El camino que conduce a Jerusalem nada tiene que ver con las amplias calzadas de su tierra y aunque Roma ya está dejando huella en aquella parte de Asia, todavía hay mucho por hacer. Pero pese a todo, parece que en unas horas llegará a la capital de Judea siguiendo aquel tosco sendero. Entonces podrá ponerse a salvo en el campamento de la legión a la que debe relevar la suya, o lo que quede de ella. No sabe cuantas embarcaciones habrán naufragado además de aquella en la que el viajaba y si los hombres de las otras naves y sus oficiales ya habrán entrado en Jerusalem. En cualquier caso deberá presentarse ante el oficial al mando del acuartelamiento y explicar los sucedido para que se obre en consecuencia. Aquellos soldados judíos a los que había dado muerte estaban cometiendo una verdadera matanza entre los pequeños de la aldea, y los cuerpos de varios niños de pocos meses atravesados por sus cuchillos, y el de los adultos que habían tratado de impedir aquello, eran la prueba evidente de que algo muy extraño sucedía allí.
País de locos. Bárbaros de piel morena y negros cabellos cuya crueldad nada tenía que envidiar a la de los rubios salvajes que había conocido y dado muerte en Germanía y Britania.
El sol brilla con fuerza y el calor comienza a hacerse insoportable. Lucio trata de soportar lo duro del camino sin abandonarse a la desesperación y avanza con la necesidad de ponerse a salvo junto a los suyos.
Encontrar rostros amigos y civilizados será una bendición de los dioses y descansar sabiendo que mil lanzas romanas velan por su seguridad le permitirá dormir y reponer fuerzas para volver a formar junto a sus compañeros y enfrentar lo que Marte quiera que enfrente. La vida no deja de sorprenderlo y de evidenciar que los mortales no son más que un mero juguete en mano de los caprichosos dioses.
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