lunes, 19 de abril de 2021

De bichos raros, pistolas y ángeles


 Laertes corre el cerrojo de la pistola colocando una bala en la recámara de su Beretta de 9 mm. Este gesto lo ha realizado muchas veces a lo largo de su vida, quizás demasiadas. Desde hace algunos años ya es un movimiento mecánico y carente de la menor emoción. Simplemente monta el arma antes de realizar un trabajo, retira el seguro , apoya el cañón en la sien, en la nuca, en la frente o en el pecho de su objetivo y, sin regalar siquiera un segundo para que la víctima se ponga en paz con su dios o sus dioses, aprieta el gatillo.

Laertes es un asesino profesional. Eligió este trabajo tras años de entrega y sacrificio en las fuerzas especiales del Ejército español, del que se retiró como capitán condecorado al valor pero cansado, aburrido y harto de que políticos y otros imbéciles con voz y mando en cosas que desconocen, tuvieran la última palabra en las misiones en las que sus compañeros y él se jugaban la vida a lo largo de medio mundo.

Tras licenciarse y firmar su renuncia, comenzó a eliminar objetivos a cambio de dinero y encontró cierta paz en poder escoger sus trabajos y la forma en que los llevaría a cabo, sin tener que responder ante nadie más que el cliente que efectuaba el pago, siempre el cincuenta por ciento por adelantado y el resto al concluir el encargo. Se marcó ciertas reglas morales y, aunque eliminó a algunas de las mujeres que le encargaron matar, jamás aceptó hacerlo para limpiar el honor de nadie ni para dejar el camino libre a nuevos objetos del deseo de  lujuriosos adinerados con contactos en los bajos fondos. Solo aceptó matar a las mujeres que lo merecieran tras haber demostrado que ellas habían dado muerte a otras personas, o habían formado parte de los planes para hacerlo. Nunca mató a un niño. Laertes no llegó a desarrollar su instinto paternal, pero no quiso bajo ningún concepto ejecutar a un menor. El trabajo en las fuerzas especiales primero, que lo llevaba de un lugar a otro del planeta siempre por temporadas indefinidas, y siempre con altas posibilidades de no regresar con vida y, después su nuevo oficio que podía terminar con sus huesos en una celda en el mejor de los casos, o bajo dos metros de tierra en un pinar de las afueras de una ciudad española en cualquier momento, no le permitieron sentar la cabeza y echar raíces. No pudo formar una familia. Pero a pesar de ello jamás aceptó eliminar objetivos de menos de dieciocho años y nunca empleo explosivos en sus trabajos. Un explosivo no discrimina entre las víctimas y él no es un carnicero. Pese a todo sigue teniendo valores y principios y comportándose según ellos.

Enciende un pitillo con su mechero de gasolina y aspira la primera calada con profundidad y deleite. Por primera vez en muchos años le tiembla el pulso y siente resbalar una gota de sudor frio por su frente Hoy ha cargado su arma para acabar con la vida del objetivo más difícil que jamás decidió eliminar, él mismo. 

El experimentado asesino deja el arma sobre la mesilla de noche, se quita las botas, se tumba sobre la cama y se concede el tiempo de vida necesario para apurar el cigarro hasta el filtro. El corazón le late demasiado deprisa. Está muy nervioso.

Puede que en esta ocasión las emociones consigan desplazar a la frialdad habitual y se abran paso e interfieran en su trabajo, arruinándolo. Un largo trago de la botella de whisky de malta que reposa en el suelo junto a la cama lo calma durante unos segundos. Hace calor, o mejor dicho. Tiene calor. 

Se despoja de la camiseta y vuelve a tumbarse sobre la cama con el pitillo en los labios. Si la policía encuentra su cuerpo así, a medio vestir y sin asear será algo violento, pero bueno...sonríe al pensar que entonces ya le dará igual lo que piense el juez que ordene el levantamiento del cadáver, ya no tendrá que pasar por el apuro de excusar su desaliño.

Rendirse nunca es una opción. Esa es la máxima que ha regido su vida y a la que se ha agarrado con fuerza para superar las condiciones más adversas. Laertes supo enfrentarse a los mayores peligros con entereza, con fuerza y honor, sabedor de que como dijo Quintó Máximo Meridio, más conocido como El Hispano, "lo que hacemos en vida tiene su eco en la eternidad". Pero en esta ocasión y aunque le duela reconocerlo se ha rendido y no ante un enemigo armado, ni ante el peso de la ley. Se ha rendido ante cierto angelote ciego que lo atravesó con una flecha certera y luego se dio a la fuga abandonándolo a su suerte. 

Lo cierto es que desde que se recuperó de un traicionero disparo que a punto estuvo de terminar con sus días en una aldea afgana durante una misión de castigo, había comenzado a valorar las cosas importantes de la vida en su justa medida, pero teniendo en cuenta su elección laboral y su forma de vida, el amor era un sentimiento que no sabía manejar con la soltura con la que manejaba armamento de todo tipo. Y fracasó en la guerra más hermosa. La más placentera, pero la más cruenta. Ella, después de haberse convencido de que él no la amaba lo suficiente, encontró un hombre acorde a sus necesidades y, con exquisitas maneras y con cariño y mucho tacto, le dijo que lo suyo se había terminado, que al no haberla sabido querer como se espera que un hombre quiera a la mujer con la que comparte relación y futuro, haciendo un doloroso esfuerzo tuvo que tomar la dolorosa decisión de romper para siempre.

Laertes se sentía un idiota, un bicho raro. Para su sorpresa descubrió que no sabia que coño estaba haciendo aquí, que no pertenecía aquí. Y se quiso morir. Una cosa llevó a otra y al ser la muerte el pan nuestro de cada día en su trabajo, rápidamente dedujo que sería mucho menos doloroso ponerle fin a sus dudas y a su sufrimiento con un disparo en la sien, antes que desangrarse en lágrimas y dolorosos auto reproches que lo conducirían a la locura y a la más miserable de las muertes que es morir sabiéndose un fracasado.

Aspiró con tristeza y resignación la última calada y apagó el pitillo en el cenicero de la mesilla de noche. Durante unos segundos pensó que no se había despedido de nadie, pero bueno, los que lo quisieron lo llorarían al ver la esquela en el periódico y no pocos de entre los que lo envidiaban y lo odiaban se alegrarían y se frotarían las patitas al enterarse de su muerte. Se incorporó, dio otro largo trago de la botella de escocés y tomó el arma para zanjar el asunto de una vez por todas. No había llegado a apoyarla en su sien derecha cuando el teléfono móvil emitió Creep, la canción que tenía instalada como tono de llamada desde hacía ya unos años, al ser una de sus canciones preferidas y con cuya letra siempre se había sentido identificado. Sopesó si atender o no la llamada y, en un alarde de supervivencia, miró en la pantalla quien se atrevía a prolongar sus últimos minutos entre los vivos. Y lo que vio lo dejó de piedra. 

Lo estaba llamando un ángel. En la pantalla con letras mayúsculas aparecía el nombre de una mujer preciosa con la que apenas había cruzado unas cuantas frases desde que regresó a su ciudad natal tras abandonar las fuerzas especiales. Aquello no podía ser una casualidad. No cree en las casualidades. Las casualidades no existen. Él cree en la causalidad. Causa igual a efecto. Y en que cada uno da lo que recibe y luego recibe lo que da. Las cosas nunca pasan porque sí, pasan porque tienen que pasar. La canción de Radiohead se había convertido milagrosamente en el toque de corneta del séptimo de caballería que acudía oportuno al rescate. 

La última vez que la había visto apenas la reconoció. Se habían encontrado en un autobús. Ella viajaba con dos de sus hijos hasta un enorme y abarrotado centro comercial de las afueras, y él había optado por abandonar el vehículo con el que se había desplazado para efectuar un trabajo peligroso y difícil, pero resuelto con éxito. Bendijo el momento en el que se decidió por tomar el transporte urbano. Seguía siendo una mujer preciosa, sin cicatrices vitales, sin nada que evidenciase el paso de los años. 

Laertes supo que esta llamada cambiaria las cosas porque de repente y sin entender la razón, volvió a sentirse como un imbécil, como un bicho raro y quiso cambiar,  mejorar para ella, tener el cuerpo perfecto, el alma perfecta, Estar a su altura.

Con un pequeño movimiento del pulgar derecho colocó de nuevo el seguro del arma y con sumo cuidado, la abandonó sobre la mesilla de noche. Trago saliva y descolgó el teléfono. Sin darle tiempo siquiera a decir hola, ella le soltó a bocajarro: 

—He encontrado un diente de león para ti, sopla y pide un deseo.

Y Laertes sopló el teléfono y pidió vivir. Y tomarse un café con ella.

—Eres como un sueño –le dijo a modo de respuesta –pensé que nunca me llamarías.

—Cuando menos lo esperes –contestó ella entre risas –yo soy así. Me gustan las sorpresas, los corazoncitos, las luces de colores y las estrellas.

Media hora después de colgar, de haber guardado el arma en la caja fuerte oculta en el interior del armario empotrado de su dormitorio, y de haberse duchado, Laertes se abrochó la cazadora de cuero e introdujo en el bolsillo trasero de los desgastados vaqueros negros la cartera con el dinero suficiente para pagar una cena para dos personas en su restaurante favorito.

La vida sigue, rendirse nunca es una opción.




2 comentarios:

Yoquesè dijo...

Relato perfecto...interesante y resolutivo.gracias.

lacantudo dijo...

Gracias a ti por esta crítica tan amable. Me esfuerzo en darle la mejro forma posibe a todo lo que me inunda el cerebro.