viernes, 25 de marzo de 2022

El que nada no se ahoga

 




Antonio y Gustavo Adolfo saltaron al agua al percatarse de la angustia del paliducho bañista que aparecido de la nada trataba de alcanzar la orilla braceando con fuerza contra corriente. Se estaba ahogando, se iba a ahogar.

—¿Se puede saber qué haces nadando en estas aguas?–preguntó Antonio, el más racional de los presentes– son muy peligrosas, sobre todo para alguien que no las conoce bien.

—Déjalo, Toño –medió Gustavo al leer la desilusión en los ojos del desesperado bañista –¿no ves que está enamorado? Se le nota en la mirada y en los frenéticos latidos de ese corazón que si no actuamos con rapidez dejará de funcionar en breve.

—Me parece estupendo que esté enamorado, pero eso no le da derecho a nadar en este rio y a corromper con su cadaver las aguas de la inspiración. Podría –añade Antonio llegando hasta el imprudente nadador y agarrándolo por el pelo justo cuando empezaba a hundirse –haberse sentado en la pradera a deleitarse con las vistas y plasmar en sus cuartillas aquello que el Duero quisiera regalarle para acariciar con palabras el corazón de su amada, pero no. Tenía que zambullirse en busca de las metáforas perfectas.

—Tu también te sumergiste ignorando mi consejo, Toño –le reprochó Gustavo con ternura –y en aquella ocasión fui yo el que tuvo que arrastrarte hasta lugar seguro, para que Leonor no tuviera que sentarse junto a mi Casta a llorar y a rezar en tu memoria.

Antonio consigue llevar al aterido y asustado muchacho hasta la orilla donde Gustavo lo aguarda con la manta sobre la que había extendido el almuerzo que compartiría con su amigo Antonio. Lo envuelve con ella y lo frota con fuerza secando su empapado y tembloroso cuerpo y logrando que el calor vuelva a la sangre del muchacho.

—Gracias –comienza a decir el aterrado joven –os debo la vida, aunque no sé si quiero vivir sin ella. Solamente –continuó pese a las miradas reprobatorias de sus salvadores –solamente quería demostrarla que la amo más que a nada ni a nadie en este mundo, que sabré quererla como ella merece, que estaré a la altura de su corazón.

—Entonces eres mucho más idiota de lo que pensé al verte nadar contra corriente –escupe Antonio con desprecio –. Tienes mucho que aprender aún, rapaz.

—Déjalo, Toño, no seas bruto, hombre –lo apacigua Gustavo –es joven aún y es normal que se pregunte qué es poesía y que persiga golondrinas, pensando que han de volver a anidar en su balcón.

—Lo que tu digas, Gustavo, pero aún tiene que descubrir que no se ama a distancia ni en negro sobre blanco, que si quiere demostrarle cuanto la ama, debe hacer camino al andar y al echar la vista atrás darse cuenta de que la senda hasta ella es la única que ha de volver a pisar.

Entonces el joven se despojó de la manta que cubría su pálida piel, cayó de rodillas frente a los dos amigos y comenzó a llorar desconsolado.

—Sé que soy escritor, lo sé –balbuceó entre hipos –y eso es lo único que puedo ofrecerla, lo único que podría regalarle, lo único que me ayuda a seguir vivo.

—Y eso es lo único que podrá matarte si no controlas el caudal creativo. La inspiración es una fiera voraz –zanja Antonio –aliméntala lo justo o siempre querrá más.

—Pero cuida de no dejarla morir de hambre –añade Gustavo–es un hermoso animal.

—Morir, dormir, tal vez soñar...–recita el lloroso aprendiz de escritor– la verdad es que en mi realidad nada está definido.

—Y nada lo estará nunca, porque si lo estuviera no serías un verdadero escritor, sino un mediocre juntador de letras –le consuela Antonio apiadándose del muchacho –ahora siéntate con nosotros y comparte nuestro almuerzo –le invita conciliador– pero antes dinos ¿Cómo te llamas?. 

—Laertes –contesta el rapaz descorchando una botella de la Ribera del rio que inspira sus poemas.

—Bonito nombre, me suena –sonríe Gustavo alzando su copa a la salud del bardo inmortal.


A veces hay que cuidarse de  nadar en los ríos más bellos y cristalinos, pues suelen ser los más peligrosos. Un gran poder conlleva una gran responsabilidad.


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