Dejó los cincuenta euros sobre el mostrador de recepción del gabinete psicológico y la recepcionista le entregó la factura a cambio. La última de muchas, pero la última al fin y al cabo.
Marcos encendió un cigarrillo nada más salir a la calle y se encaminó a por el coche para regresar a su casa en las afueras y hacerse con todo lo necesario para aquella noche. Cuando hubiese regresado al centro de la ciudad, estacionaría el vehículo en un parking público junto a la catedral y se tomaría una última caña en el bar donde había quedado con una amiga. Ya no temía ir a los bares, ya no temía dejarse ver públicamente, ya no temía a la gente que le rodeaba o con la que se cruzaba al caminar por la ciudad que lo había visto nacer.
Una vida de excesos, un sinfín de errores y las más tortuosas y destructivas relaciones sentimentales, habían dado al traste con sus nervios, con su seguridad y con su autoestima y había pasado los últimos años entre psiquiatras y psicólogos. Entre las muchas alteraciones que le diagnosticaron, se encontraban dos que le llamaron especialmente la atención: agorafobia y fobia social.
Marcos, profano en conocimientos psiquiátricos, pero hombre leído y culto, identificaba la agorafobia con su natural traducción etimológica, es decir, odio o miedo a los espacios abiertos. Y él amaba la naturaleza y pasear por el campo y la montaña.
Según le explicó uno de los especialistas a los que acudió en busca de ayuda, realmente ese diagnóstico asociado a sus problemas, provenía del miedo a moverse libremente de un lado a otro, a visitar establecimientos donde pudiese encontrar a personas a las que no quería ver o donde se sentía inseguro. Le había costado mucho, pero consiguió darle carpetazo a ese diagnóstico y empezar a frecuentar locales y salas de conciertos de nuevo.
Marcos nunca fue un cobarde. Desde muy joven había practicado deportes de contacto y artes marciales, había participado en peleas de todo tipo y se había formado en la utilización de diferentes tipos de armas. Le gustaban tanto las armas que terminó sirviendo voluntario en una unidad operativa del ejército español, donde cada mañana al ponerse el uniforme, le entregaban un subfusil ametrallador y dos cargadores de munición de combate completos. Aprovechó los años en los que sirvió en esa unidad del ejército para obtener todas las licencias necesarias y se hizo con su propio fusil de asalto, un modelo ligero del nuevo Cetme de las tropas españolas al que acopló una mira telescópica. Además de con ese particular capricho, se hizo con una pistola automática de la casa italiana Pietro Beretta. Una automática de nueve milímetros fiable y robusta que era especialmente disuasoria con solo mostrarla ante un agresor o un enemigo.
Marcos dominaba también el manejo del cuchillo y durante estos años de inseguridad y miedos injustificados, cada vez que salía a la calle llevaba un afilado cuchillo oculto en el interior de la bota izquierda.
A la fobia social, un problema sicológico diagnosticado por haber desarrollado un terror total a coincidir con las personas que le habían hecho daño a lo largo de su vida, también terminó dándolo carpetazo el día que decidió que ya estaba bien, que ya había sufrido suficiente y que el mundo era suyo, las calles eran suyas y la decisión de terminar con todo también era suya. Y solo suya.
La ropa conjuntada con acierto, el aspecto limpio y aseado, sus perfectos modales y su amable sonrisa le flanquearon el acceso a las escaleras que conducían al campanario de la torre de la catedral de su ciudad, a la que llegó tras ascender con el pesado maletín negro a la espalda. Era Viernes Santo y el encargado de seguridad de la cofradía penitencial de la catedral, no puso ninguna objeción a su falsa acreditación de reportero gráfico.
Ya en la torre eligió la mejor posición desde donde controlar todo el perímetro procesional y tras abrir el maletín, montó el subfusil, le acopló la mira telescópica y un silenciador, e introdujo un cargador. Dejó la pistola a mano por si algún inoportuno miembro de la parroquia asomaba por allí. Al ver el cañón del arma apuntándolo saldría corriendo sin más, no tendría siquiera que disparar al aire. El aire. El aire de Valladolid estaba impregnado del olor de la cera de las antorchas de los cofrades, de incienso y del sudor de los penitentes que llevaban horas procesionando de un lado a otro, algunos de ellos cargando pesadas cruces de madera.
Escuchó las cornetas y los tambores que indicaban que se acercaba la procesión más famosa de la ciudad y se dispuso a elegir los blancos oportunos.
Esperó pacientemente a que se acercase hasta la puerta de la catedral y cuando vio reunidos varios pasos penitenciales de la impresionante imaginería de los mejores escultores de la historia del arte español, abrió fuego.
La muchedumbre asistió sorprendida al espectáculo de ver como una a una, volaban las luces que iluminaban los pasos. Nadie podía explicarse que estaba sucediendo y algunos pensaron que simplemente estallaban las bombillas por el exceso de potencia o por el contraste entre la gélida temperatura de aquella noche y el calor animal generado por la enfervorecida, curiosa y devota multitud.
Una vez hubo eliminado todos los blancos y se hubo demostrado a si mismo que tenía el poder para derribar a cuanta persona había convertido en un desastre su vida, apoyó el cañón de la automática en su sien y sonriendo y sabiéndose completamente recuperado e incapaz de arrebatar una vida humana, por muy miserable que fuera y por mucho que mereciera la muerte, apretó el gatillo y le dio carpetazo también a una existencia excesivamente compleja y triste.
La prensa divagó teorizando, hipotetizando y tratando de explicar al publico que fue lo que llevó a aquel misterioso tirador a terminar con su propia vida de aquella forma tan teatral. No se encontró junto a su cuerpo carta de despedida, ni tan siquiera hallaron post en redes sociales anunciando sus intenciones, ni la más mínima pista en la que se pudiera adivinar o intuir el deseo de morir. Y es que lo que nadie supo nunca fue que morir se había convertido en la única salida a una vida sin ella. Que Marcos sabía que al apretar el gatillo terminaría con su desgraciada envoltura mortal, pero que regresaría con otro cuerpo, con otro nombre, con otras circunstancias y volvería a encontrarla y la reconocería en otro cuerpo, en otro nombre, en otras circunstancias. Y quizás en la próxima reencarnación por fin el destino los permitiera ser felices juntos. Y entonces ya no querría morir nunca más.