viernes, 6 de mayo de 2022

Un juguete de los dioses.

Lucio sabe que aquello no quedará en el olvido, que los soldados cuyos cuerpos yacen en las calles de la pequeña aldea no tardarán en ser echados de menos por los hombres de la vecina guarnición y que cuando envíen a un destacamento en su búsqueda y encuentren los cadáveres, la noticia del crimen correrá como la pólvora. Cuando le comunicaron el traslado a Judea pensaba que viajar hasta allí para prestar servicio durante sus últimos años en la legión era una recompensa por los años de duras campañas contra los bárbaros del norte. Que equivocado estaba. Su padre ya le explicó que la muerte no entiende de fronteras ni de enseñas y que un soldado lo es siempre y siempre debe estar preparado para empuñar la espada y para hundirla en el pecho del enemigo, por mucho que sonría y por muy amable que parezca su aspecto. Está cansado de matar, cansado de verse en la obligación de derramar sangre y de limpiar la hoja de su gladio.

El camino que conduce a Jerusalem nada tiene que ver con las amplias calzadas de su tierra y aunque Roma ya está dejando huella en aquella parte de Asia, todavía hay mucho por hacer. Pero pese a todo, parece que en unas horas llegará a la capital de Judea siguiendo aquel tosco sendero. Entonces podrá ponerse a salvo en el campamento de la legión a la que debe relevar la suya, o lo que quede de ella. No sabe cuantas embarcaciones habrán naufragado además de aquella en la que el viajaba y si los hombres de las otras naves y sus oficiales ya habrán entrado en Jerusalem. En cualquier caso deberá presentarse ante el oficial al mando del acuartelamiento y explicar los sucedido para que se obre en consecuencia. Aquellos soldados judíos a los que había dado muerte estaban cometiendo una verdadera matanza entre los pequeños de la aldea, y los cuerpos de varios niños de pocos meses atravesados por sus cuchillos, y el de los adultos que habían tratado de impedir aquello, eran la prueba evidente de que algo muy extraño sucedía allí.

País de locos. Bárbaros de piel morena y negros cabellos cuya crueldad  nada tenía que envidiar a la de  los rubios salvajes que había conocido y dado muerte en Germanía y  Britania.

El sol brilla con fuerza y el calor comienza a hacerse insoportable. Lucio trata de soportar lo duro del camino sin abandonarse a la desesperación y avanza con la necesidad de ponerse a salvo junto a los suyos. 

Encontrar rostros amigos y civilizados será una bendición de los dioses y descansar sabiendo que mil lanzas romanas velan por su seguridad le permitirá dormir y reponer fuerzas para volver a formar junto a sus compañeros y enfrentar lo que Marte quiera que enfrente. La vida no deja de sorprenderlo y de evidenciar que los mortales no son  más que un mero juguete en mano de los caprichosos dioses.


 

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