No creí que nada pudiera separarnos, que nada pudiera alejarme de ti. Pero la nada llegó en forma de confinamiento y el miedo se hizo virus y habitó entre nosotros.
No podemos tocarnos, no podemos sentirnos, no podemos olernos, no podemos besarnos. Y ahora cada segundo que paso separado de ti lo dedico a recordar lo feliz que me has hecho y lo muchísimo que mi vida mejoró cuando llegaste a mi lado. Y volveré a besarte, a olerte, a sentirte, a tocarte y a hacerte el amor. Mi esperanza, mi futuro y mis sueños se llaman como tú y se dibujan calcando tu silueta de una de esas fotos en las que abrazados disfrutábamos de los placeres cotidianos. Placeres sencillos como compartir un vino, visitar un museo, disfrutar de una cena entre amigos o caminar por las calles de una ciudad vecina. Todo eso que ahora se nos antoja una temeridad , un imposible, un desafío o incluso un exceso.
La noche cayó sobre el planeta, el tiempo se detuvo y todas las estaciones se llamaron pandemia.
Angustiado, enojado y molesto maldije al ser humano. Maldije su egoísmo, su avaricia y su falta de valores. Maldije a la sombra que se oculta tras la enfermedad y yo, que siempre he sido un tipo optimista, me desperté cada día poniéndome en lo peor e imaginando la extinción de mi especie.
Aprendí a disimular al escribirte, fingía las sonrisas que lucía en cada foto que te enviaba por wasap y entrenaba el tono de voz adecuado para evitar que no adivinases siquiera mi ánimo decaído. Porque te echaba tanto de menos que cada bocado me sabía a lágrimas y cada trago de agua, cada sorbo, al vinagre más amargo.
Pero entonces alguien soñó hágase la luz, y la luz se hizo.
Las personas descubrieron que la obligada distancia los acercaba cada día más a los suyos. Y a si mismos. Que las nuevas barreras no eran sino la llave para abrir el cofre del tesoro donde ya no había diamantes, esmeraldas ni lingotes de oro, sino algo mucho más valioso, amor, solidaridad y empatia.
Todo comenzó con el ejemplo de los valientes que arriesgando sus vidas decidieron frenar el caos. Y aplaudimos su coraje. Al principio en solitario, pero después aprendimos a hacerlo saliendo a ventanas y balcones. Compartimos el cariño venciendo el vértigo y el frío. Al escuchar la avalancha de aplausos en honor a esos valientes, descubrí que desde un balcón tú también aplaudías con ilusión y con rabia, con fuerza. Con fuerza para que esos aplausos llegaran hasta mi convertidos en los besos y en los abrazos que un día nos daríamos. La gente asomada a balcones y ventanas descubrió el rostro de la masa, comprendió que tras el nombre de vecino y conciudadano, se ocultaban personas que también tenían miedo, que también echaban de menos a los suyos y que también se sentían orgullosos de los que no temieron y entablaron combate con el adversario más feroz.
Y llegó la música. Al principio las gargantas entonaron una misma canción y los aplausos se convirtieron en rítmicas palmadas. Luego llegó un improvisado discyóquey que nos puso a bailar desde la terraza de su casa y poco después, un artista de la comunidad chupó la lengüeta del saxo y comenzó a insuflar aire de vida a las notas de cada melodía convirtiéndolas en cantos a la vida y en la certeza de que volveremos a abrazarnos. Y volvimos a celebrar los días señalados, a cantarnos cumpleaños feliz y a besar a nuestros padres los afortunados que aún pueden tenerlos junto a ellos y echarlos de menos en su día los que los que ya no podremos abrazarlos en esta vida.
Y nos empezamos a preocupar por nuestros niños y por nuestros mayores.
Y volvimos a ser humanos de nuevo.
Ahora sigo imaginando nuestro reencuentro pero ya no lo hago desde el dolor y la angustia, sino desde la felicidad de saber que esto ha sido un regalo, una oportunidad y un bien necesario.
Cada día de aislamiento que concluye es un día más que tendremos que regalarnos cuando todo esto pase. Porque pasará, mi amor. Recuerda, todo termina llegando, incluso lo bueno.