Nunca fue lo que comúnmente se conoce como un tipo duro, ni siquiera intentó
serlo.
Era feliz con su personalidad afable. Pero hubo quienes confundieron
cordialidad y amabilidad con debilidad y tantos fueron los confusos que, a
fuerza de tratar de aprovecharse de él, de hacerlo tropezar y cebarse en su
desgracia, consiguieron crear un monstruo. Eso sí, un monstruo de aspecto
encantador, inocente mirada y exquisita corrección en las formas. Excepto
cuando tomaba la decisión de solucionar las confusiones y explicar algunas
cosas.
Su modus operandi dejaba clara su
postura ante cada crimen. Antes de ajusticiar a sus víctimas, las sometía a un
completo proceso judicial en el que él era juez, jurado y finalmente asumía el
rol de verdugo. Pero siempre les daba la oportunidad de acceder al indulto si
admitían la falta, confesaban y mostraban arrepentimiento,
Una vez dictaba sentencia, ya no había nada que hacer.
Era una persona muy paritaria y jamás hizo distinción entre hombres y
mujeres a la hora de aplicar la ley.
Su estricto código moral y existencial perseguía una serie de delitos que
consideraba tan graves como imperdonables y él mismo trataba de conducirse por
una máxima universal que debería ser la norma básica de conducta en esta
sociedad podrida: «vive y deja vivir». Pero por desgracia se vio obligado a
hacer una interpretación de la norma y comenzó a aplicar la muerte selectiva.
Incansable lector de todo tipo de géneros y autores, con cada libro que
añadía a su completa biblioteca ratificaba la necesidad de erradicar a ciertos
tipos de individuos, por el bien de la humanidad. «Vive y deja morir», se
convirtió en su adaptación de la norma y consiguió convertirla en
consuetudinaria.
Sentía gran simpatía y admiración por el antiguo Código de Hammurabi y en
muchas ocasiones se conducía por aquella arcaica normativa.
La sociedad había avanzado, el progreso se había instalado en los
hogares y el desarrollo lo había cambiado todo, menos la mezquindad y la
infamia y, el ser humano seguía cometiendo los mismos atropellos.
Muchas eran las religiones que habían tipificado estos excesos
convirtiéndolos en pecados veniales y mortales a ojos de dioses y hombres. Pero
en este momento de la historia, matar, violar, mancillar o destrozar una vida
salía excesivamente barato. Y tenía muy claro que era hora de empezar a pagar.
Con sangre.
Él mismo había sufrido en sus propias carnes y en su maltrecho y dolorido
corazón una gran cantidad de afrentas que le habían llevado a maldecir el
momento en el que llegó a convencerse de que aún estábamos a tiempo de cambiar.
El cambio, la transformación definitiva, solo se logra a través de la muerte. Y
transformaría definitivamente a cuantos malvados trataran de arrebatarle lo
único que aún no habían podido llevarse: su dignidad.
Preparaba con esmero el lugar y el ajusticiamiento para aquellos que, en su
soberbia habían renunciado a cualquier tipo de defensa. En muchas ocasiones,
retrasó las vistas para asegurarse de que los procesados tan solo habían
cometido errores puntuales bajo eximentes como el alcohol, la juventud, la ignorancia
o el arrebato, pero había tanto reincidente que ya no valía eso de que in dubio pro reo, porque dando una
oportunidad tras otra, despejaba cuanta duda se le presentaba.
Una vez que el reo era conducido al patíbulo, trataba de que sufriese solo
lo necesario, de que no sintiese miedo o angustia y de que fuese el final menos
cruel. Mientras les explicaba lo que iba a suceder con un discurso amable,
fácilmente comprensible y casi jocoso, extraía su pequeño revolver del
interior de la funda que portaba oculta bajo la camisa y antes de atravesarles
el corazón de un certero disparo, les guiñaba un ojo sonriendo.
En la mayoría de las ocasiones trató de que, al aplicar la sentencia, el reo
no sufriese, pero en alguna ocasión, se deleitó ensañándose con más de uno. En
esta última ejecución, pensó que iba a disfrutar sobremanera al atravesar el
corazón de la más cruel, ingrata y despiadada de cuantas mujeres habían
compartido su lecho.
Juno se había concedido hacía un par de años el capricho de perdonarle la
vida y jugó a ser un magnánimo y nada rencoroso juez, pero ella volvió a
confundir su inmensa generosidad con debilidad y falta de agallas y, cometió el
terrible error de tratar de volver a engatusarlo para que cayese de nuevo en
sus redes.
Lo localizó a través de una conocida red social y comenzó su acoso y derribo
con inocentes comentarios que dejaban entrever la posibilidad de un reencuentro
y de nuevas noches de pasión. Aquel súcubo tenía la costumbre de pagar sus
caprichos con lo que muchos hombres consideran la más válida de las monedas de cambio, el
sexo.
Sabedor de las verdaderas intenciones de la indultada, Juno fingió volver
a ponerse a su disposición para cuanto necesitase y con habilidad, concertó un
encuentro en su nuevo piso en el centro, con la excusa de prepararle una cena
con una botella de su vino favorito, a lo que ella creyendo haber conseguido lo
que se proponía, aceptó encantada.
–Pasa, Jezabel, quítate la chaqueta y ponte cómoda, la puerta de enfrente,
junto al dormitorio, es la del comedor.
—Prefiero que me la quites tú, Juno. Y si te apetece puedes quitarme el
resto de la ropa. Echo de menos tenerte dentro de mí.
Juno procedió con delicadeza a desvestir a aquel demonio moreno y sensual
y cuando ya solo le quedaba la ropa interior, comenzó a besarla, a acariciarla
y tras abrir la puerta del dormitorio con el pie, a empujarla hasta la cama.
—Veo que sigues en forma, cielo. Déjame que te ayude a quitarte todo esto.
Y con la más erótica y lasciva de las miradas, se arrodilló ante él y le fue
desabrochando los pantalones muy despacio.
Juno se sorprendió a si mismo al dudar entre aplicar la sentencia o darle
una nueva oportunidad a aquella mujer de caderas hipnóticas y excelentes mañas.
Desde que comenzó a asesinar a quienes consideraba impuros y no merecedores
de vivir, todo había sido fácil para él. Sus primeras víctimas fueron más un
desahogo que una carga moral. Desde que se convirtiera en el ejecutor que la
sociedad pedía a gritos, nunca dejó de dormir del tirón y con la conciencia
tranquila. Era una desagradable labor la suya, pero alguien tenía que
desempeñar esta función y aunque hubiera preferido no verse obligado a ello, al
final creía haberle cogido gusto.
Nadie había sospechado nunca de él ni tan siquiera su círculo más cercano
había notado la más mínima alteración en su conducta. Pero ahora todo empezaba
a cambiar y aunque sabía que aquella mujer merecía la muerte más que nadie, la
duda lo hizo detenerse en el último momento.
Permitió que le bajase los pantalones y los ajustaos bóxers y que, mirándole a
los ojos, empezase a aplicarse al más suculento de los placeres que una mujer
puede darle a un hombre.
Tras unos pocos minutos de inmejorable sexo oral, vinieron muchos más de
sexo salvaje contra la pared y en el éxtasis del orgasmo, su cerebro le recordó
lo que realmente tenía en mente desde que concertó aquella cita.
Entonces, Juno, que no había dejado de mantenerle la mirada, le guiñó un
ojo, le mostró el arma y se dispuso a hacer lo que tenía que hacer.
Jezabel reaccionó con una rapidez y una fuerza que lo desconcertó y tras
propinarle un potente rodillazo en la entrepierna, le arrebató el arma.
—Siempre fuiste un pusilánime, rubito. Y si crees que ibas a poder matarme
después de vaciarte dentro de mí, es que aún no me conoces, gilipollas.
—Bueno, “cariño”—dijo el rubio asesino con cierta sorna y con la certeza de
que todo estaba a punto de concluir—haz lo que tengas que hacer, pero te
garantizo una cosa; te vas a pudrir en la cárcel. Estás bastante bien y eres
una diosa del sexo, pero nunca fuiste cuidadosa ni discreta y el que la policía
terminé deteniéndote no será más que cuestión de tiempo.
–Eso ya lo veremos, “cariño”—susurró Jezabel antes de apoyar el cañón en la sien del iluso hombrecillo, apretar el gatillo y esparcir los sexos de Juno por la pared donde acababa de disfrutar de uno de los mejores polvos de su dilatada vida sexual.
Tras vestirse y limpiar con esmero las huellas del arma y de todo lo que había tocado desde que entró en la casa del difunto, le colocó el revólver en la mano izquierda, pues era zurdo. Lo vistió con extremo cuidado y dispuso el cuerpo de tal forma que pareciese un suicidio.
Al salir del edificio tras cerciorarse de que nadie la había visto, se dirigió al bar más cercano y pidió un chupito de ron sin hielo. El ardiente trago le supo a gloria.