domingo, 3 de abril de 2022

El ¿crimen?


 Mientras camina hacia Jerusalén atendiendo las indicaciones de los sorprendidos pastores a los que preguntó el rumbo a seguir para alcanzar el lugar donde debía haber llegado junto al resto de su legión, de no haber naufragado la embarcación en la que cruzaba el Mediterráneo junto a otros confiados compañeros, Lucio Galvano se pregunta qué es lo que ofendió tanto a Neptuno para que este decidiera hundir su nave. El afortunado legionario curtido en docenas de  combates en las campañas de Britania, Hispania y La Galia sabe bien que los dioses son caprichosos y que las cosas nunca pasan porque sí, pasan porque así lo deciden quienes en su majestad  juegan con los hombres y los manejan a su antojo.

Al alcanzar la cima de una pequeña colina ve una diminuta población que se asienta a los pies del promontorio, junto a las aguas de un pequeño riachuelo. En el poco más de una jornada que lleva caminando por Judea, Lucio ha podido valorar la importancia del agua para los habitantes de estas tierras. Desciende hasta las primeras casas buscando quien pueda orientarlo en su camino o a quien entienda su lengua y pueda ayudarlo a conseguir una montura con la que finalizar el trayecto hasta el destacamento romano más cercano. Cuando está a punto de entrar en la aldea, se encuentra con algo que le sobrecoge y lo lleva a actuar sin perder tiempo. Un hombre uniformado y armado de escudo y lanza atraviesa con una curva daga el pecho del bebé que sostiene frente a él sujeto por el cuello. En el suelo, a los pies del despiadado soldado yacen los cadáveres de otros dos infantes de corta edad y el de una mujer, seguramente la madre de alguna de las víctimas o del lactante que acaba de atravesar con su daga. Otro niño de apenas un año de edad aguarda llorando en tierra que le llegue su turno.  Desenvainando su gladio Lucio salta sobre el sorprendido asesino y le rebana el cuello de un único y fatal tajo. El soldado cae junto a los cadáveres de sus víctimas tratando de contener con ambas manos la abundante hemorragia de su seccionada yugular, pero no hay nada que hacer y en cuestión de segundos se reúne con sus  antepasados. Lucio limpia la sangre de la hoja de su espada de hoja corta, ancha y letalmente afilada en el ligero tejido del uniforme del soldado caído y trata de hacer callar al pequeño que no deja de llorar sin saber que aquel moreno y musculado guerrero extranjero vomitado por el mar acaba de salvarle la vida.

Estrechando al pequeño contra su pecho y palmeándole la espalda como recordaba que hacía con él su madre muchos años atrás, el legionario trata de recuperar la calma y de analizar la situación. Judea no es el lugar de descanso al que pensaba los habían enviado como recompensa tras el esfuerzo en las últimas campañas del Cesar.

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