El caudillo numantino cayó de espaldas sobre los centenares de cuerpos que se apilaban en los nevados campos que rodeaban la hasta ahora inexpugnable ciudad.
Al término de la refriega, cuatro guerreros recogieron su cadaver del suelo y lo transportaron sobre un escudo hasta la orilla del Tera, donde se celebraría la ceremonia de despedida y todos entonarían cánticos sobre sus azañas.
Pero aún no había llegado su hora. Una vez lo hubieron depositado en el suelo, junto a la pila funeraria, Megara se percató de la presencia de una hermosa yegua que pastaba junto a él y antes de que nadie se diese cuenta, abandonó el lecho mortuorio y agarrándose a las crines del noble animal lo montó de un salto y lo puso al galope.
La yegua lo sacó de su propio funeral y lo llevó hasta un lugar donde todo parecía en paz. Era un valle de verde vegetación situado entre un río y un macizo montañoso. Al llegar junto al frondoso sauce que se levantaba en medio de la era central de aquel bucólico paraje, la yegua se arrodilló para que desmontase con comodidad.
Megara se percató de que en el musculoso cuello de la yegua, alguien había marcado un nombre a fuego, Epona.
Megara lo entendió en el acto. Como rezaba la creencia de su pueblo,la yegua Epona lo había trasladado hasta el paraíso que le tenían reservado los dioses para que viviese para siempre.
El congelado aire íbero hizo que recordase que tan solo lo cubría una túnica blanca y sintió frío. Entonces se percató del humo de lo que debía de ser una hoguera y en efecto, tras andar unos cuantos pasos y adentrarse en aquel paraje, descubrió a un grupo de hombres y de mujeres que se calentaban junto al fuego y que estaban asando tiras de carne sobre las brasas reservadas de la hoguera para tal fin. Aquellos que antes que él, se habían ganado el paraíso, lo recibieron con cariño y respeto y en el acto se sintió uno más de aquella pequeña y selecta comunidad. La bella y simpática mujer que hacia las veces de líder, le presentó rápidamente a todos, comenzando por su propio esposo,un amable numantino que se esmeraba en que la carne para la cena estuviese en su punto. Megara saludo cortesmente, llevándose la mano al lugar donde otrora latiese su corazón e inclinando al cabeza en señal de obediencia y respeto a los designios de la diosa Ataecina y de Vaelico y el resto de los dioses.
Aquella comunidad, estaba compuesta por miembros de diferentes núcleos familiares entre los que pudo apreciar que los hombres debían de haber sido guerreros de gran valentía y, las mujeres hermosas doncellas de corazón resuelto y caracter fuerte. Había también un bardo vikingo que debió llegar hasta el río que delimitaba el lado norte del paraje, equivocando la travesía hasta su walhala y recayó allí permitiéndosele vivir junto a los demás, en el interior del castro construido por los bravos numantinos. Estos respetaron una hegemonía constructiva, en la que la piedra y la madera, eran los únicos materiales con los que levantaron las viviendas.
Sin duda un lugar tan especial, tan hermoso y tan bien provisto de todo lo que un hombre necesitaba para ser feliz, era el paraíso prometido por los sacerdotes y las sacerdotisas antes de entrar en combate.
Tres amables y acogedoras hermanas, tan hermosas como distintas entres si, que habían llegado allí junto a su madre siguiendo la senda que marcó su padre, le explicaron que todos consideraban ese castro como un espejo de sus vidas pasadas. Este nuevo hogar era un espejo limpio y bruñido, carente de desgracia y de tristeza, de envidia y de odio, por lo que la comunidad había decidido llamar al castro, Specchio Tero.
Megara supo que sería eternamente feliz y aceptando el cuerno con vino de su propia cosecha, que le ofreció un numantino de larga y poblada barba, bebió un trago que le calentó y le alegró el espíritu y el alma.
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