viernes, 23 de noviembre de 2018

Implosiones


Mi primera vez no ha tenido nada que ver en absoluto con lo que me han contado los colegas, ni con lo que había visto en las pelis y en las revistas.
Nadie me dijo que cuando llegara el orgasmo sentiría como mi cuerpo estallaba por dentro y que el inmenso placer de fragmentación me dejaría fuera de combate.
Cuando Carolina me confirmó que vendría a cenar a casa, mi cerebro proyectó miles de imágenes de lo más eróticas.
Mis padres se han ido a pasar el fin de semana a la finca de unos amigos de Cáceres. El haber aprobado la selectividad con una nota que me permitirá matricularme en medicina y terminar trabajando en la clínica del abuelo, sumado a que pronto cumpliré dieciocho años, han sido las mejores credenciales para conseguir que no me mandasen a casa de mis aburridos primos como hacen siempre que se van fuera. Se acabó lo de jugar al cinquillo la noche de un sábado. Tengo otras prioridades durante las ausencias de mis padres.
Sé que ahora se llevan los chicos que cocinan y que controlan de maridajes de vinos y repostería fina, pero el haberme pasado los últimos años de mi vida estudiando como un cabrón para sacar la mejor medía en bachillerato, no me ha dejado tiempo para perderlo en esas cosas. Al fin y al cabo, yo debería seguir la tradición familiar y ser cirujano cardiovascular, no cocinero de Master Chef.
Carolina llegó puntual a las nueve y media, justo diez minutos después de que el repartidor del restaurante japonés más famoso de la ciudad hubiera traído el pedido que me costó un ojo de la cara y parte del otro. O lo que viene siendo la propina que me dio la abuela cuando publicaron las notas.
Puse la mesa en la terraza con velitas y esas pijadas y mientras servía el sushi le di al play en el equipo del salón donde sonó el cd de Sinatra que tanto le gusta a papá. Una botella de verdejo de Rueda y otra de Moet Chandon de las que guardan para las ocasiones especiales bien frías y servidas en las copas adecuadas, terminaron de hacer el resto. A los postres y si conseguía controlar el medio pedo que me había agarrado con el vino y el champagne, todo parecía indicar que perdería la virginidad.
No tenía muy claro si Carolina era virgen dada su educación en el colegio del Opus donde estudiaba desde primaria, pero también iba a empezar la carrera y por lo que tenía entendido las de Derecho del CEU suelen ser muy estrechas. Lo que si estaba claro es que toleraba el vino mejor que yo. ¡Que saque tenía la jodia!
 La forma de besarme en cuanto pasamos dentro al terminar de cenar me reafirmó en la idea de que este era el día.
Mientras nos besamos me armé de valor y le introduje la mano por dentro de la camisa y a pesar de romperle dos botones con las ansias, pude notar como sus pezones se habían endurecido y al acariciarlos, cosa que me resultó muy sencilla puesto que no llevaba sujetador, Carolina me arrastro hasta el sofá más cercano sobre el que me derribó con la maestría de una judoca olímpica. Sexo débil dicen, no conocen a Carolina.
Al percatarse de mi erección, lejos de dejar de besarme o de separarse de mí, sencillamente me desabrochó los pantalones y en menos de diez segundos su mano se cerró con decisión en torno a mi miembro y comenzó a masturbarme muy despacio. Aproveché la coyuntura para despojarle de la camisa y para quitarme la camiseta y antes de que me diera cuenta, ella ya me había terminado de desnudar y se había quitado la falda y las bragas. Para mí era sencillamente preciosa. Carolina no tiene uno de esos cuerpos de actriz italiana en los que las curvas te invitan a borrar de tu mente cualquier otra cosa que no sea la perfección de sus pechos, la maravilla de sus caderas y el esplendor de su trasero. Simplemente es una chica normal, perfecta en su normalidad.
Debí haber hecho caso a mi padre cuando me habló de apuntarme al gimnasio los fines de semana durante el curso, “men sana in corpore sana” que dice siempre.  Así no me hubiera sentido tan patético al desnudarme. Pero el exceso de vino me ayudó a sentirme un Superman
-¿Tienes un preservativo?-me preguntó Carolina en voz muy baja, como si le diese vergüenza – tendremos que tomar precauciones si vamos a hacerlo.
Chica lista. Desde luego yo había contemplado esa opción y tras recoger los pantalones que yacían sobre la alfombra junto al sofá, extraje un condón del bolsillo trasero.
Lo de las gomas es un coñazo, te corta el rollo bastante, pero a pesar del puntillo no tardé en ponérmela y antes de que se me bajase la erección acepté la invitación que me hicieron sus piernas al abrirse como las de una gimnasta rítmica y entré en ella disimulando mi falta de experiencia y tratando de no quedar como un idiota. Aunque eso no lo terminé de lograr. Hasta la quinta no fue la vencida y solo entonces conseguí penetrarla. En las pelis parece más fácil. No sé si gritó de dolor o de placer, pero al escuchar su grito según la penetraba, agradecí sobre manera el vivir en un chalet independiente con amplia parcela llena de árboles.
Se me abrazó con fuerza y acompañó los movimientos de mis caderas con los de las suyas. Fue realmente increíble. Allí estábamos los dos, casi como si llevásemos haciéndolo toda la vida. Nosotros… que no habíamos pasado de morrearnos y acariciarnos por encima de la ropa aprovechando la oscuridad de los reservados de la discoteca donde celebramos el cumple de su hermana el mes pasado.
De repente (demasiado pronto quizás) y en medio de aquella sensación tan agradable y especial mil veces superior a la mejor paja que me hubiese hecho desde que descubrí que no te quedabas ciego al masturbarte, un estallido interior acompañó mi eyaculación. Me corrí como si quisiera deshidratarme por completo dentro de ella y al tiempo sentí como si una bomba de placer y napalm abrasase todo mi ser. Aquello me dejo extasiado, casi desmayado, de hecho, estuve a punto de perder el conocimiento  mientras Carolina me besaba con ternura y me acariciaba la espalda.
 Al poco de encender el pitillo reponedor abrazado a ella en el sofá,  repentinamente una mano de conocido olor maternal me quitó el cigarro de los labios y Carolina,  
cubriéndose avergonzada escuchó a mi madre, que había vuelto de forma sigilosa, sin avisar y mucho antes de lo previsto decir enfadada, “en casa no se fuma”.                                                                                                                                                                

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