Utilicé la versión que han hecho en Cantango de este tema y la escuché un par de veces con otros dos escritores, para acto seguido sentarnos a escribir un pequeño relato inspirado por este tango.
Aquí os dejo los tres relatos. Espero que os gusten las sinergias entre esta pieza y nuestra literatura.
SILENCIO.
Esperanza Gómez del Val
Llevaba más de una hora allí
sentada, frente a mí, alternando entre lágrimas, lamentaciones y juramentos. Me
había llamado por la tarde diciéndome entre sollozos que tenía que hablar
conmigo sin falta porque estaba destrozada. Yo la conocía desde hacía muchos
años y estaba acostumbrada a verla subir al cielo y caer en el infierno, al
menos una vez al mes por motivos de lo más diverso. Le dije que tenía que
quedarme en casa esperando al técnico de la lavadora pero que se viniese y nos
tomábamos un café mientras esperábamos.
Yo la temía. Sabía que fuese lo
que fuese lo que le había pasado, haría un recorrido detallado de todos los
aspectos de su vida hasta ese momento, y que yo conocía bastante bien, para
terminar desembocando en la tragedia de turno y en lo poco que se la merecía.
En ese momento pasaría a enumerar los males de los que había sido víctima. Yo
tendría pocas ocasiones de intervenir y la mayoría las cortaría
interrumpiéndome, porque alguna de mis palabras le llevaría a la memoria
vivencias propias. Era una infeliz y lo sería siempre.
Después del recorrido de
costumbre, me contó que Luis le había pedido la separación porque se había
enamorado de una sueca que iba en el crucero que hicieron dos meses atrás. El
sonido del timbre fue como una campana salvavidas.
Dejé al técnico desmontando la
lavadora y fui al salón con la esperanza de encontrarla más tranquila. Nada más
verme comenzó otra vez su cantinela y ya no pude aguantar más.
-
¡Cristina, hija, que no se te ha muerto nadie!
Siento mucho que lo estés pasando tan mal porque además creo que no tienes
motivos ¿Qué no te quiere? Pues que se vaya a la mierda y tú a seguir la vida.
Las desgracias son otras cosas… Escucha este tango mientras piensas en lo que
te estoy diciendo. Se titula “Silencio”.
LA CASA LLENA DE OTOÑO (Silencio)
Gustavo Gonzalez
La casa lleva exactamente tres años
llena de otoño. Durante el invierno las paredes desconchan sus impactos en
copos de nueve milímetros. En primavera renacen cada mañana los recuerdos ocres
de las baldosas desgastadas de ida y vuelta. El sol de verano se esconde entre
las nubes de una tormenta que no termina en septiembre.
En otoño los amaneceres comienzan aún
con la luna frente a la ventana de la cocina. La ventana que se pierde en el
camino de la escuela, camino que recorrían cada día cogidos de la mano los
cinco hijos de Remedios, huérfanos de padre caído en el frente.
Antes de cantar el gallo, la cafetera ya
silba como el tren de La Robla, el viejo tren que llevaba a su marido a la boca
abierta de la tierra.
Antes de cantar el gallo, las cinco
tarteras llenas de un guiso de huesos y lágrimas recién hecho, se apilan en el
centro de la mesa a la espera de los cinco muchachitos.
—¡Andrés, Felipe, Marieta, Conchita y
Emilio! ¡Ya lo tenéis todo preparado encima de la mesa! ¡Bajad! ¡Yo marcho a la
huerta! — La voz de Remedios asciende atravesando la oscuridad de las escaleras
hasta las habitaciones de los niños.
El sol amanece entre las lomas que
jalonan el camino que lleva a la huerta. Remedios vadea el riachuelo
remangándose la falda y las ganas de llorar hasta perderse entre las filas de
tomateras.
Al final de cada mañana, de regreso a
casa, para en la de Doña Encarna, la mujer del panadero.
—Buenos días, Remedios. ¿Lo de todos los
días?
—Sí, una hogaza grande. Ya sabe cómo son
los chiquillos. No perdonan una comida sin pan.
—Lo sé, Remedios —y mirándole a los ojos
—, lo sé.
La mujer del panadero finge la mejor de
sus sonrisas mientras Remedios retoma su camino de vuelta portando su cesto de
verduras recién recogidas entre las que asoma la hogaza de Doña Encarna.
—Encarna, ¿Remedios se ha vuelto a ir
sin pagar? ¿Cuántas hogazas nos debe ya?
—Tres años, tres años exactamente.
Al entrar en la cocina, Remedios recoge
las tarteras apiladas, las vacía en un cubo ya rebosante y sube a su dormitorio.
Le espera otra noche larga de fogones y necesita cerrar los ojos para contener
las lágrimas suficientes para el próximo guiso de huesos.
Silencio
Juan Pizarro
Los esperaban en el regimiento en poco menos de media hora, por lo que todo eran prisas y carreras por el pasillo.
Los cinco hermanos se alistaron aquella misma mañana con tan mala fortuna de que el ejercito alemán había decidido emprender una salvaje ofensiva, minutos después de que el hermano pequeño estampase su firma en los documentos que lo acreditaban como miembro del ejército francés destinado en la misma unidad de fusileros, donde fueron destinados también sus cuatro hermanos mayores
Solo tuvieron un par de horas para preparar los petates, ponerse sus nuevos y flamantes uniformes y despedirse de su madre.
La pobre mujer se deshacía en besos y abrazos, saltando de un hijo a otro mientras no dejaba de sollozar.El hermano mayor, trató de consolarla diciéndole que el cuidaría del resto, que los habían destinado a servir en la misma unidad y que al menos estarían los cinco juntos en todo momento.
Literalmente hubo que arrancar al pequeño de los brazos de su madre para salir corriendo y llegar a formar antes de que se hiciera recuento en el cuartel.
Desde entonces la pobre mujer vivió pegada al aparato de radio de la sala de estar, donde entre canción y canción, Radio Nacional, emitía partes de guerra e informaba a la población del transcurrir de los acontecimientos en el frente.
Apenas una semana después del día en el que se despidió de sus cinco criaturas, llamaron con insistencia al timbre de la puerta principal del piso de Mont Marne y ala abrir,el grito de la vecina del segundo se escuchó en todo el edificio. Un oficial del regimiento de fusileros donde servían sus hijos, se aseguró de que aquella llorosa y atemorizada mujer fuera la madre de los cinco hermanos que tan valientemente había caído en el frente al defender su posición hasta el final
Al comunicar la fatídica noticia a la buena señora, esta, se desmayó antes de que pudiese terminar de explicar todo t con sumo cuidado, la tomó en brazos y la depositó sobre el amplio sofá del salón de la vivienda, dejando sobre su pecho las cinco medallas al valor con las que la patria premió la heroica acción de los difuntos.