra de una sociedad que nos invita a no pensar, a no detenernos, a seguir adelante, a no vivir nunca porque nunca pensamos en la muerte. A no amar nunca porque confundimos el amor con el placer. Leer y escribir es el oficio de no conformarse nunca, de cuestionarlo todo, de descubrirlo todo de nuevo. Y eso es lo que hace Juan Pizarro en la vida y en la novela. Una persona extraordinaria este Juan al que leí antes de conocer. Un escritor que dará mucho que hablar. Un escritor que hará el mundo mejor escribiendo. Eugenia Rico Enero, 2020
Eugenia es una mujer generosa de muy hábil pluma y de una ternura muy especial. Puede que no se haya dado cuenta aún de que con este texto sobre mí y sobre mi novela, ha conseguido lo que años de medicación no han terminado de lograr, ME HA DEVUELTO LA CONFIANZA EN MI MISMO. Espero que logre estar a la altura de las espectativas generadas. Esta novela es también un canto a la amistad y un homenaje a mis amigos, que con su hospitalidad, su inmenso cariño, sus vinos, sus bombones y su música, enriquecen el contenido de mi obra. Prueba de ello es la canción que os dejo a continuación y que es parte de la BSO original de Temporada de setas una BSO integrada en un 95% por amigos músicos vallisoletanos. Tengo además la inmensa fortuna de que todos estos amigos que integran la banda sonora de mi novela, han accedido a tocar durante la presentación de la misma en el LAVA (Laboratorio de las Artes de Valladolid). Os avisaré de la fecha de este evento tan especial. Que ustedes la disfruten.
"Una vida más tarde comprenderemos, que la vida perdimos, solo por miedo". Laertes pensó que cuando lo canta María Salgado, resulta hasta bonito, pero que él no iba a permitir que se le escapase la vida solo por miedo. No. Pasara lo que pasara y le pesara a quien le pesara, iba a vivir todos y cada uno de los minutos que le concediera el destino. El brazo del tocadiscos levanto la aguja y volvió a su lugar, y el aparato detuvo el giro del vinilo de la cantante toresana. Laertes ajustó el revolver en la funda tobillera y solo por precaución guardó en el interior del bolsillo del chaleco un tambor completo de balas del calibre treinta y ocho con la punta hueca. Nunca se sabe lo que puede pasar y aunque iba a ser un trabajo fácil, en ocasiones los hados son caprichosos. El plan de acción estaba más que estudiado y en las últimas semanas había aprovechado la afluencia de turistas en busca de sol y playa para recorrer a pie y ataviado con un pantalón corto, una simpática camiseta de Futurama y chanclas a modo de uniforme de camuflaje, el trayecto desde el apartamento alquilado en el paseo marítimo hasta el chiringuito donde su víctima solía celebrar las entregas de mercancía. Apenas diez minutos entre la multitud y a paso de sufrido comprador en las rebajas lo separaban entre la tranquilidad del hogar vacacional y lo que los detectives de criminalística denominarían como escena del crimen. El empresario ruso que le había encargado el trabajo había entregado ya diez mil euros en billetes de cincuenta y según lo acordado, una vez que Laertes hubiese eliminado a su competidor colombiano, recibiría treinta mil euros más en billetes sin marcar y de distinto importe. Marbella se estaba convirtiendo en el patio de recreo de la mafia rusa y no iban a tolerar que colombianos, turcos o chinos les arrebatasen los clientes. Los niños bien que abarrotaban los bares y discotecas en Marbella, Puerto Banús, San Pedro de Alcántara y Estepona se dejaban en copas y farlopa de primerísima calidad el dinero horadamente ganado por sus padres en los bufetes, oficinas bancarias, estudios, clínicas y consultas donde trabajaban duro para ofrecer a sus familias una vida sin estrecheces. En esto se ha convertido el ocio de los cachorros de las clases privilegiadas; en noches de fiesta a todo trapo, whisky y ginebra de a cincuenta euros el cubata y rayas de cocaina sobre el vientre de modelos, compañeras de la facul, o buscavidas de rostro agraciado, pechos de silicona y glúteos tan firmes como su voluntad de medrar en una vida difícil. Había elegido la noche del martes porque siempre le habían gustado para actuar, dado que incluso en periodos vacacionales, la gente se cuidaba de alternar en exceso un martes pudiendo maquillar las borracheras los fines de semana o los jueves, los nuevos viernes. Al llegar al lugar elegido aguardó unos minutos hasta que vio aproximarse el descapotable del ostentoso y nada disimulado narcotraficante colombiano y cuando lo estacionó en el parking privado para clientes VIP, se acercó con paso firme y decidido, extrajo el revolver de la funda del tobillo, lo apoyó sobre la rapada sien del objetivo y disparó dos veces. Misión cumplida. La música house que vomitaban los altavoces del chiringuito de moda amortiguó el estruendo de las detonaciones. Confirmó que como había previsto antes de ejecutar a su víctima nadie había podido verlo, emprendió una rápida retirada por la trasera del parking y antes de regresar a casa, entró en otro local de moda donde pidió un escocés con mucho hielo y cocacola light en copa de balón. Misión cumplida. Seguía viviendo y nunca dejaría de hacerlo solo por miedo. Sonriendo de medio lado como los marrajos de las costas andaluzas, tarareó la canción de María Salgado y se deleitó con el sabor del whisky con nombre de irreductible clan escocés. Una vez hubo apurado el combinado regresó al apartamento y se entregó al placer de la lectura de la última novela de Eugenia Rico. Laertes era un asesino de exquisito paladar y exigente cerebro. Había desarrollado con esmero su gusto por las buenas novelas y su afición por los destilados de malta.
Esta es una virtud que me he visto obligado a desarrollar tras una serie de catastróficas desdichas encadenadas. Y ciertamente resulta muy enriquecedora. Más allá del deseo y de las necesidades imperiosas que se rigen por el aquí y el ahora, he descubierto que al respirar, meditar, sopesar y darle tiempo a las decisiones todo es mucho más acertado. Quizá es más difícil trabajar la paciencia cuando los resultados no dependen de uno mismo ni de sus actos, sino de que quien deba hacerlo, reaccione, y se ponga en marcha facilitando el buen devenir de los acontecimientos. O el malo, que a veces por mucha calma que le inyectes a las circunstancias, no se ponen de tu lado. Llevo más de cinco años escuchando eso de "poquito a poco" y "espera, que lo que tenga que ser, será" y si bien es cierto que son dos consejos más que válidos, cuando eres una persona nerviosa, algo irreflexiva y muy pasional, se convierten en algo odioso. He aprendido que todo termina llegando, incluso lo bueno, y que por mucho que creas que vas a desesperar o a volverte loco, si encuentras en tu interior el prado donde sentarte a respirar y a deleitarte con la paz, el sosiego crece y se convierte en tu aliado. Sé que la impaciencia también es un síntoma de falta de madurez y que aunque pretenda justificarla con argumentos a mi favor, está demostrado que no es más certero el tirador más rápido, sino el que dedica unos segundos a elegir el blanco y a centrarlo en el punto de mira. Vivimos en una sociedad en la que según los expertos en salud mental, el ochenta por ciento de la población adulta deberá recurrir a antidepresivos o ansiolíticos en algún momento de su vida. Donde las crisis del pánico derivado de la ansiedad se han convertido en un mal epidémico del siglo XXI Y no pretendo dar consejitos a nadie ni hacer de esto un texto de auto ayuda. Me encanta un refrán que dice:"No me dé consejos, gracias, se equivocarme solo". Hoy he dejado que brotase este texto al sentarme ante el teclado con la sana intención de escribir un relato sobre un asesino que llevado por las prisas, olvidaba el arma del crimen en la escena donde se desarrollaban los acontecimientos. Y una cosa me ha llevado a la otra. Soy uno de esos escritores denominados "brújula" y hasta hace bien poco y pese a la continua insistencia de amigos, familiares, editores y lectores habituales, no acostumbraba a repasar mis textos. Ni mucho menos a leerlos en voz alta tras escribir el final. Ahora me doy treguas, y cuando me consigo centrar en una de las miles de ideas que me abarrotan la cabeza insistiendo para que las de forma escrita, respiro y busco tiempo para que al hacerlo, nazca algo que merezca la pena. Puede que lo consiga o puede que no, pero al menos si fracaso en el intento, no será por haberme dejado llevar por las prisas. Lo mismo me sucede al hacer el amor. Las prisas solo me han llevado a cometer errores y a terminar mucho antes de lo deseado, con lo que eso conlleva. Ahora los asesinos de mis textos matan lentamente, besan con dulzura y follan sin prisas. Aunque al final los terminen pillando y acaben pendiendo de una soga o con el cabello chamuscado en una incómoda silla enchufada a la red. Que se lo hubiesen pensado mejor antes de apretar el gatillo, hundir la hoja o acelerar a fondo. Y sino, siempre podré escribirlos atiborrándose de orfidales o de tranquimacines.
Antonio aprovecha que la profesora de dibujo escribe
en el encerado, de espaldas a la clase, para mirar la hora en su reloj. Las 11.25.
Una terrible angustia se apodera de él y por un instante piensa en diversas
opciones para no tener que bajar al patio durante el recreo. Descarta el
fingirse enfermo porque eso ya lo ha hecho varias veces este mes y no va a
colar. Piensa en esconderse en los baños del pasillo de primero de la ESO, pero
el bedelha descubierto que hay niños
que se encierran allí a fumar y se pasa por los servicios de todas las plantas
muy a menudo durante el recreo, buscando jóvenes adictos a tan nociva sustancia.
Ojalá su padre no hubiese ascendido en el trabajo y
nunca lo hubiesen destinado a esa ciudad de mierda. Ojalá no hubiese insistido
en que le acompañase su familia y no le hubiesen sacado del cole donde tenía a
sus amigos de toda la vida y donde era feliz y no le hubiese matriculado en
este colegio elitista donde sufría insultos y palizas a diario.
Al llegar a esta ciudad donde hace tanto frio en la
calle como en el corazón de sus habitantes, Antonio supo que su vida cambiaría
por completo. Echaba de menos su Santander natal, el mar y la gente amable.
Allí nadie le había insultado nunca por ser pelirrojo y por tener pecas. Aquí
lo llamaban Panocho desde el primer día y los mayores del patio habían cogido
la costumbre de arrastrarle hasta una zona recóndita y segura del patio para unirle
con rotulador las pecas del rostro como si estuviesen jugando a escapar del
laberinto de sus mejillas, buscando la salida.El primer día que se lo hicieron trató de defenderse y descubrió lo
dolorosas que son las patadas en la entrepierna y los puñetazos en el estómago.
Además, una de las chicas de segundo de la ESO, le escupió un gargajo enorme
que le alcanzó de lleno en el cristal las gafas a la atura del ojo derecho. Al
quejarse asqueado, un chico muy grande que siempre estaba con esa niña, le quitó
las gafas, las tiró al suelo y las pisoteó delante de todos, diciendo que era
la mejor manera de limpiarlas. Al llegar a casa con las gafas destrozadas, dijo
que se le habían roto jugando al futbol y su padre lo castigó sin paga esa semana.
Para que tuviese más cuidado la próxima vez. Asumió el castigo sin abrir la
boca. Él no era un chivato.
Cómo no dijo nada a su tutora ni a ningún profesor,
los mayores cogieron por costumbre torturarlo durante el recreo y cada vez que
sonaba el timbre, el estómago le daba un vuelco. Era la hora de salir a la
arena. De lunes a viernes el patio del colegio se convertía en un especial circo
donde lo aguardaban las fieras más terribles.
Ya no sabía qué hacer. Desde luego no iba a delatar a
nadie. En Santander aprendió que no hay nada más despreciable que un chivato.
Él mismo había sido uno de los alumnos de cuarto de primaria que formó parte de
la larga fila de collejas, por la que tuvo que pasar con las manos atadas a la
espalda y la cabeza gacha, el compañero que se chivó al director de los nombres
de los cuatro chicos que habían robado el balón de reglamento con las firmas de
los jugadores del Racing que se
guardaba en la sala de trofeos del hall de la entrada principal. A él no le
harían uno de esos humillantes pasillos de castigo.
Últimamente le dolía un poco el pito al hacer pis.
Tantas patadas y rodillazos comenzaban a dejar secuelas. Pero aguantaría el
dolor.
Ha convencido a sus padres para que lo apunten en
Kárate y así aprenderá a defenderse y sabrá hacerse respetar. Un día se llevó
una navaja al colegio con la intención de esgrimirla ante los acosadores, pero
tuvo miedo de cortar a alguien sin querer o de que incluso llegasen a
quitársela y se la clavasen a él fingiendo un accidente. No llegó a sacarla del
bolsillo trasero del pantalón. En unos meses sabrá dar patadas y puñetazos como
los de las películas y todos lo dejarían en paz.
Suena el timbre. La profesora deja la tiza sobre la
mesa y les da permiso para abandonar el aula. Todos los compañeros recogen los
libros de dibujo, las láminas, los estilógrafos, los compases y los estuches y
los guardan en las mochilas mientras hablan y bromean. Antonio recoge en
silencio y trata de dar con una solución digna. Entonces se le ilumina la
mente. Despliega el compás y finge tropezar y caer sobre él, clavándoselo en el
cuello. En aquel accidente fingido, tiene la mala suerte de clavarse la punta
en la vena yugular y se produce un enorme desgarro al tirar del compás para
quitárselo. La sangre comienza a manar de forma abundante. La chica que se
sienta a su lado ha visto todo y empieza a gritar: ¡El Panocho se ha rajado el
cuello! Todas las miradas se centran en Antonio y la profesora de dibujo corre
a realizarle un vendaje de urgencia con el pañuelo oscuro que siempre luce
sobre su bata de trabajo. Entre varios compañeros lo llevan a la enfermería del
colegio y le presionan sobre el corte en lo que llega el sanitario que se
encontraba en la cafetería del centro. Al llegar y atender a Antonio, lo primero
que hace es suturarle la herida con unos cuantos dolorosos puntos realizados
sin anestesia. Al quitarle a Antonio la camisa empapada en sangre y ver los
diversos moratones que cubren su torso desnudo, el sanitario lo somete a un
disimulado interrogatorio sobre aquellas señales, pensando que pueda ser una
víctima de la violencia doméstica. Al percatarse de las incongruencias en las
repuestas, le pide que se quite los pantalones para revisar el resto de su
cuerpo y buscar también con mucha discreción, signos de abusos sexuales. Los
enormes cardenales alrededor del escroto y en las caras internas de los muslos,
le llevan a llamar a dirección y a pedir que vengan a ver aquello.
Antonio se pone muy nervioso y sufre un ataque de
ansiedad ante el cariz que ha tomado la situación. Pero él no es un chivato.
El director y la jefa de estudios observan
horrorizados todas esas señales de brutales y persistentes malos tratos y al
escuchar las incoherentes justificaciones de las marcas por parte del alumno
pelirrojo y ante la imposibilidad de contactar telefónicamente con sus
progenitores, consienten en que el sanitario le administre un fuerte
ansiolítico y llaman a la policía.
Dos agentes de paisano, de la unidad de violencia de
género, aparecen en la enfermería media hora después y se sientan junto a la
camilla donde descansa el alumno cubierto por una sábana que retira el
director, para mostrar aquel rosario de hematomas y heridas. Antonio llora
desconsoladamente. No sabe que hacer. Él no es un chivato. Los policías y el
personal del centro asocian aquel llanto desconsolado con la imposibilidad de denunciar
a sus padres y el sanitario lo hace de oficio, en base a las pruebas resultantes
de su examen.
Uno de los agentes que se personaron allí, informado
del nombre y apellidos del alumno y de sus señas, pide por radio que se proceda
a tomar declaración a sus padres en comisaría.
—¡No! —grita Antonio al escucharlo—mis padres jamás me
pegarían. Ellos me quieren. Mi padre me quiere mucho.
—Claro que sí, bonito—dice uno de los policías—seguro
que tu padre te quiere, pero eso que te hace no es la forma de demostrar cariño
entre un padre y un hijo. Lo que te hace no está bien. No es culpa tuya y no
tienes que avergonzarte de ello.
—Pero…Pero no…—gime Antonio sin saber que decir y algo
aturdido por el calmante—. Se están confundiendo ustedes. Mi padre me quiere
mucho.
—A ese le voy a querer yo un poco en la sala de
interrogatorios—dice en voz baja uno de los agentes al otro, pensando que el niño
no puede oírlo. Pero Antonio le ha oído y de forma excepcionalmente ágil y
habilidosa, extrae el arma reglamentaria de la funda de la cadera que asoma
bajo la chaqueta abierta del agente más cercano y los encañona mientras
grita—Mi padre no me ha hecho nada. Como le toquéis un pelo, os mato. Os juro
por Dios que os mato.
El director aprovecha que está en el ángulo muerto de
Antonio y se abalanza sobre él para quitarle el arma. Al caer sobre el atemorizado
y nervioso niño, este se asusta aún más y de forma inconsciente, aprieta el
gatillo.
El sanitario no puede hacer nada para salvar la vida
del director, alcanzado por una bala de nueve milímetros en pleno corazón.
Los titulares de la prensa no dejaron lugar a dudas: Víctima
de acoso sexual en el hogar en pleno ataque de histeria mata por accidente al
director de su colegio.
Creo que la mía sigue en plena adolescencia. Etimológicamente, adolescencia viene del latín adoleccere, que significa "carecer de". Aun adolezco de mucho. De demasiadas cosas. Y eso me lleva a seguir perdiendo, a cometer errores de los que me arrepentiré el resto de mis vidas y a sufrir hasta lo indecible. Pero trato de aprender y de adquirir los conocimientos que me faltan para vivir sin excusas. Hace unos días, alguien a quien quise muchísimo y a quien sin duda sigo queriendo, porque a diferencia de muchos, no sé dejar de querer de un día para otro, me dijo que mi conducta era dramática, impulsiva, irreflexiva, indiscreta, inmadura y sobre todo incoherente. Y no voy a mentir, me hizo mucho daño, pero no le falta razón. La sabiduría popular dice que quien bien te quiere te hará llorar. Pero ya estoy cansado de que me quieran así de bien. Ya estoy cansado de agachar la cabecita, de ponerme en el lugar de los demás, de transigir, de aceptar, de comprender y de empatizar. Trato de apoyar a la gente que quiero, de compartir lo que tengo y de pelear por lo que se me niega, pero de un tiempo a esta parte he gastado demasiada energía en recomponerme y enfrentar la prueba más dura que me puso el destino y ahora tengo el equilibrio justo para caminar sobre la peligrosa cuerda floja de la justificación. Y no pienso seguir justificándome. Ha llegado el momento de que los demás también se pongan en mi piel, de que traten de entenderme y de que no se empeñen en juzgarme a cada paso. Y si se niegan a hacerlo (obviamente están en su derecho, no es en absoluto obligatorio) pueden retirarse de mi camino y dejarme avanzar hacía ese yo que quisiera alcanzar, esa persona que me gustaría llegar a ser. Me toca quererme un poco, me toca apostar por mi, luchar por mi y perdonarme y olvidar. Me toca pasar página, esforzarme en aprender de mis errores y crecer como persona. Y eso es algo que debo intentar sin que nadie me diga cómo ni cuando. Agradezco de corazón el apoyo de quienes han querido ayudarme, de quienes no han dudado en sostenerme y de quienes se han empeñado en que saliera del pozo. Y nunca lo olvidaré. Es de bien nacidos ser agradecidos y además de agradecerlo, trato de corresponder. Se avecina un nuevo año y creo que si lo enfrento como quiero hacerlo, puede que este al fin, sea el mio. Tengo proyectos muy personales en curso y si no me rindo, se harán realidad dentro de poco. He hecho limpieza interior. Y exterior. He creado un pequeño círculo de amigos de verdad a los que ofrecer todo lo bueno que puede haber en mi. He encontrado una mujer que me aporta tanto, que por fin he entendido lo que llevan escribiendo generaciones de poetas. Y eso es algo que va mucho más allá del amor construido con metáforas y otros recursos literarios. Voy a dejar que mi alma crezca, porque parece que aún le sobra espacio en el interior de mi pecho y le queda grande. Vamos a ver si un día puedo conseguir que sentir tanto y tan fuerte no me duela. Ni le haga daño a nadie. Vamos a por ello. A por la vida. A por todo.Pase lo que pase y le pese a quien le pese. Y de verdad, aquellos que no queráis verlo, podéis iros. No voy a pediros que os quedéis si no queréis hacerlo, ni voy a echaros de menos cuando decidáis abandonarme. Sed muy felices, eso sí.
Es cierto. No hay mayor dolor que el que te causan al golpearte con el látigo de la indiferencia. Al contrario que los látigos de cuero tradicionales este no te arranca la piel a tiras, pero si te desolla el alma. Duele mucho más y aunque trates de aguantar, y aprietes entre los dientes excusas y reproches, no puedes evitar que se te escape un grito con cada golpe. Y un montón de lágrimas que procuras disimular mirando hacia otra parte. También es cierto que no hiere quien quiere, sino quien puede. Por eso cuando ataste mis manos con tu última sonrisa, me pusiste de rodillas y me despojaste de los ropajes de orgullo que cubrían mi pecho, supe que iba a ser un correctivo espantoso. Estúpido de mi, creí que en el último momento conmutarías mi pena y simplemente me confinarías a un ostracismo doloroso también, pero más misericorde. Craso error. Al verte blandir el arma y restallarla contra el suelo haciendo un ruido espantoso que llegó a sobreponerse por encima del viento metal, me temblaron las piernas y yo, que nunca he sido un cobarde, solo quise que todo terminase cuanto antes. Duró lo que tenía que durar y gracias a Dios, la música de la sala amortiguo mis lamentos, una mano amiga me acarició el cabello, limpió mis mejillas y me sostuvo en pie para no darte el gusto de ver como me desplomaba. Poco después, al caer la noche con su manto de pesadillas y de oscuros presentimientos, pude refugiarme junto a quien presenció impotente la tortura. Y abrazado a ella conseguí dormir. Al despertar noté como al perder litros de cariño, mi corazón había estado a punto de desangrarse. En sueños vi como severa, dictabas sentencia haciendo caer sobre mi conciencia todo el peso de tu ley, tras ignorar mi alegato suplicatorio de clemencia. Sabes que no puedo declarar en mi contra, que me ampara una peculiar enmienda y que había hecho verdadero propósito de ídem acogiéndome a ella. Pero eso te importó lo justo. Rodeada de los miembros de un jurado que ni siquiera se dignó a deliberar, me guiñaste un ojo antes de anunciar tu veredicto. Una vez más maldije no haber terminado mis estudios de Derecho. De haberlo hecho puede que hubiese tenido más éxito al representarme a mi mismo. Pero esto es una máxima de la vida, acción-reacción, causa-efecto. Y no sé cuando terminaré de pagar las consecuencias de mis errores pasados. En cualquier caso hoy, dolorido, afligido y maltrecho, solo puedo proclamar que te quise más que a nadie, que me arrepiento de todos y cada uno de esos delitos por los que me juzgaste, que me declaro culpable de ser tu amigo y que aunque me duela renunciar a ello, lo haré por imperativo legal. Siempre tuyo, Culpable.