Con mucho cuidado ensartó el cadáver del roedor en el afilado hierro que había seleccionado para preparar la comida y lo colocó sobre el fuego.
Era una rata bastante hermosa, de unos dos kilos y medio, y una vez estuviese lista y –acompañada por un buen tinto de la zona–, se daría un festín a la salud de los muertos del caudillo y de los de la nueva España.
Nini siempre le conseguía las mejores piezas. El zagal se había convertido en el más consumado cazador de ratas de la comarca, mucho más hábil que su tío, el ratero, si bien es cierto que comenzaban a escasear los mejores ejemplares, pues otro joven de la zona había empezado a cazar también ratas de agua visto que el hambre se estaba apoderando de Castilla. Los pocos pastores que vivían cerca se cuidaban mucho de no perder su ganado y lo mantenían incuso a costa de pasar penalidades ellos mismos, pues con cada cordero o cada vaca que vendían a los comerciantes de Valladolid podían alimentar a sus hijos unos días más.
Justito, el alcalde, decía que las ratas bien fritas con una puntita de vinagre eran más sabrosas incluso que las codornices. Pero el muy cabrón tampoco renunciaba a apretarse unas codornices o unas perdices de vez en cuando. Las comidas con los gerifaltes del movimiento y con el cura que oficiaba las misas en el pueblo vecino, siempre ponían los dientes largos a los vecinos que, envidiosos, trataban de arruinarlas con cualquier excusa, presentándose en casa del alcalde solicitando su presencia para dirimir fingidas disputas de lindes o denunciar ficticios avistamientos de maquis o de “topos” escondidos en graneros cercanos. Incluso una vez varios vecinos, conocedores de la celebración del día de la victoria con un lechazo asado en el horno de leña del señor alcalde, se compincharon para presentarse en su casa indignados por el supuesto intento de envenenamiento de los silos de grano por parte de un nutrido contingente de rojos que se negaban a aceptar al generalísimo como caudillo de España por la gracia de Dios. Para dar más efectismo a la historia y hacerla creíble, habían cortado ellos mismos las cadenas que impedían el acceso a los silos y llegaron a disparar cartuchazos al aire, fingiendo haber puesto en fuga a comunistas y masones quienes, como perros cobardes que eran, habían huido por evitar el enfrentamiento.
El plan fue un éxito y, con el jaleo de las detonaciones, los gritos y la puesta en escena de los vecinos compinchados, el alcalde y los falangistas salieron de la casa con las pistolas en la mano dando vivas a Franco y a España, dispuestos a unirse a la batalla.
El cordero lechal abandonado a su suerte a más de trescientos grados termino arruinándose y la comilona tuvo que ser sustituida por pan y unas lonchas de queso algo rancio.
Tras darle otra vuelta al hierro donde se asaba la suculenta rata, Laertes bebió un buen trago del porrón a la salud de sus ingeniosos vecinos.
España había sufrido una herida muy profunda del treinta y seis al treinta y nueve y, desde el día en que cayó Madrid, agonizaba lentamente envuelta en la bandera nacional.
Laertes no había luchado en la guerra: apenas era un niño. Pero perdió a su abuelo y a dos de sus tíos a manos de los milicianos republicanos que no hicieron distingos a la hora de pasar a cuchillo a cuantos se encontraban del lado de los nacionales, aunque solo fuesen hombres reclutados a la fuerza por encontrarse en el lugar equivocado.
Aquellas pérdidas familiares habían generado un resentimiento brutal y un odio a los republicanos que derivaron en la denuncia por parte de su abuela y de su padre de cuantos parecieran sospechosos de abrazar el comunismo o de coquetear con la masonería. Más de una cuneta del término municipal se habitó con los cadáveres de quienes fueron denunciados sin pruebas. Al igual que –sabía– había pasado en la zona roja, donde curas, señoritos, banqueros, militares y presuntos fascistas habían muerto fusilados o degollados a manos de pelotones de ejecución o de la encolerizada turba.
La rata ya estaba en su punto y, sacando la navaja, procedió a trincharla.
Tras aderezarla con sal y vinagre, Laertes se sirvió un muslo y reservó los huesos para los gatos que pululaban a su alrededor esperando las sobras.
“La muerte son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir»… recordó haber escuchado una vez en boca del maestro. Y se sonrió al pensar en las ratas que habitaban esos ríos y que ahora lo alimentaban
No hay comentarios:
Publicar un comentario