Kurdo, el rubio felino de bigote bicolor supo que era ella. No le cupo la menor duda, y esa verdad que lo cegó al instante fue tan poderosa que a un tiempo lo aterró y lo convirtió a la vez en el gato más feliz del mundo.
"De algo hay que morir", pensó echando cuentas al enamorarse por séptima vez. "Sin duda esta es la buena, la definitiva".
Esta última existencia que ahora ponía en juego se le antojó que sería la más feliz de todas, la más intensa, la más plena, la más real y la más satisfactoria, y se armó de valor para vivirla y disfrutarla como merecía.
Ricci era una preciosa gatita de ojos pícaros y sonrisa prodigiosa, de extremada sensibilidad y de alma plena, como él. Detrás de su hermosa apariencia física (pues Kurdo jamás había conocido una gata más bonita) se encontraba un corazón que albergaba toneladas de amor por compartir y mil y una deliciosas sorpresas. Y Kurdo quería conocerla todas.
Ricci tenía el corazón herido. El último galán de las azoteas que había conocido y que había conseguido conquistarla con sus maullidos embusteros y nocturnos, no supo estar a la altura de una hembra como ella, y sabedor de que nunca sería capaz de dar lo que una gatita así necesitaba, se marchó buscando la felicidad en otro tejado y con otra minina y abandonándola junto a Baro, el cachorro de Ricci, que durante un tiempo creyó que aquel felino de afiladas uñas lo enseñaría a cazar, a desenvolverse en la vida y a protegerse de los ataques de las más despiadadas criaturas de la noche.
Kurdo se encontró con Ricci lamiéndose las heridas y disputándole a la vida un día más, y unas briznas de felicidad para compartir con Baro.
El rubio felino de bigote bicolor reparó en la luz que desprendía la presencia de aquella ideal gatita y por un momento todo dejó de dolerle, pues él también agonizaba al desangrarse en emociones y al arrastrar la herida más grande que jamás le había causado un fracaso. Consiguió acercarse a ella, presentarse sin atemorizarla al mostrarle su mirada más franca y sus maullidos más sinceros y acertados. y prometiéndole regresar cuanto antes, no tardo en cazar lo necesario para compartir con la irresistible belleza felina y su cachorro una cena que pensó tan solo alimentaría su cuerpo, pero que por arte de la magia del destino comenzó a alimentarle también el espíritu.
—Mastica despacio–le aconsejó Ricci a su cachorro– en ocasiones la vida te sienta a una mesa llena de exquisiteces, pero has de contener tu instinto y no pretender saciarte de inmediato, sino aprender a saborear con tiempo y prudencia cada bocado.
Kurdo se maravilló del acierto del consejo pronunciado por aquella madre que evidenciaba con cada palabra y con cada gesto que su cachorro podría estar tranquilo mientras ella estuviera a su lado. Y supo que se había enamorado completamente de ella cuando observó como con la patita le acercó a Baro el último bocado para que se alimentase bien y recobrase fuerzas.
Entonces Kurdo vio la luz y su pechó se colmó de cariño, de paz y de un firme y decidido deseo de morir o matar por ella y su cachorro si llegara el caso.
Cuando hubieron ultimado los restos de aquella primera cena compartida, Ricci lo invitó con la mirada a seguirlos a su refugio al otro lado del rio que cruzaba la ciudad, y Kurdo decidió también que la seguiría al fin del mundo. Y es que realmente el mundo que había conocido hasta que se encontró con ella en la noche, había dejado de existir y había dado paso a un impresionante universo de amor concentrado en la sonrisa más bella que había visto jamás.
"Sea", pensó Kurdo. "Puede que el destino vuelva a golpearme y esta vez termine con mi historia definitivamente, pero al menos moriré sabiendo que he vencido, pues la recompensa más hermosa a una vida de sufrimiento me sonríe ronroneando y esta noche dormirá junto a mi".
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