Mathew se dispuso a recorrer a pie los más de dos kilómetros que separan la plantación de su padre de la del coronel Steuvesant, porque la yegua apaloossa torda que le había traído desde Alabama su tío Jeremías como regalo de bodas había muerto desangrada aquella mañana en el parto, al dar a luz a un potro de dos cabezas. El grotesco recién nacido apenas vivió unos segundos, el tiempo justo para clavar sus cuatro ojos en el animal que lo había llevado en su vientre y que había sufrido un mortal desgarro al sacarlo al exterior. Las dos criaturas murieron atadas por el cordón umbilical.
El joven heredero de la plantación más productiva de Tennessee iba a comprar el mejor semental de la yeguada del viejo coronel: un alazán negro como la noche y poderoso como las tormentas que azotaban los campos de algodón con la llegada del verano. Aunque volvería montado sobre su compra, el camino de ida lo haría andando en solitario. Los habitantes del estado sabían que desde que terminara la guerra, cabía la posibilidad de encontrarse con alguno de esos negros rencorosos y sedientos de sangre que malvivían en los caminos desde que el norte los hizo libres y, que deambulaban de un lado a otro en busca de algún viajero desprevenido al que asaltar y asesinar tras despojarlo de sus pertenencias, para devolverle al hombre blanco los años de humillación y servidumbre.
Los negros que habían permanecido junto a su familia por fidelidad o por otros motivos que se escapaban a la comprensión de los nuevos libertos por decreto, trabajaban ya en los campos de algodón. Muchos saludaron con la mano al joven señor al verlo pasar. Mathew reparó en el gesto de desprecio que le dedicó Moira, una atractiva esclava senegalesa que hasta su embarazo había trabajado como empleada doméstica en la mansión y que su padre devolvió al algodón cuando no quiso explicar que había hecho con el fruto de su deshonra, pues nadie llegó a verlo nunca.
Al perder de vista los límites de la propiedad de su padre, Mathew se santiguó encomendándose a su ángel de la guarda, pero de poco le serviría aquella medida de celestial precaución. Sabedor de la poca utilidad de las plegarias, se enfundó el revólver que su padre, el difunto Martín Willians, caído en Richmond al frente de la unidad de caballeros voluntarios que mandó cargar contra las tropas de Grant, le regalara cuando los patriotas de La Confederación decidieron defender sus costumbres, sus singularidades culturales y su economía latifundista, frente al usurpador Yanqui que pretendía imponer unas libertades y un progreso, que nadie ─en los trece estados que juraron resistir bajo el gobierno del presidente Davis─ quería.
Cuando los hijos del coronel descubrieron el cadáver de Mathew unas horas después, los ladrones le habían arrebatado cuanto de valor y de utilidad llevaba encima. El cuerpo presentaba varias heridas de bala y de machete. Además, y para espanto de los dos jóvenes hermanos que encontraron su cuerpo, los asaltantes le habían arrancado el corazón lo que no dejaba lugar a dudas de que el crimen fue obra de una conocida partida de criminales compuesta por salvajes entregados a rituales de vudú. El joven caballero debió haber vendido muy cara su piel, pues junto a él yacían los cuerpos de tres negros alcanzados por sus disparos.
El diablo se había cobrado sus almas a cambio de una libertad que tan solo les sirvió para vagar como los animales que eran sin pertenecer a ningún sitio, sin poder construir su futuro en una tierra de blancos y sin haber conseguido hacer realidad esa patraña de que todos los hombres son iguales.
En el sur siempre sabremos quienes son los verdaderos hijos de Dios y quienes bajaron de los árboles para servir al hombre blanco, aunque pretendan confundirnos con su aspecto de simios parlantes.
Cuando la noticia del asesinato del joven señor llegó a la plantación de su familia, todos se impresionaron por lo injusto y lo triste de los acontecimientos. La viuda de Mathew no podía siquiera aceptarlo y nadie era capaz de consolarla en su inmensa pena. Los gemelos de cinco años, a los que ella y Mathew educaban para que un día se pusieran al frente de los negocios familiares se abrazaron llorando al cadáver de su padre y solo consiguieron separarlos de él cuando el reverendo O`Malley les convenció de que los sirvientes tendrían que adecentarlo para el entierro, puesto que debía subir con sus mejores galas para presentarse ante Dios en el paraíso.
Lo que nadie sabía es que
otra mujer también lloraba su muerte. Moira era una esclava de nacimiento que
se había criado en los barracones de la plantación y que desde muy niña había
servido a la familia Williams. La joven belleza negra se enamoró del amo y se
ofreció a él cuando este alcanzó la edad de poder satisfacer a una mujer. La
pasión de aquel momento derivó en una descomunal barriga que fue la comidilla
de todos los esclavos de la plantación pues ninguno de los negros asumió aquel
embarazo.
El niño que engendró en
ella Mathew había nacido muerto y nadie supo nunca que el pequeño cuerpo enterrado
bajo el espantapájaros del este habría mirado al mundo con los azules ojos de
su padre, pese a tener la piel negra como su madre.
Moira se inició en los
arcanos y en los rituales oscuros de su gente para devolverle la vida a su
pequeño y tras ofrecerle su alma deshonrada a Belcebú y sacrificar una res en
su honor, consiguió que el maligno aceptase el trato.
Cuando la partida de
libertos sorprendió al joven señor caminando solo y decidió asaltarlo, el líder
del grupo ordenó que no hubiese piedad con aquel hombre y que una vez hubiese
caído lo dejasen a solas con su cuerpo
Mientras extraía el
corazón de aquel señorito blanco que un día disfrutó del amor y la pasión de
una de las esclavas de la plantación donde Satanás decidió devolverle a la
vida, los ojos azules del jefe de la partida se clavaron en los de su padre,
que aún vivía cuando comenzó a abrirle el pecho con su cuchillo consagrado al
ángel caído.
No hay comentarios:
Publicar un comentario