miércoles, 13 de febrero de 2019

Pena capital



El gobernador del estado no se dignó a llamar para interrumpir la ejecución y, a las 11,30 horas el reo Smith, condenado por un tribunal popular a morir en la silla eléctrica se frio sin haber pedido perdón por sus crímenes y tras haber rechazado la visita del sacerdote. Del otro lado del cristal de seguridad, los chicos de la prensa y los familiares de las víctimas aplaudieron durante los interminables segundos de convulsiones y estertores.
Los periodistas de Nueva Orleans, en un alarde de ingenio, bautizaron a John Smith con el sobrenombre de “El bluesman asesino”, dado que como demostraron los agentes del F.B.I. cometió todos sus crímenes con la cuarta cuerda de una guitarra Fender Telecaster edición especial de 1978. La cuerda que se encontró en la guantera del Mustang descapotable con el que el ajusticiado realizaba sus desplazamientos, fue presentada como prueba A y considerada arma del crimen sin ninguna duda por parte de los agentes que llevaron la investigación. Al parecer, seducía a las víctimas, siempre mujeres rubias, casadas y sobre todo muy atractivas de conocida promiscuidad, para luego llevarlas a una cabaña en los pantanos, mantener relaciones sexuales con ellas y estrangularlas al poco de quedarse dormidas.
Los psiquiatras forenses que participaron en la causa y desmontaron la única estrategia de defensa que presentó su mediocre abogado de oficio dictaminaron que pese a un terrible trauma que sufrió dos años antes, el asesino confeso era un hombre psicológicamente sano, en plena posesión de sus facultades mentales y con perfecto conocimiento de sus actos, distinguiendo sin el menor atisbo de duda entre el bien y el mal, por lo que no se lo podía diagnosticar la psicopatía que la opinión ciudadana le había achacado al aparecer las primeras víctimas siguiendo un mismo patrón. Todas aparecieron desnudas, estranguladas y con una L mayúscula grabada con una afiladísima navaja de barbero en el pecho izquierdo. Según confesó el cantante de blues detenido y juzgado por los crímenes, la L era la inicial de un personaje de Hamlet con el que se sentía muy identificado cuyo nombre había utilizado como pseudónimo en la grabación del único LP que pudo colocar en el mercado gracias a la gentileza de su padre, quien hubo de recurrir a sus muchos contactos y hacer uso de parte de la fortuna familiar para darle a su hijo la oportunidad de escuchar sus blues en emisoras locales. Laertes llegó a encaramarse al “top ten” de ventas durante el primer mes en el que su disco salió al mercado. El torturado bluesman se definía a si mismo como el eterno aspirante a músico, pero nunca pasó de ahí, de eterno aspirante. Su frustración y la traición de su esposa al vivir un idilio al poco tiempo de la boda con el contrabajista de su banda, a quien Laertes consideraba su mejor amigo, lo llevaron a cometer los asesinatos que dieron con él en la silla eléctrica.
Lo más curioso del caso es que jamás intento nada contra la que fue su mujer y el que fue su amigo. Al preguntarle por ello en la vista pública, el Sr Smith simplemente dijo que en la vida todo se transforma y tatareó el estribillo de la canción del conocido cantautor argentino Jorge Drexler, “cada uno da lo que recibe. Luego recibe lo que da. Todo se transforma”.
En el momento en el que el alcaide de la prisión federal procedió a ejecutar al preso, los cientos de activistas contra la pena capital que se habían concentrado frente a los muros del presidio entonaron un espiritual a ritmo de jazz y rezaron por su alma.
Si Dios hubiese querido salvar su alma inmortal seguramente le habría librado de haber conocido a aquella rubia adúltera de expresión inocente o de haber introducido en su vida a aquel fenómeno del contrabajo con el que entabló una amistad que creyó sincera desde el primer acorde que tocaron juntos. Pero la vida da muchas vueltas y los caminos del señor son inescrutables.
John Smith, más conocido como Laertes, “el bluesman asesino”, castigó con la muerte a todas aquellas mujeres que cedieron a la tentación de pasar una noche con el atractivo y melancólico cantante, mancillando los votos sacramentales del matrimonio y deshonrando a sus maridos. Para él, aquello era justicia y no se arrepentía lo más mínimo de haberlas ajusticiado, al igual que comprendía, aceptaba y casi hasta agradecía que se le ajusticiase a él. Cada uno da lo que recibe, luego recibe lo que da.
El único error que cometió Laertes fue el de arrojar los cadáveres a los pantanos, creyendo que los caimanes darían buena cuenta de ellos haciendo desaparecer así los cuerpo. Al parecer los caimanes eran unos exquisitos y exigentes gourmets y no gustaban de la carne de las infieles. Son animales muy empáticos e intuitivos y no soportan el olor de la podredumbre del corazón de una mujer.

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