Mandarina es
un pez de colores, uno de esos pececitos que venden en las tiendas de animales
y que se pueden encontrar en grandes acuarios en los centros comerciales.
Su vida
transcurría de forma anodina y placentera, junto a otros muchos compañeros en
un enorme estanque habilitado para criar cuantos más ejemplares de su especie
mejor y, venderlos luego a los adultos y niños que querían decorar sus casas. Una
pecera colocada sobre la mesa del salón o en una estantería, servía de claustrofóbica
vivienda a tres o cuatro pececitos de colores a los que poner nombre y visitar
varias veces al día, alimentándolos con comida de un bote gigante.
Una mañana
de otoño, Mandarina y tres de sus amigos fueron recogidos con algo parecido a
un cazamariposas y depositados en una bolsita con agua para que no muriesen
durante el viaje hasta su nuevo hogar.
Al llegar a
su destino, la niña que los había comprado los depositó con mucho cuidado en el
húmedo habitáculo donde tendrían que vivir el resto de sus días. O eso creía
Mandarina.
Durante unas
cuantas semanas, recibieron muchas visitas y la atención desmedida de los niños
que les observaban a todas horas. La curiosidad de los pequeños no era muy
diferente de la de sus compañeros, que nadaban haciendo piruetas para llamar la
atención del enfervorecido público.
Mandarina
empatizaba mucho más con la joven humana que cuidaba y adiestraba a los
cachorros. En alguna ocasión, al nadar solo para ella, Mandarina se daba la
vuelta con la intención de que la humana amiga, le rascase la tripita, pero no
sabía cómo hacérselo entender.
Sus
compañeros no supieron dosificar las energías y uno a uno fueron cayendo,
agotados por el esfuerzo tratando inútilmente de encontrar la salida de aquella
urna de cristal. Mandarina resistió y consiguió despertar el interés de aquella
simpática y cariñosa humana, que empleaba con ella el mismo tono comprensivo y
dulce que empleaba con los cachorros a su cargo. Un día, incluso le rascó la
tripita, con maternal delicadeza.
Llegó el día
en el que la humana comprendió que Mandarina debía de vivir su propia aventura
y conocer los arrecifes de coral y trazó un plan para ayudarle en la fuga, sin
que los pequeños sospechasen su complicidad en la evasión.
Acostumbró
al pececito a que se diese la vuelta a fuerza de rascarle la tripita a diario
y, cuando los pequeños observaron que Mandarina pasaba demasiado tiempo panza
arriba, la creyeron enferma y próxima al final.
La joven a
cargo de los cachorros decidió una mañana que ya había llegado el momento de
ponerla en libertad y llevó a Mandarina hasta un enorme túnel de porcelana
blanco, donde fue depositada con mucho cuidado y donde la fuerza de un
repentino remolino, le arrastró entre corrientes de agua fría y caliente, hasta
la desembocadura de aquellas galerías de pvc en un río cercano.
Mandarina
nadó en el río siguiendo su curso y conociendo a nuevos amigos que le
acompañaron en su viaje, hasta que un día llegó al mar.
El pequeño
pececito de colores que nació en el estanque de un comercio y vivió en un aula
escolar, aceptó con coraje y esperanza la oportunidad que la humana le ofreció
y tras muchos días de camino, esquivando redes y anzuelos, llegó a los
arrecifes de coral.
Mandarina
supo entonces que lo mejor que le había pasado en su vida, no era haber
conseguido alcanzar aquella maravilla de la naturaleza, sino el haber conocido
a su joven salvadora.
El pececito
de colores, decidió entonces que emprendería el camino de vuelta y regresaría
al aula, para llevarle un poco de coral a su nueva amiga y para tratar de
hacerle entender que pasase lo que pasase, Mandarina quería ser su amiga el
resto de su vida, o de sus vidas.