sábado, 21 de diciembre de 2019

Latigazos

Es cierto. No hay mayor dolor que el que te causan al golpearte con el látigo de la indiferencia. Al contrario que los látigos de cuero tradicionales este no te arranca la piel a tiras, pero si te desolla el alma. Duele mucho más y aunque trates de aguantar, y aprietes entre los dientes excusas y reproches, no puedes evitar que se te escape un grito con cada golpe. Y un montón de lágrimas que procuras disimular mirando hacia otra parte.
También es cierto que no hiere quien quiere, sino quien puede. Por eso cuando ataste mis manos con tu última sonrisa, me pusiste de rodillas y me despojaste de los ropajes de orgullo que cubrían mi pecho, supe que iba a ser un correctivo espantoso.
Estúpido de mi, creí que en el último momento conmutarías mi pena y simplemente me confinarías a un ostracismo doloroso también, pero más misericorde. Craso error. Al verte blandir el arma y restallarla contra el suelo haciendo un ruido espantoso que llegó a sobreponerse por encima del viento metal, me temblaron las piernas y yo, que nunca he sido un cobarde, solo quise que todo terminase cuanto antes.
Duró lo que tenía que durar y gracias a Dios, la música de la sala amortiguo mis lamentos, una mano amiga me acarició el cabello, limpió mis mejillas y me sostuvo en pie para no darte el gusto de ver como me desplomaba. Poco después, al caer la noche con su manto de pesadillas y de oscuros presentimientos, pude refugiarme junto a quien presenció impotente la tortura. Y abrazado a ella conseguí dormir.
Al despertar noté como al perder litros de cariño, mi corazón había estado a punto de desangrarse. En sueños vi como severa, dictabas sentencia haciendo caer sobre mi conciencia todo el peso de tu ley, tras ignorar mi alegato suplicatorio de clemencia. Sabes que no puedo declarar en mi contra, que me ampara una peculiar enmienda y que había hecho verdadero propósito de ídem acogiéndome a ella. Pero eso te importó lo justo. Rodeada de los miembros de  un jurado que ni siquiera se dignó a deliberar, me guiñaste un ojo antes de anunciar tu veredicto.
Una vez más maldije no haber terminado mis estudios de Derecho. De haberlo hecho puede que hubiese tenido más éxito al representarme a mi mismo. Pero esto es una máxima de la vida, acción-reacción, causa-efecto. Y no sé cuando terminaré de pagar las consecuencias de mis errores pasados.
En cualquier caso hoy, dolorido, afligido y maltrecho, solo puedo proclamar que te quise más que a nadie, que me arrepiento de todos y cada uno de esos delitos por los que me juzgaste, que me declaro culpable de ser tu amigo y que aunque me duela renunciar a ello, lo haré por imperativo legal.
Siempre tuyo,

Culpable.

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