Entre todas sus dudas y de todas sus certezas, Narciso, el poeta de ojos melancólicos y alma convulsa, sabía que haber reunido el valor suficiente para acercarse a ella no había sido un error.
Lo suyo fue un flechazo de los de cuento, de los de canción, de los que cantan los románticos a lo largo de los siglos y a lo largo de toda la geografía. Lo suyo fue amor al primer acorde.
Fue una tarde de verano durante un concierto. Acababa de sonar el primer acorde del tema con el que el grupo arrancó el espectáculo, cuando reparó en la mujer que ocupaba la localidad en la fila delantera a la suya. Puede que fuera su cabello casi albino, lo grácil de sus movimientos, lo hermoso de su figura o lo elegante de su espalda, pero durante el resto del concierto tan solo pudo mirarla a ella. En una ocasión tuvo la fortuna de poder apreciar su rostro, pues se giró para saludar a una amiga, y aquello terminó de confirmarle que el destino había querido que sobre otras muchas propuestas el moreno rapsoda de fuertes brazos y ágil pluma hubiese escogido aquel lugar para celebrar su cumpleaños. Era sencillamente preciosa. Al reparar en sus ojos comprendió porqué el día era tan gris para estar en Julio. El sol se había encerrado en los ojos de Eterna, la rubia belleza de sonrisa celestial, y desde ellos calentó su alma al cruzar las miradas durante un segundo.
Después del último bis y mientras el público se levantaba para abandonar el recinto, él se conjuró a los dioses de la poesía y se presentó ante ella para hacerle una inocente y algo absurda pregunta que le sirvió de excusa para iniciar la conversación. Eterna respondió sorprendida y coqueta, pero aceptó el cortejo y estableció las normas. Gracias a los hados, durante la charla descubrieron amigos comunes y se emplazaron a futuros eventos. Y los astros se alinearon en la constelación de sus estrofas, para que en efecto, volvieran a coincidir. Una cosa llevó a otra y ella accedió a acudir a la presentación del nuevo poemario del amartelado autor. Fue una noche tan especial como difícil, pues cayó la tormenta del siglo sobre los invitados al acto y durante el posterior vino español, él trató de ahogar en copas de vino blanco sus nervios y su necesidad de decirle que desde que la conoció supo que no habría jamás otra mujer en su vida. Semanas después ella accedió a acompañarlo hasta una población costera donde un viejo amigo le había dejado una casa junto al puerto y aunque estaba desvencijada y olía a salitre y a humedad, supieron convertirla en la antesala del Olimpo y se entregaron al amor desnudándose de metáforas y cabalgando cada rima. Desde ese momento y durante los meses siguientes Narciso navegó por océanos de limerencia y solo pensaba en ella, vivía en ella, respira en ella y escribía ella, pues tan enamorado estaba que parafraseando a Calixto, Eterno era, a Eterna amaba y en Eterna creía.
Pero la vida pasa y pesa y las circunstancias de Eterna y la impaciencia de Narciso consiguieron levantar un transparente pero tristemente sólido muro de vítrea distancia entre los dos, y desde el lado donde la vida había colocado a Narciso, este solo pudo mostrarle a Eterna su pecho herido y sus labios sedientos y agrietados por no poder beber de esa humedad que era el nectar de los dioses y el licor que embriagaba su creatividad y lo hacía escribir cada vez más bonito, pues Eterna habitaba en todas sus frases desde que le regaló un primer beso. Narciso supo que su hogar siempre estaría entre los brazos de Eterna y aunque sintió como se le rompía el corazón al no poder abrazarla ni acariciar su piel, supo a ciencia cierta que la esperaría siempre y que un día aquel muro caería, o simplemente sería capaz de derribarlo.
Narciso recibió el aplauso de la crítica, los laureles del triunfo y la falsa pasión de la efímera fama, pero se desesperó al saber a Eterna al otro lado del muro y no poder decirle que cuanto tenía había nacido de ella y que a ella lo debía. La amaba como nunca había amado a nadie y como jamás querría ni podría volver a amar.
Los lectores que devoraban sus poemas disfrutaban con los versos más tristes surgidos del germen de la nostalgia, sin saber que Narciso se desangraba en negro sobre blanco. Pero el recuerdo de los besos de Eterna, de sus gemidos al hacer el amor y la certeza de que encontrarse no había sido en absoluto casual, consiguió devolverle el valor, la ilusión y la esperanza. Y decidió no rendirse jamás. Rendirse nunca sería una opción y sabría esperar a que el muro se desmoronase por si solo.
A día de hoy, Narciso se sigue emocionando al identificar pequeñas hendiduras en el muro. Y ha vuelto a sonreír.
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